viernes, 27 de noviembre de 2015

Recuerdos de Treinta Años (1810-1840)
I. El Presidente Carrasco

Este personaje ha sido desfigurado por algunos de nuestros historiadores, por contradicciones infieles o por motivos pueriles.
Como si la revolución del año 10 no estuviera justificada por sí misma, se la ha empequeñecido en muchos casos, dándole como motivo venganzas de tiranías exageradas o de actos insignificantes.
Los mandatarios de América en esa época se encontraron en idéntico caso que los Papas contemporáneos o antecesores de la Reforma, a quienes se creyó necesario calumniar, aumentando sus faltas o inventándolas cuando no las había. A unos se les atribuían crímenes que hacían reír al mismo Voltaire; a otros faltas que jamás cometieron.
Al mismo tiempo que los españoles llamaban Pepe Botella, por el vicio de ebriedad que no tenía, a José Bonaparte, y tuerto a ese mismo rey que tenía sus dos ojos intactos, en América se llamaba tiranos a gobernantes que jamás cometieron un acto de tiranía.
Carrasco, a nuestro juicio se encuentra en este caso.
No es una defensa de este pobre viejo la que vamos a emprender; aunque esto no sería extraño en un siglo en que Judas y hasta el mismo Diablo han encontrado calurosos defensores y panegiristas.
¿Cuál es nuestro objeto entonces? Contar un cuento, cuyo prólogo vamos ya sospechando que se ha alargado más que el mismo cuento.
Generalmente nuestros historiadores dicen que las primeras víctimas de la Independencia de Chile fueron Ovalle, Rojas y Vera. “Fueron aprehendidos en sus casas, en la medianoche; los llevaron al cuartel de San Pablo, y a las dos de la mañana del siguiente día los condujeron a Valparaíso en caballos de posta”. Carrasco no había descubierto lo que hemos visto más tarde: hacer viajar muchas leguas a pie y aun descalzos, en el rigor del verano, a presos políticos no menos dignos de consideración, previo despojo completo.
Si en estos últimos tiempos se hubiera encontrado, lo que mucho dudamos, un tribuno del temple del doctor Argomedo, no creemos que ninguno de nuestros gobernantes hubiera, como Carrasco, tolerado que se le apostrofara como lo hizo, con motivo de aquel suceso, el célebre procurador del año 10, pues lo de los dos mil hombres presentes en la plaza para secundarle no fue más que una feliz hipérbole del orador.
Cuando Carrasco se hizo cargo del mando, a su llegada a Santiago, nombró un secretario, el doctor Rozas, enemigo declarado del Gobierno español y uno de los corifeos más pronunciados de la revolución. El Cabildo, foco de esa revolución, solicitó y obtuvo de Carrasco nombrar doce regidores auxiliares, lo que duplicaba en esa corporación el número de conspiradores.
Cuando procedió a la prisión de los señores Ovalle, Rojas y Vera, lo hizo sólo a instancias que de Lima y Buenos Aires le dirigían aquellos virreyes [1] , poniendo en su conocimiento que en Chile se conspiraba contra su gobierno; a lo que contestaba: “Necesito hechos positivos para tomar medidas”. ¿Han necesitado tanto muchos gobiernos posteriores para perseguir y desterrar a sus enemigos políticos, de toda esfera y posición? Se declama contra el gobernante que redujo a prisión a los tres jefes de la revolución; y a renglón seguido, si ya no se ha hecho antes, se narran con toda minuciosidad los preparativos de esa revolución, sin omitir ni aun las casas en que se tenían las reuniones, siendo la preferida la del señor Rojas; una de las tres víctimas. Tendríamos muchos hechos que citar en comprobación de lo que decimos; no lo creemos necesario. Ciertas calumnias pertenecientes a la vida privada se desvanecen por sí mismas; por esto diremos poco sobre ellas.
Se le acusa de su afición a las riñas de gallo. Nadie ignora que el general Freire y el doctor Marín, alto personaje de la revolución, tenían la misma afición, sin que esto haya dado lugar a reproche.
Se le atribuye también una pasión inverosímil por una negra de su servidumbre.
¡Extraño capricho el de Carrasco, preferir una Pompadour negra donde tanto abundan las blancas...!
Carrasco era de estatura común de mirada benévola, cargado de espaldas, y en ese tiempo, de edad avanzada.
Invariablemente se hacía acompañar, de día y de noche, de una sola persona.
Con ese mismo acompañamiento se paseaban más tarde, por las calles de Santiago, Osorio y Marcó.
El uso de una escolta numerosa y lujosamente montada y vestida no fue conocido hasta el Gobierno del Director O’Higgins, después de Chacabuco.
En vísperas del 18 de septiembre del año 10, si nuestros recuerdos no nos engañan, como de costumbre, pasaba Carrasco por la calle de Santo Domingo en dirección al tajamar. Era día de fiesta, y un grupo de ocho o diez niños de siete a ocho años se entretenía en jugar a los soldados.
Al pasar por frente a ellos se detuvo, fijándose con cierta complacencia en el jefe que los mandaba con una seriedad y aplomo dignos de un comandante de reclutas. La presencia de Carrasco aumentó su entusiasmo. Este lo llamó para preguntarle “¿Cómo te llamas?”  “Rafael Márquez de la Plata”. Carrasco se quedó un momento pensativo; quizás recordando al Regente, padre del niño [2] , que debía serle más que sospechoso.
Le tiró cariñosamente de una oreja. Y siguió su camino.
De ese batallón sólo viven el jefe y el que traza estas líneas.
__________
[1]
Virrey de Buenos Aires era Baltasar Hidalgo de Cisneros y de Lima, Fernando de Abascal (N. del E). Volver
[2]
Fernando Márquez de la Plata (N. del E). Volver

II. La Policía de Aseo y Seguridad
En este tiempo en que la viruela y sus estragos han alarmado, y con razón, a los habitantes de la capital, atribuyéndose su origen exclusivamente a las condiciones higiénicas de la ciudad, no hemos podido menos que recordar el modo de ser de este mismo pueblo a este respecto, hace más de medio siglo, sin que, a pesar de lo que vamos a referir, hayamos presenciado en nuestra larga vida algo parecido a lo que ahora estamos experimentando, no obstante las inmensas mejoras que hemos alcanzado de cuarenta años a esta parte.
Nuestros lectores verán si tenemos o no motivo para dudar de lo que con tanto aplomo se afirma como inconcuso.
La Plaza de Armas no estaba empedrada. La Plaza de Abasto, galpón inmundo, sobre todo en el invierno, estaba en el costado oriente. El resto de la plaza hasta la pila, que ocupaba el mismo lugar que ahora, pero de donde ha emigrado el rollo, su inseparable compañero, hace más de cuarenta años, el resto de la plaza hasta la pila, decimos, estaba ocupado por los vendedores de mote, picarones, huesillos, etc., y por los caballos de los carniceros. Ya pueden considerar nuestros lectores cuál sería el estado de esta plaza que sólo se barría muy de tarde en tarde, no por los que la ensuciaban, sino por los presos de la cárcel inmediata, armados de grandes ramas de espino que no hacían más que levantar polvo, dejándola en el mismo estado, pero produciendo más hediondez, como era natural.
No hace cincuenta años, la comida para los presos de la cárcel se hacía frente al mismo pórtico de ese edificio, y los grandes tiestos en que se confeccionaba, la ceniza y demás restos de esta operación jamás desaparecían de ese lugar.
A esto hay que agregar una ancha acequia que atravesaba, como  ahora, toda la plaza. Esta acequia, descubierta en su mayor parte, sin corriente, y no siendo de ladrillo, proporcionaba más facilidad para la aglomeración de cieno. Lo que había en sus orillas no necesitamos decirlo, pues para los vendedores no había otro lugar de descanso, de tal modo que, cuando el sol calentaba se levantaba un humo denso producido por las evaporaciones de las inmundicias acumuladas allí.
De oriente a poniente, y a cinco metros de distancia de la pared norte de la plaza corría otra acequia, cubierta de una losa en toda la extensión de esa cuadra. Toda ella ocupada por los vendedores de hojotas.
Allí acudían los que usaban este calzado, que entonces eran muchos, por su bajo precio: un real. Las hojotas viejas quedaban donde se compraban las nuevas; y esta arma arrojadiza suministraba a los muchachos un elemento para empeñar todos los días festivos esas guerras de hojotas, a las que jamás faltábamos, por la inmediación de nuestra casa al campo de batalla.
Con este calzado vimos salir a nuestro ejército, unido al argentino [1], que marchó a dar independencia al Perú, en 1820, a las órdenes de San Martín.
Esto era la plaza principal, evitando otros detalles nauseabundos. La calle más inmediata, al oriente, la de San Antonio, sería largo de describir; seremos tan sucintos como nos sea posible.
En la cuadra en que está el costado poniente del Teatro Municipal había una letrina. Entonces no era conocido el nombre “Para Todos”, que, sin ser más limpio, quiere decir lo mismo. Dicha letrina sólo servía para Indicar que a sus inmediaciones se podían evacuar ciertas diligencias, pues no era, posible pasar por esa vereda sin gran peligro, y aun así, con las narices tapadas.
Continuando al norte, había otra letrina a los pies de la casa, que es ahora de don Melchor Concha [2] . Sus condiciones eran aún peores que las de la anterior por su inmediación a la plaza.
Más al norte aún, y llegando a la cuadra que está entre la calle de las Monjitas y la de Santo Domingo, y a una de esa plaza, la cosa era más seria. Toda la vereda del poniente estaba obstruida por basuras y por otras cosas peores. Lo que vamos a referir dará una idea a nuestros lectores, si han llegado hasta aquí, de lo que era esa calle.
Un día que pasábamos por allí advertimos, medio enterrados, dos trozos de madera labrada. Tomamos sus extremos, y, al levantarlos, nos encontramos con una escalera de cuatro o cinco metros de largo, cubierta apenas con basuras. Esta escalera, según los comentarios de los transeúntes, debía pertenecer a ladrones que, para servirse de ella, no necesitaban llevarla a su casa, siendo aquel lugar seguro y más próximo para sus expediciones nocturnas.
Decir que en esta calle, aunque en menor escala que en otras, abundaban los perros, gatos y otros animales muertos, que nadie se encargaba de recoger, nos parece inoficioso. Una mañana apareció un burro con una pata quebrada, tendido en el crucero que formaban las calles San Antonio y Santo Domingo, en la casa que es ahora del señor Santa María. Como entonces no eran las calles de lomo de toro, en esos lugares había cieno permanente. El burro se tendió allí, quizás acosado por la fiebre. Los muchachos de las inmediaciones le dábamos de comer y beber; pero al cabo de algunos días nuestro enfermo murió. Allí se extinguieron sus restos, sin que ningún buen vecino, ni la policía, de que no se conocía ni el nombre, se tomara el trabajo de hacerlo arrastrar al río, última morada de sus iguales o parecidos.
Continuando por la misma calle, al norte, nos encontramos con la de las Ramadas, tapada hasta hoy, al poniente, por una pared del convento de Santo Domingo [3] . Allí, por un derrame de una acequia inmediata, se formaba, decimos mal, había en permanencia una laguna pestilencial cubierta con las yerbas que produce toda agua detenida. Su hondura no permitía el paso de ningún carruaje y sólo la atravesaba gente de a caballo. Estaba justamente frente a la casa de esquina, que era entonces de un señor Carrera [4] .
Por último, tomando a la derecha, en dirección al río, nos encontramos con nuestra soberbia Plaza de Abasto, sin rival en el mundo, según los viajeros: lo que no es un elogio para nuestra Municipalidad, pero que pesará por muchos años en su caja, o más bien, en la de los contribuyentes.
Esta plaza tenía entonces un destino muy diverso, a pesar de su inmediación al río, eterno depósito de toda clase de inmundicias. Allí se arrojaban todos los desperdicios de las habitaciones inmediatas, y cuando, en 1818, se dio una temporada de toros, última vez que se efectuó esta diversión, fue preciso emplear mucho tiempo en disponerla para ese objeto. El nombre que entonces tenía, y que con trabajo han olvidado los viejos, era “el basural”. Esto lo dice todo.
Cuando, en 1817, entró a Chile el Ejército de los Andes, se encargó a los soldados de los dos batallones que quedaron en Santiago de vigilar sobre las personas que hacían sus diligencias en la calle, obligando a pagar a los infractores cuatro reales en un caso, y un peso en el otro... Los Talaveras habían sido más estrictos, y tanto, que obligaban a los infractores a llevar al río el cuerpo del delito, sin valerse de ningún tiesto... [5] .
La Alameda, orgullo de nuestra capital, no era otra cosa, antes del año de 1820, desde San Francisco hasta San Miguel, que un inmenso basural, con el adorno inevitable de toda clase de animales muertos, sin excluir caballos y burros.
En consecuencia de lo que hemos dicho respecto al estado de aseo de nuestra población, ya supondrán nuestros lectores que no teníamos los ochocientos baños públicos de la Roma Imperial. Contábamos con el Mapocho, que en toda su extensión hacía las veces de aquéllos, que a ciertas horas del día en verano reunía gentes de toda clase que recreaban la vista de los paseantes, por su completa desnudez.
En este ramo no había más policía que un lego de Santo Domingo, fray N. Roco, que, acompañado de un hombre armado de una varilla, perseguía a los muchachos que ordinariamente se bañaban en un albañal del río que daba agua a una pila del convento.
Había otro baño público más reducido, pero más cómodo por su situación. Ocupaba el mismo lugar en que ahora se encuentra la columna de los historiadores Tocornal, Benavente, García Reyes y Sanfuentes, que, en la calle de las Delicias, da frente a la del Estado. Los derrames de la acequia, que entonces no era de cal y ladrillo, formaban una laguna cenagosa, que en verano era frecuentada a toda hora por hombres y niños que se bañaban con toda confianza y sin que nadie los incomodara.
Los baños de cal y ladrillo no fueron conocidos hasta que Alexandry abrió, por los años 20 o 21, un pobre establecimiento de este género tras el cerro de Santa Lucía, en la calle de Mesías con agua sucia. No necesitamos decir que, respecto a baños tibios para el público, no fueron conocidos en Santiago hasta que los estableció Dinator, en el actual reñidero de gallos, después del año 1830.
El Cementerio sólo se estableció el año 1819, si no estamos equivocados [6]. Los pobres de las últimas clases eran sepultados en el Campo Santo, situado en el extremo sur de la calle de Santa Rosa [7]. La inmensa mayoría del resto de la población recibía este servicio en las iglesias, sobre todo en una pequeña capilla situada en la calle del Estado, al costado oriente de Santo Domingo y al norte de la casa que es ahora del señor Besa. Esta capilla pertenece ahora a las monjas de la Caridad. Allí se sepultaba invariablemente a los reos que eran ejecutados en la plaza principal o en el Basural. Sepultábase también en la huerta de la capilla. Todo ello a una cuadra y media de la plaza principal.
Esta circunstancia nos recuerda la observación de Chateaubriand, a saber: que cuando en Francia se dejó de sepultar en las iglesias, y sólo se hizo en los cementerios, no se notó ninguna diferencia en el estado sanitario de las poblaciones.
Para nosotros, testigos presenciales durante nuestra vida de lo que hemos referido, no es cosa probada que el desaseo sea la causa única de la actual epidemia, como se afirma; pero no creemos tampoco que ésta circunstancia sea un motivo para gozar de buena salud.
Por lo demás, la viruela [8] que nos aqueja ha puesto de manifiesto otras pestes. La vanidad y otras miserias más perniciosas han encontrado ocasión para manifestarse, y hemos visto sin asombro a ciertas personas embocar la trompeta farisaica para hacer sonar sus notas más agudas y penetrantes a fin de notificar al público los servicios que prestan.
__________
[1]
El grueso del contingente era, efectivamente, chileno. (N. del E). Volver.
[2]
El Nº 15 de la calle Huérfanos. Volver.
[3]
Tapada hasta el año 1885. Volver.
[4]
Don Francisco, complicado, según rumores en el asunto del Escorpión. En las paredes exteriores de esta casa había escrito muchos ceros y estos versos: “Al que cuente estos millones/ participo la mitad,/ porque en su necesidad/ tenga el dinero a montones”. Volver.
[5]
Tampoco lo hicieron mal, al respecto, don Diego Portales, con los caballeros que acostumbraban a descansar en las gradas del costado de la Catedral, y el Intendente, en Valparaíso. Volver.
[6]
El cemeterio se estableció en 1821. (N. del E). Volver.
[7]
En San Francisco hubo en lo antiguo, un campo santo, en el espacio que mediaba entre la base de la torre y la puerta del norte (o trazo derecho de la cruz que entonces formaba el cuerpo de la iglesia). Volver.
[8]
Sobre la vacunación se podrán encontrar interesantes datos en la Aurora de Chile (N. del E). Volver.

III. La Escuela Primaria
El año de 1812 había una escuela en Santiago, cuyo número de alumnos pasaba de 300. Era gratuita, y, sin embargo, concurrían a ella niños de las familias más notables. Sin pertenecer a esta categoría, estudiábamos en ella. Cuando decimos estudiábamos, se entiende que hablamos de catecismo, lectura, escritura y las cuatro primeras operaciones de aritmética: no se enseñaba otra cosa. Los que querían hacer estudios más importantes ocurrían a otros establecimientos regidos por particulares o por religiosos que se consagraban en sus respectivos conventos a estas funciones. Aún no se habían instalado el Convictorio de San Carlos ni el Instituto.
Se fundó también en ese tiempo un establecimiento que se llamó la Academia.
Entonces, como ahora, la antigüedad clásica suministraba el título a estos establecimientos, con la diferencia de que en Atenas no había más que un Liceo, y ahora nosotros tenemos uno en cada provincia. Aristóteles debe estar de parabienes...
Nuestra escuela estaba situada en la calle de la Catedral, a cuadra y media de la Plaza de Armas, en un gran salón del antiguo Instituto, del que ahora ocupa una parte el edificio del Congreso.
Permaneció en ese local hasta fines de 1814, en que fue ocupado, con el resto, por el Batallón de Talaveras, hasta después de la batalla de Chacabuco, época en que se dio al Batallón Nº 8 de los Andes.
Esta narración, por consiguiente, se refiere al período transcurrido desde 1812 hasta 1814. Un año después dimos por terminada nuestra carrera escolar.
El maestro (este título que llevó Jesucristo se encuentra muy modesto en el día y se le ha reemplazado por el de preceptor, institutor, apóstol, etc.), el maestro, decíamos, se llamaba fray Antonio Briseño, lego mercedario de figura imponente; cara angulosa y pálida, boca de oreja a oreja, nariz de podón, ojo escudriñador e inteligente. Toda la escuela se alegraba cuando se le veía sonreír con algún extraño, pues con sus discípulos jamás sucedía esto. Un gorro negro, más o menos sumido, nos advertía del estado de amabilidad en que se encontraba. Por lo demás, de costumbres ejemplares.
A esta escuela asistían niños de los barrios más apartados de la ciudad. No eran tan exigentes como ahora, que quieren que la escuela esté en la puerta de la casa. Y es de advertir que entonces era la asistencia doble: la primera a las siete u ocho, según la estación, y la segunda invariablemente a las dos de la tarde.
Exceptuando la enseñanza y la tinta, todo lo demás era de cuenta de los alumnos. En cuanto a las plumas, sólo se conocían las de ave. Estas, el papel y los libros valían cuatro veces más que hoy.
La operación de tajar las plumas ocupaba la primera hora de la mañana, para lo que el maestro, ayudado de un alumno, se colocaba a la entrada de la escuela, a fin de hacer diariamente aquella operación en todas las plumas de los que escribían.
La escuela estaba dividida en dos secciones, no por el grado de adelantamiento ni por la clase de estudios, sino por la categoría social a que pertenecía el niño. Los más distinguidos en este sentido ocupaban los dos lados del salón más próximos al maestro, que tenía su asiento en la testera. Los menos favorecidos de la fortuna tenían lugar también en ambos lados, a continuación de la primera clase.
Un día en que, según nuestros recuerdos, habíamos hecho cierta travesura, me dirigió fray Antonio estas palabras: “¡Zapiola pase usted a la segunda!”. Al recibirme en la escuela, el maestro me había colocado en la primera, a causa, sin duda, de verme con medias (cosa poco común en los niños de entonces) y decentemente vestido; pero es probable que algún soplón pusiera en su noticia que el tal Zapiola no pertenecía al orden ecuestre y que debía ir a la segunda, al lado de los suyos...
Banda de Santiago, con alusión al apóstol, se llamaba la doble fila de la derecha; y banda de San Casiano, la de la izquierda. Poco antes habían llevado los nombres de Roma y Cartago.
Los alumnos más adelantados o de mejor conducta recibían un pequeño cuadro de papel con calados y dibujos, que se llamaba parco. El objeto de este papel era que cuando el poseedor cometiera alguna falta, al recibir el castigo, lo presentara para quedar libre. Había parcos de distintas categorías, para distintas clases de faltas; a veces, cuando ella era muy grave, el maestro lo rompía y el delincuente recibía su merecido, sobre todo cuando lo había obtenido por compra, lo que era corriente. Los más caros eran de dos o tres reales.
En el día es cuestión muy debatida la clase de penas que debe aplicarse a los niños por sus faltas. En ese tiempo estaban en uso cuatro castigos: arrodillarse, el guante, la palmeta y los azotes. El primero, considerado como el más suave, era más común. El guante se aplicaba con alguna frecuencia, pero en poco número. La palmeta tenía lugar para las faltas de más consideración. Era bastante dolorosa, pues este instrumento consistía en un pequeño círculo de madera agujereado y con un mango, de cuya punta lo tomaba el que aplicaba el castigo, que rara vez excedía de cuatro o seis golpes en la palma de la mano. Por último, venían los, azotes, que sólo se aplicaban en casos muy graves, con todas las precauciones posibles para evitar la humillación del paciente. Esta pena era muy rara y siempre tenía lugar fuera de la vista de los otros alumnos.
Felizmente, los azotes han desaparecido de la escuela; sólo falta que se les proscriba de todas partes...
La mayor parte de estos castigos han sido reemplazados por otros; uno de los más comunes es en el día el encierro. Esta pena presenta en muchos casos grandes inconvenientes para los preceptores; pero, aun cuando así no fuera, bastarían sólo las consecuencias que de ella resultan en muchos casos para rechazarla como la más funesta...
Francamente, somos partidarios del guante.
Lo hemos aplicado en nuestra larga vida de profesor de bandas de música sin ningún inconveniente, casi, hemos dicho, con excelentes resultados.
Responde de esto el considerable número de artistas de mérito conocido y de excelentes ciudadanos que hemos formado en esta enseñanza. Nos gloriamos de poseer un corazón, no sólo inclinado a la clemencia por nuestros semejantes, sino por todo ser sensible. Lo esencial es la prudencia del maestro, pues el castigo más suave, mal aplicado, puede convertirse en una humillación y un suplicio para el alumno.
Las declamaciones de filántropos reclutas y de pedagogos aficionados no tienen más mérito que el estilo campanudo en que se hacen.
Los sábados había remate en nuestra escuela, como en todas, que no eran muchas. Este consistía en salir al medio del salón dos alumnos, uno de cada banda, a examinarse, al tenor del  catecismo de la doctrina cristiana, apuntándose el número de malas contestaciones para castigarlas en proporción. Estos remates solían tener lugar en la plaza principal, los sábados en la tarde.
El público concurría en gran número, aplaudiendo a los niños que lo hacían mejor.
Las planas de escritura se presentaban diariamente, y el maestro estampaba en ellas las siguientes anotaciones: S., siga; I. L. M. imitar la muestra; B., buena; M., mala. Estas clasificaciones daban lugar a correcciones proporcionadas. Venía, por fin, la temible A., azotes. Este calificativo era muy raro, como lo era efectuar su consecuencia.
Los sábados se presentaban las mejores planas escritas en la semana. El maestro escogía dos o tres alumnos de cada banda, y mandaba a los mismos contendores a las tiendas de comercio para que fueran calificadas por los comerciantes, a quienes se suponía jueces idóneos e imparciales en la materia. El juez daba el fallo con su firma al pie. Los tenderos prestaban gustosos este servicio, porque su negocio no era tan activo que se lo impidiera.
Entonces no eran, ni con mucho, tan frecuentes los calduchos, palabra nueva; pero la Guerra de la Independencia, en los años 13 y 14, nos proporcionaba gran abundancia de ellos.
Como, según los partes de nuestro ejército, todos los encuentros y batallas eran para nosotros otras tantas victorias, al llegar a Santiago esas noticias las campanas nos advertían que muy luego se presentaría un soldado en la escuela con la orden para el maestro de dar asueto a los niños. Cuando, en estos casos, el soldado tardaba o no venía, algunos alumnos se lo proporcionaban mediante cierto expediente [1] .
Ordinariamente, dos o tres días después, empezaban por lo bajo a circular rumores que ponían en duda la certidumbre de la victoria, y antes, de una semana, los sarracenos, más bien servidos que el Gobierno en esta parte, daban como averiguado que la cosa había sido al revés, y que el único motivo para tanto repique era que el ejército real se retiraba después de derrotar al nuestro. El asueto no había tenido menos efecto por eso.
No hemos necesitado un Capefigue que desmienta o ponga en duda nuestras victorias, pues la lectura atenta de nuestra historia nos habría puesto al corriente del asunto si antes no lo hubieran hecho los actores y testigos de esa época.
El barrido de la escuela se hacía los sábados por la mañana, después de retirarse los alumnos.
No todos barrían, porque la igualdad ante la ley no se observaba entonces más que ahora.
La escoba consistía en un manojo de manzanilla ordinaria, de poco más de medio metro de largo, amarrado por un extremo.
El roce de esta yerba con los ladrillos producía un olor insoportable de que sólo se puede formar una idea comparándolo con el de la mostaza más vigorosa. Este olor producía entre los barrenderos una tempestad de toses, estornudos y otros ruidos análogos...
En cuanto a libros, si se exceptúa el catecismo, cada uno se ejercitaba para la lectura en el que podía proporcionarse. Generalmente eran libros piadosos. Los impíos e inmorales no empezaron a circular en Chile hasta el año 20, a muy alto precio. Las Ruinas de Palmira un tomo en 4º, se vendía al principio a 30 pesos. Vivo está un con discípulo nuestro que lo vendía en su tienda más tarde, con una gran rebaja, a onza de oro [2].El Contrato Social, diminuto volumen en 8º, lo compramos y vendimos; después de leerlo, en 4 pesos. Con un oficial de ese tiempo, que ahora es general [3], nos arreglarnos para comprar El Origen de los Cultos (compendio) en 12 pesos, dando cada uno la mitad. Las obras inmundas de Pigault, Lebrun, Parny, etc.; no eran más baratas.
Rousseau dice: “Plutarco es mi hombre”. Nosotros podíamos decir entonces: “Rousseau es el nuestro”. La Profesión de fe del Vicario de Saboya, tan extensa como es, la sabíamos en gran parte de memoria.
La lectura de estos libros, y de otros más o menos impíos y abominables, dieron cuenta de nuestras creencias; pero Dios quiso más tarde alejarnos, mediante otras lecturas, de la senda que conduce fatalmente al chiquero de Epicuro.
Si tal escasez de libros había el año 20, cuando comerciábamos con todo el mundo, ¿qué sería ocho o diez años antes, en que sólo se acercaban a nuestros puertos, es decir, a Valparaíso; los buques españoles, y en que recibíamos por tierra, de Buenos Aires, algunos escasos efectos?  Lo que es librerías, puede decirse que no eran conocidas, si no se da este nombre a tal o cual tienda, de españoles siempre, donde, entre los géneros, se divisaba uno que otro volumen. Un hecho hablará más claro que nuestras observaciones. Cuando, en 1813, se abrió el Convictorio de San Carlos, preludio del Instituto, que se instaló pocos meses después, el Gobierno, dirigiéndose a los padres de familia, les decía: “El Gobierno tiene destinadas personas que, con la mayor seguridad y actividad, proporcionen libros elementales e instrumentos científicos a todos los que quieran comprarlos en Buenos Aires o en Europa para Instrucción de su familia”.
Había también en la escuela un personaje de que no hemos hablado: el emperador. Este empleo recaía siempre en algún alumno que había pasado, por todos los puestos subalternos. Era llamado cada vez que había que hacer algo de importancia dentro o fuera de la escuela, y en las ausencias del maestro, lo reemplazaba, pues el sota-maestro (ahora se llama ayudante), o no lo había o funcionaba en cortas temporadas. El emperador de esa época era don Cayetano Briseño, algo entrado en años, vestido con cierto lujo poco común, sobre todo para las personas de su edad: tendría 20 años.
Jamás vimos a un alumno, ni de los más encopetados, dirigir a maestro ni a ninguno de sus condiscípulos que ejercían alguna autoridad, palabras poco respetuosas ni aun oponer una resistencia obstinada al aplicársele algún castigo. No habíamos llegado a los tiempos felices en que los niños, antes de salir a la calle, encienden su cigarro, y el que no lo ha hecho, detiene al primer hombre barbado que encuentra para pedirle fuego. Verdad es que ya se acercaba la época en que un Presidente de la República, liberal, por supuesto, regalaría a un niño de 18 años, alumno del Instituto, por sus buenas disposiciones, las obras completas de Voltaire, como libros de estudio y recreo...[4].
Para terminar (y ya es tiempo) pondremos a continuación los nombres de los pocos alumnos de nuestra escuela que aun viven; lo haremos por orden alfabético, pero sin la malicia chasqueada de los fabricantes de la última lista municipal de 1871.
Acevedo, don Domingo.
Camaño, don Cayetano.
Correa de Saa, don Domingo.
Correa de Saa, don Juan de Dios.
Gandarillas, don Santiago.
Gandarillas, don Juan José.
Gandarillas, don Juan de la Cruz.
Marín, don Ventura.
Sessé, don José María.
Vicuña, don Pedro Félix.
El autor de este artículo.
Antes de despedirnos de nuestro maestro y de nuestros condiscípulos, haremos saber a nuestros pacientes lectores que, al organizarse por primera vez el Instituto, fue nombrado aquél – ¡que horror!— catedrático de primeras letras. Un motilón sentado en fila con el senador Ruiz Tagle, con seis doctores, entre los cuales se contaba el Sieyés de esa época: don Juan Egaña. ¡Y esto sucedía en tiempo en que nadie había oído pronunciar la palabra democracia!
Si ahora se repitiera aquel escándalo, es seguro que nuestros flamantes doctores harían coro a los niños del Instituto para maldecir al Arzobispo, a los clérigos y a los inevitables jesuitas, que nosotros denunciamos como autores de la sequedad del tiempo y como introductores de la viruela ¿Por qué no han de tener también la culpa de estos males que nos aquejan, ellos que tienen la culpa de todo?
__________
[1]
Compraban a algún soldado que llevase la orden a la escuela; buscaban a los de más consideración que entonces eran los Dragones.Volver.
[2]
Don Santiago Gandarillas. Volver.
[3]
Don Justo Arteaga. Volver.
[4]
El Presidente fue don Francisco Antonio Pinto y el alumno don Francisco Solano Pérez. Volver.
IV. Cafés, Fondas y Chinganas
El que escribe estas líneas empezó a conocer estos lugares en 1819, a la edad de 17 años. Por estas fechas ya caerán en cuenta nuestros lectores que cuando vinimos al mundo “este siglo tenía dos años”.
Por nuestras indagaciones hemos calculado que los cafés fueron conocidos en Chile poco antes de 1808, pero bajo el nombre de trucos, con alusión a un juego muy parecido al de billar, que sólo se introdujo en Santiago en el año de 1812 ó 1814.
Estos establecimientos son más antiguos en Lima. El primer café se instaló en el año de 1775, media cuadra al oriente del templo de Santo Domingo.
Hace algunos años ha desaparecido con el edificio en que estaba.
Uno de estos cafés (no había más que dos) estaba situado en la plaza principal, en el mismo lugar que ahora ocupa el Casino del Portal Fernández Concha. Los altos con vista a la plaza, y que estaban en un cuerpo, constituían el mejor salón para los concurrentes. Este salón servía de comedor, de centro de tertulia y de sala de juegos de Carteo.
Los tales altos se elevaban poco más de tres metros del suelo. Esto es tan cierto, que, en el terremoto de 1822, que nos sorprendió en ese lugar, vimos gran número de personas descolgarse por ellos a la plaza, sin que ninguno recibiera daño de consideración. Al cuartito, a que acabábamos de llegar en ese momento en busca de un amigo, le viene como de molde la descripción que hace Goroztiza de un garito español, y que deben conocer muchos de nuestros lectores, por lo que sólo copiamos el principio:
En un ahumado aposento,Anegado en porquería,He visto en un solo díaLo que no vería en ciento.
Allí se jugaba al monte sin que las impertinencias de la policía (este nombre es posterior a esa época) incomodaran a los aficionados. Ya supondrán nuestros lectores que en esta materia no hablamos a humo de paja...
A pesar de la falta de vigilancia y de celo para perseguir el juego, no faltaba su correctivo, que consistía en una multa que se imponía a los dueños de casa que permitían juegos prohibidos, pero que sólo tenía efecto en casos raros y análogos al que vamos a referir.
Un amigo nuestro, compañero de profesión [1], solía, de tarde en tarde, escurrirse en las tertulias (así se llamaban las casas de juego), como ahora, sin más gasto que el de un trompo, se llaman filarmónicas los salones de baile. Cuando perdía, se retiraba sin decir nada. Al día siguiente se presentaba la mujer reclamando del dueño de casa lo que había perdido el marido, y lo que no había perdido también. Todo era cubierto por miedo a la multa y a sus consecuencias.
En dicho café se jugaba, desde mediodía hasta cualquier hora de la noche, malilla, mediator, primera y báciga. En cuanto al monte de baraja (pues no era conocido el de dados), siendo uno de los entretenimientos más productivos para el dueño de casa, no tenía horas limitadas.
Había una detestable mesa de billar, alumbrada por cuatro velas de sebo, que eran las únicas que se conocían, colocadas en dos cruces que pendían del techo sobre la mesa. En los intervalos en que no se jugaba se apagaban las luces, menos una, para no dejar en tinieblas a los concurrentes. Esto duraba mientras no se armaba otro partido. Los tacos con suela y tiza no se usaban aún, lo que daba lugar a ciertos expedientes que eran de uso forzoso. Antes de jugar nos apoderábamos de la lima para emparejar la punta del taco. La tiza la suplíamos de un modo muy ingenioso: la punta limada la apoyábamos en la pared —que nuestros lectores supondrán no era empapelada, pues hasta entonces era desconocido este adorno—- y le dábamos vuelta como a un molinillo. Esta maniobra, que también se hacía en los ladrillos del piso, si suplía la tiza, llenaba la pared de agujeros; pero al fin satisfacía una necesidad a gusto de todo el mundo. Los filos del taco, como es natural, se prestaban admirablemente para romper el paño. Debemos añadir que éste no era como ahora de una sola pieza, puesto que, siendo el que se usaba del ancho ordinario, había que añadirlo, de suerte, que en un costado de la mesa había una costura que tomaba todo el largo, haciendo perder la dirección a la bola cuando era impulsada con poca fuerza. Los efectos del taco con suela solo fueron conocidos el año 32, cuando vimos jugar al señor Barré, profesor de piano.
Las mesas de billar tenían invariablemente un adorno. Este era un rodapié que cubría las patas y el interior, y que prestaba un servicio útil. Tras este rodapié se guardaban las camas del billarero y de los mozos del servicio, de lo que resultaban ciertos inconvenientes, que ya sospecharán nuestros lectores... Este café había pertenecido a Jaramillo, su fundador; pero en nuestro tiempo era de Dinator.
El otro café, situado en la calle Ahumada, frente a la puerta del que fue pasaje Bulnes, pertenecía a don Francisco Barrios, español de cuño antiguo y de bondad proverbial. De pobre aspecto y de menos dimensiones que el anterior, era frecuentado siempre, sin embargo, por la gente de tono. La sala de malilla, que era la más concurrida, se hacía a  veces insoportable por la fetidez que despedía la acequia interior que la atravesaba. Tenía cierta analogía con el café de Bodegones de Lima, que, como es sabido, sólo tiene por parroquianos a los viejos. Concluyó arruinando a su dueño el año 25 ó 26. En cuanto al anterior, fue suspendido tres o cuatro años después, con buenas utilidades para Dinator, que emprendió en el Tajamar la construcción de la Cancha de Gallos.
En 1822 los señores Rengifo y Melgarejo abrieron un gran café en la calle de la Catedral, a dos cuadras de la Plaza de Armas, en la casa que ahora pertenece a don Fernando Errázuriz [2]. Las numerosas y grandes ventanas que caen a la calle de Morandé, que aún se conservan, fueron colocadas entonces. Se estableció allí mismo una especie de escuela de baile dirigida por don Manuel Robles, autor de la antigua Canción Nacional. Como compensación del trabajo del señor Robles, cada concurrente a ese salón contribuía con un real, con el cual se pagaba también una buena orquesta. Este café hizo gran ruido, pero dos años después fue cerrado con pérdidas considerables para sus empresarios.
Tres años más tarde se instaló el Café de la Nación en la Plaza Principal, en el centro de la cuadra que hoy ocupa el Portal San Carlos. Su primitivo dueño fue don Rafael Hevia, muy conocido en esta clase de negocios, y que se trasladó a ese lugar, suspendiendo un cafecito situado en la calle Compañía, a media cuadra de la plaza, que con todo aplomo ostentaba una tabla en su frente que decía Café Serio del Comercio. El público, sin embargo, jamás pudo olvidar su nomberé primitivo, que, con alusión a la fragancia que se sentía desde la calle, lo había llamado “fonda de los m...”   Este nombre bien podían llevarlo todos los establecimientos de esa época, pues, como utensilio indispensable, tenían siempre en el primer patio uno o dos cancos, que estaban destinados a prestar ciertos servicios a los parroquianos y transeúntes.
El mismo Hevia abrió el año de 1831 un café en la plaza, en el lugar que hoy ocupa el Palacio Arzobispal. Era el más bien montado que se había visto en Santiago; pero diez años más tarde se cerró por falta de concurrencia. El servicio para refrescos era de plata.
Por fin, y para concluir con esta reseña, el año de 1831 se abrió otra casa con el titulo de Café de la Baranda, en la calle de las Monjitas, a una cuadra de la Plaza de Armas, en la casa que es ahora de don Pedro Marcoleta. En este café, que sería llamado por los parisienses Chantanthabía canto, con acompañamiento de arpa y guitarra, ejecutado por varios artistas de primer orden, entre los que deben contarse a las inolvidables Petorquinas, de que luego hablaremos.
En sus salones se jugaba lotería. Como antes se había hecho en el café de Dinator. Este juego era el favorito de los empresarios, por una razón muy sencilla. De cada peso de la suma a que ascendía cada lotería, la casa sacaba un real. Ya calcularán nuestros lectores que con este sistema, a las pocas jugadas, el dinero casi en su totalidad pasaba como por encanto al bolsillo del dueño de casa. Esto justificaba un refrán muy repetido entonces: De enero a enero, la plata es del lotero.
No hemos olvidado, ni tampoco algunos de nuestros contemporáneos, cierto descubrimiento ingenioso del empresario aquél. Para apuntar los números que se iban pregonando, se ponían sobre las mesas varios pequeños montones de granos de maíz, con los que se cubrían los números que a cada uno le tocaban. Por distraerse, o no sabemos por  qué otro motivo, los jugadores se echaban los granos a la boca y después de mascados se los comían o los botaban. El lotero, que cada vez que terminaba el juego notaba considerable disminución de aquel cereal, recurrió a un expediente que, si no acredita su aseo, prueba sus instintos económicos. El maíz, que debía servir en la noche, ya que no se jugaba de día, era puesto a remojar en cierto líquido que, por respeto a narices del que nos lea, no nombraremos, lo secaba en seguida y formaba sus montones como de costumbre. Los aficionados cayeron en cuenta, no sabemos si por el sabor o por el olfato, de la operación, y dejaron de comer maíz.
Ya que hemos hablado de fondas, recordamos que había en esos tiempos las siguientes, a más de las antes mencionadas: la de Lampaya, que después fue de Chena, en la calle de la Catedral; y la del Tropezón, llamada así, sin duda, por estar a la subida sur del puente grande. Estas fondas, sin una sola excepción, tenían gran número de covachuelas, con la capacidad apenas necesaria para dos personas.
Los braseros para encender cigarros eran de piedra de enlosar, de mucho peso y volumen, para evitar que se perdieran.
Había también otras dos fondas idénticas a las anteriores. A media cuadra de la plaza y en la calle del Estado una, la otra a la misma distancia, en la calle de las Monjitas. Los dueños, Águila y Hernández, las suspendieron el año de 1823.
Dicen que el número ternario se encuentra en todas las cosas: nosotros nos encontramos con él en nuestro caso: café, fonda y chingana son tres. Diremos algo sobre las últimas.
Las más antiguas que hemos conocido fueron, entre otras, la de ña Rutal y la de ña Teresa Plaza. Esta era la chingana jefe y la que de aquéllas duró hasta más tarde. En sus primeros tiempos estaba situada en una callejuela intermedia entre el Tajamar y la Cañada, ahora Alameda de las Delicias, frente a la pequeña pirámide, colocada a oriente del puente de la Purísima. Allí estaba el Parral, que tal era el nombre de esa famosa chingana, cuya reputación había atravesado los  Andes, por las relaciones de nuestros paisanos. Conocimos en Buenos Aires, en los años veinticuatro y veinticinco, entre otros, un notable cantante argentino, Viera, que nos repetía: "No tengo ganas de ir a Chile sino por bailar un zamba (baile en boga entonces) en el Parral".
Este individuo, que había sido antiguo oficial cívico, contaba como su más valioso blasón haber sido comensal de la señora doña Javiera Carrera, al custodiarla en su prisión en aquel pueblo.
El Parral traía su nombre, como su vecino El Nogal de un pequeño parrón bajo el cual tenía lugar el baile, principal atractivo de esa chingana. No crean nuestros lectores que allí había, como ahora se usa, un pequeño proscenio en alto donde se canta y baila. Entonces la concurrencia, cada vez que se iba a bailar, rodeaba a los bailarines para poderlos ver, lo que ocasionaba una confusión fácil de calcular. Advertiremos de paso que allí no escaseaba la gente de tono.
Las chinganas de esta especie y al aire libre sólo funcionaban durante el verano. Pero en todo tiempo las había en gran número y en todos barrios, y, si no nos equivocamos, hubo Ministro que con toda seriedad reglamentó el modo y los días en que debían funcionar [3].
Así se mantuvieron, más o menos decadentes, hasta el año 31, en que llegaron a Santiago las famosas Petorquinas, que hicieron en el arte una revolución más trascendental que la que ocasionaron en Italia los sabios emigrados de Constantinopla en el siglo XV. La capital se cubrió de chinganas, y en la Alameda, desde San Diego hasta San Lázaro, y en la calle de Duarte, en sus dos primeras cuadras, era rara la casa que no tuviera este destino. Algunos maliciosos de entonces, queriendo hacer de don Diego Portales, Ministro en esa época, un Maquiavelo de chingana, le atribuyeron el propósito de fomentarlas para distraer de la política al pipiolaje, recién caído del poder.
Las Petorquinas, así llamadas por el pueblo de que venían, eran tres. Se estrenaron bajo los hermosos parrones de los baños de Gómez, calle de Duarte [4]. La concurrencia de las familias más notables de Santiago era atraída no sólo por la perfección y novedad de su canto y baile, sino también por la decencia con que se expedían. Nadie, por otra parte, se habría atrevido a exhibir algo parecido a lo que hemos visto más tarde en nuestros teatros. ¡Aquel público era aún muy atrasado para ver y aplaudir el cancán!
En nuestra vida de café, desgraciadamente muy larga, nos encontramos con algunos tipos que aún no hemos olvidado. Recordamos tres en este momento: un santiaguino, un gallego y un andaluz. Este último era empleado público y muy entrado en años [5]. La escala, que es ahora de la Intendencia, conducía a su oficina. Sin exageración, puede decirse que no la subía en menos de un cuarto de hora. No era lo que ahora son muchos, sin tantos inconvenientes, jubilado. Su cena, ya que no almorzaba ni comía en el café, era una jícara de chocolate. Apenas lo veía el mozo sentarse a la mesa, le traía la servilleta y dos cuchillos. Mientras llegaba el chocolate, nuestro viejo se entretenía en afilar un cuchillo con otro. Llegaba el chocolate acompañado de un enorme pan, de la panadería de Fierro, y de los de a seis por medio. Al recibirlo don Joaquín lo dividía en dos mitades: sopeaba en la jícara con una y guardaba la otra en el bolsillo. Al día siguiente, a la misma hora, al servirse la jícara, sacaba del bolsillo el medio pan y se guardaba el pan entero. Este ya no volvía, al café, pues era reemplazado por otro nuevo, que pasaba por la misma operación.
El consumo de víveres y demás artículos no era caro. Dos hojas de bisteque (no sabemos escribirlo en inglés) valían medio real; una hoja con un huevo, medio real; un respetable trozo de huachalomo asado, un medio real; un par de huevos fritos, íd.; una gran taza de té, café o leche, íd. Los guisos costaban en la misma proporción. De suerte que el hombre que no quedaba satisfecho con el consumo de real y medio y dos reales, era preciso que fuera más exigente que Lúculo. Es verdad que los consumidores notaban a veces que la leche tenía un sabor muy pronunciado a sebo, y era fama que para evitar que se cortase, se derretía en ella una vela, pero de sebo limpio.
Para consuelo de nuestros lectores, les diremos que antes del año 30 visitamos a Buenos Aires, y después del 40 a Lima, en varias ocasiones, y que, según lo que allí hemos visto y oído, no eran allí las cosas de mejor data en esos tiempos; y si no fuera por no abrumarlos con nuestros recuerdos, les referiríamos lo que cuenta la Duquesa de Abrantes de lo que en esta parte era París, entre los años 10 y 14.
Una buena noticia...: vamos a concluir. Un día, el año 28 ó 29, contábamos con sorpresa, en el Café de la Nación, entre una y dos de la tarde, doce mesas de malilla, báciga, etc. ¡Esto en día de trabajo! Como término medio y calculando entre jugadores y mirones, computamos cinco personas por mesa; lo que nos da el número de sesenta personas desocupadas, por no decir jugadores. Como hace muchos años que dejamos de frecuentar estos lugares, conservábamos este recuerdo con desagrado y como un reproche para aquella época; pero hace poco tiempo entramos, también en día de trabajo, a las dos de la tarde, en uno de esos lugares y vimos que, de ocho mesas de billar que allí había, siete estaban ocupadas, con su respectivo acompañamiento de mirones. Entre todos, sesenta o setenta individuos, imberbes la mayor parte.
La ociosidad, pues, ha ganado terreno, y lo único que hay de nuevo es que lo que antes se llamó café o fonda, hoy se llama hotel o casino, y que el consumo de licores espirituosos ha progresado de un modo que espanta...
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[1]El señor Tovar, padre del presbítero don Manuel Nicomedes Tovar, que hoy vive. Volver.
[2]Antiguo noroeste de la intersección con la de Morandé. Volver.
[3]Don Mariano Egaña. Volver.
[4]Sobre su puerta de entrada había esta inscripción: “Leche de burra que alarga la vida y conserva la juventud”. Volver.
[5]El primero era don Carlos Ríos; el segundo, don Felipe Rodríguez, que murió de lego en la Recoleta Franciscana, y el tercero, don Joaquín Acevedo.Volver.

V. Música, Teatro, Baile
No hace más de setenta años que la música en Santiago consistía en cincuenta o sesenta claves repartidos entre las casas pudientes de esta ciudad; veinte o treinta arpas, incluso las de las chinganas, e innumerable cantidad de guitarras. A esto debemos agregar algunas espinetas, especie de clave pequeño, pero no de menos áspero sonido. El salterio era aún más escaso. No hemos conocido más que uno el año 20, tocado con cierta perfección  por una señorita Román. Tenía mucha semejanza con la lira, pero era de más recursos y sonoridad. Se tocaba con uñas artificiales, y sus cuerdas eran de alambre.
En los últimos años del siglo anterior llegaron de España los dos primeros pianos que se conocieron en Chile. Se hicieron venir para el señor don Manuel Pérez de Cotapos, el uno, y para la señora doña Teresa Larraín Guzmán, el otro. El primero de estos pianos se encuentra en la hacienda de Ocoa; el segundo, hasta hace muy pocos años, se hallaba en el Barrancón, fundo de los señores Cerda [1]. Ambos son de la fábrica de Juan de Mármol. Año 1792. Sevilla.
En algunas familias, sin embargo, se cultivaba la música en proporción a esos escasos recursos, y en nuestra niñez oímos hablar con entusiasmo de las tertulias de la señora Esterripa [2], de las señoras Orunas, Velasco y Muñoz, cuyas voces han dejado fama hasta nuestra época. En esos tiempos nadie había olvidado a Salinas y Barros, que habían hecho en el arpa las delicias de la antigua aristocracia. Con gusto recordamos a Cartabia, flautista orecchiante, y al portugués Juan Luis, comensal infalible del señor José Manuel Astorga, rascador de violín y maestro de baile, con quien más de una vez tuvimos el honor de tocar cuando aprendíamos.
Una noche en que el regente Ballesteros [Rodríguez Ballesteros, regente de la Real Audiencia] daba una de esas tertulias a que era tan aficionado, alguien nos llevó a ver por las ventanas del patio aquella reunión ceremoniosa; luego vimos llegar una mujer gorda y morena, brillante de lentejuelas, de pies a cabeza. Los tapados repitieron: “¡Bernarda!, ¡La Bernarda!” El regente, al verla, tomó una silla, la puso en un lugar conveniente y la invitó a sentarse.
Cantó en seguida y fue aplaudida furiosamente.
En los días siguientes oímos repetir a varias personas: “¡El regente pasó el asiento a la Bernarda!”
Este nombre se borró en seguida de nuestra memoria; pero cuando, muchos años después, llegamos a Buenos Aires, nos encontramos en una casa, vecina a la casa del señor don Gabriel Real de Azúa, con una hija y un nieto de la Bernarda, que había emigrado el año de 1814. Allí supimos que nuestra paisana había muerto después de haber sido muy aplaudida por aquel público, y recibido, como última ovación en el teatro, un gato muerto arrojado desde la cazuela.
El nombre del regente Ballesteros nos trae a la memoria un episodio de nuestra revolución del año 10.
Cuando, el 1º de abril de 1811, estalló en Santiago el movimiento contrarrevolucionario encabezado por el comandante Figueroa, se encontraba en esta ciudad don Manuel Dorrego, joven argentino que había venido, según oímos, a graduarse de doctor en leyes.
Su patriótico entusiasmo y sus relaciones con muchos de sus paisanos, que habían tenido una parte importante en la revolución de Chile, lo indujeron a solicitar un grado militar en ese día, en que podía prestar servicios importantes a la revolución.
Fue nombrado teniente, y se le dieron doce o quince hombres para que apresara al regente Ballesteros, momentos después de la fuga del comandante Figueroa de la Plaza de Armas.
Llegó Dorrego a la casa del regente, lo vimos, y encontrándola cerrada, hizo caer la cerradura con un balazo; pero inútilmente porque no encontró al que buscaba, a pesar de estar oculto en la misma casa.
Dorrego estaba llamado a representar un notable papel y a morir en el patíbulo por orden de un compañero de armas: el general Lavalle.
Se han hecho grandes elogios de su elocuencia. Pudimos oírlo en las cámaras de su país; pero no tuvimos esta fortuna.
El balazo del fusil se conserva en la puerta, de que es poseedor el señor don Nicolás Barros Luco, en su hacienda de Lampa.
La casa mencionada está situada en la calle de Santo Domingo, número 38.
La orquesta de la Catedral, pues no había otra, constaba de ocho instrumentos, incluso el órgano, tres voces y el maestro de capilla. Cuando funcionaba fuera de esta iglesia, se anunciaba está novedad con gran júbilo de los devotos y aficionados.
Nada decimos del teatro, porque entonces, como ahora, los espectáculos escénicos no eran artículo de primera necesidad para nuestro público. Se observa, sin embargo, que los teatros aumentan mientras que la afición disminuye. Las continuas quiebras de las empresas explican este fenómeno.
Los instrumentos de cobre eran desconocidos entre nosotros. La corneta, el clarín, etc., viejos ya en todas las colonias españolas, aún no habían llegado a Chile. El primero de estos instrumentos se oyó, por la primera vez, al arribo del batallón Talavera en 1814.
Por lo que hace a los instrumentos de percusión era tal su escasez, que, según el parte del general Carrera, pasado al Gobierno después del asalto de Yerbas Buenas, aquella sorpresa que debió ser decisiva a favor nuestro, no lo fue por la muerte del tambor, el único seguramente de que podía disponer el jefe del ejército. Esto nos recuerda lo que dice Rousseau: “Una piedra o un árbol, a la derecha o a la izquierda en un campo de batalla, puede decidir de la victoria”.
En aquella misma época se formaba en esta capital una pequeña banda de música, que debía reemplazar a los instrumentos de cuerda que hasta entonces hacían el servicio militar. Un de las primeras veces que esta banda salió a luz fue para publicar el bando de las paces celebradas con Gaínza, en 1814 [3]. Circuló por toda la ciudad tocando tres o cuatro valses de dos partes, y la tropa marchaba al paso que ahora lo hacen los tambores y músicos cuando tocan llamada, pero sin la menor uniformidad en la marcha; por este motivo causó tanta sorpresa el ver marchar al batallón de Talavera pie con pie...
El mismo año de 1814 desertó de la Phoebe, buque de guerra inglés, el músico Guillermo Carter. Tocaba varios instrumentos, y muy bien el clarinete. Fue muy protegido por los Carrera, sobre todo por don Juan José, que tomaba lecciones de ese instrumento y que lo encargó de formar la banda de que hemos hablado, que se agregó al célebre batallón de Granaderos, cuyo jefe era. Por la primera vez se oyeron en Chile la trompa, el trombón, el bascorno, que ha desaparecido; pero lo que más llamaba la atención era el serpentón, que, como su nombre lo indica, era una gran culebra negra y enroscada. Este instrumento pertenece a la familia de los bajos de madera, y por lo agradable de su sonido se usa en algunas iglesias de Francia sobre todo para acompañar a los sochantres en ciertos casos en el canto llano.
Los violinistas de la antigua banda aprendieron a tocar instrumentos de viento, y fueron la base de la nueva.
Había retreta todas las noches, saliendo de la Plaza de Armas en dirección del cuartel de San Diego.
Jamás siguió a campaña a su batallón ni a ningún otro. Se había hecho de esta banda un medio de gobierno por el entusiasmo con que acudía el pueblo a oírla. Los músicos eran decididos carrerinos, lo que demostraron, quizás con alguna exageración, en la calle pública, al otro día de la caída del Director Lastra, en 1814.        
Esta revolución tuvo una particularidad: era doble, y ambas debían estallar en una misma noche.
La familia Larraín, los ochocientos, aunque amiga del Director Lastra, preparaba la suya con gran actividad, y don José Miguel hacía otro tanto desde su escondite.
Sus agentes encontraron más simpatías en las tropas de la guarnición, que sólo exigieron que se presentara a la hora convenida.
Así lo hizo, y no fue necesario disparar un tiro para deponer a  Lastra y establecer nuevo Gobierno.
El repertorio de música de entonces no pasaba de dieciséis o veinte sinfonías de Stamis, de Haydn y de Pleyel. Con esto había lo suficiente para el servicio de la Catedral, de las otras iglesias y del teatro, cuando lo había.
La música de iglesia estaba en el mismo caso. El repertorio de la Catedral se componía en su totalidad de lo que había escrito Campderrós, lego español de la Buena Muerte, que se había traído de Lima para organizar la capilla en los últimos años del siglo pasado; para lo que fue preciso hacer venir poco después de Buenos Aires un violín, Teodoro Guzmán, y un violonchelo, Ramón Gil. Este es el mismo oficial que, por su entusiasmo patriótico, se incorporó a nuestro ejército, haciendo con los Carrera su primera campaña del Sur. Murió en Concepción de resultas de sus heridas. Su nombre, que antes leíamos en los lienzos que se acostumbra poner en las festividades del 18 de septiembre, ha desaparecido hace muchos años; pero en su reemplazo se conservan los de algunos a quienes el rey de España no habría tenido ningún cargo que hacer por sus servicios a la revolución.
Había otra orquesta digna de recordarse por su rareza. Era la que acompañaba, pero sólo de noche, al Santísimo Sacramento de la Catedral cuando se llevaba a los enfermos. Esta orquesta consistía en un violín y un bombo, llamado entonces tambora.
Por lo que llevamos dicho, se ve que toda la filarmónica de Chile, en último resultado, podría resumirse en la bandita de que hemos hablado, la que en su mayor parte estaba compuesta de los músicos de la Catedral.
La pérdida del país en la batalla de Rancagua concluyó con la banda de Granaderos, y podríamos decir, con toda música bélica; porque de los cuatro batallones del ejército realista, sólo el de Chiloé tenía una banda diminuta y detestable, y aun así, fue poco oída en Santiago por su corta permanencia. El elegante Batallón de Talaveras no tenía música, pero sí una banda de tambores y pífanos que alternaba con otra pequeña de cornetas perfectamente tocadas.
Así estuvimos hasta que llegó a Chile el ejército de San Martín, el año de 1817. Ese ejército trajo dos bandas regularmente organizadas, sobresaliendo la del número 8, compuesta en su totalidad de negros africanos y de criollos argentinos, uniformados a la turca. Cuando, tres o cuatro días después de la batalla de Chacabuco, se publicó el bando que proclamaba a don Bernardo O´Higgins Director Supremo de Chile, el pueblo, al oír aquella música, creía estar en la gloria, según decía.
San Martín y O’Higgins tuvieron por primer alojamiento, después de esa batalla: el primero, la casa de los señores Valdés, a una cuadra de la Plaza de Armas, en la calle de la Merced, número 76, y el segundo, la casa del frente, que fue del señor don Juan Alcalde, y que es ahora de otro señor Alcalde (número 75) [4] Cuando el año 20 marchó al Perú el ejército unido, sólo quedó entre nosotros una banda en embrión, que el inglés Carter enseñaba en La Moneda, en el salón donde ahora está la inspección del ejército. Esta banda, al formarla, se había agregado al Batallón Número 1 de Chile. Había tres batallones con el mismo número: el de los Andes, el de Chile y el de Coquimbo.
Poco más o menos en este estado de esterilidad y atraso permanecimos hasta que don Carlos Drewetke, aficionado alemán, llegó a Santiago, el año de 1819. Este caballero trajo las colecciones de sinfonías y cuartetos de Haydn, Mozart, Beethoven, Crommer, etc. El señor Drewetke reunía, no sin trabajo, ciertos días de la semana, a los músicos para ejecutar algunas de estas composiciones, desempeñando la parte de violonchelo y repartiendo consejos sobre el arte, desconocido hasta entonces. En este tiempo hacíamos nuestros primeros estudios musicales, y al trazar estas líneas recordamos con gratitud algunos de sus consejos.
Dos años después, 1822, llegó a esta ciudad la señorita doña Isidora Zegers, y este acontecimiento efectuó una verdadera revolución en la música vocal.
La señorita Zegers no venía sola; traía consigo otra gran novedad: las óperas de Rossini. Su vocalización brillante y atrevida, su afinación irreprochable y una voz que, sin ser de gran volumen en las notas graves, alcanzaba hasta el fa agudísimo con toda franqueza. Estas y otras cualidades de no menos valor hacían a la señorita Zegers el mejor intérprete de la música de Rossini. Las arias: Dolce pensiero, de Semíramis;¡Oh quante lacrime!, de la Donna del Lago, Se il padre m’abandona, de Otello, y sobre todo el célebre romance de esa ópera, arrebataban a los aficionados.
Desde entonces, puede decirse, empezó la afición al canto, y esta afición tuvo un influjo relativo en la música en general; gran número de personas se dedicaron a su estudio, sobresaliendo, entre todas, la malograda señorita doña Rosario Garfias, cuya voz prodigiosa no ha tenido aún rival, en particular por su extensión de casi tres octavas. El re sobreagudo lo daba con toda fuerza, afinación y limpieza, como el fa grave, que no recordamos haber visto escrito jamás para voz de mujer [5] .
En una carta que nos ha leído un apreciable caballero[6], hemos visto que en 1749 algunas familias notables de Santiago cultivaban con entusiasmo y buen éxito la música, y que los maestros de este arte, como de todos los demás, eran eclesiásticos, nombrándose con distinción a un padre Madux. Algún tiempo después viene el padre Ajuria, franciscano, que vivió hasta principios de este siglo y cuyas composiciones aún se cantan en algunos templos. Por ellas se conoce que había hecho algunos estudios sobre composición.
El bueno del padre quizás no sospechaba que más tarde en nuestra tierra se podría componer, imprimir y vender música, sin que para todo esto se necesitase saber los primeros rudimentos del arte...
El año 1822 fue fecundo para la música por casualidades felices. A principios de ese año, o fines del anterior, habían llegado de Mendoza don Fernando Guzmán y su hijo Francisco, profesor, el primero, de piano, y el segundo buen pianista y sobresaliente violín. Desde entonces se estableció en Chile esta familia que tantos artistas de mérito ha dado al país.
Don Fernando fue el primer maestro que hizo estudiar previamente a sus discípulos escalas y ejercicios antes de otra cosa. Los maestros anteriores principiaban desde la primera lección por un minué o una contradanza. No necesitamos decir los resultados que podía dar esta enseñanza. Algunos meses después llegó de Lima don Bartolomé Filomeno, violín de mérito y maestro de canto muy notable. Esta es otra familia que en Chile y el Perú se ha hecho conocer por su habilidad para la música.
Un año después, 1823, llegó a Chile don Bernardo Alzedo, artista peruano, decimos mal, profesor científico; pues que la música, abrazando la composición, es ciencia y de las más profundas, como dice Rousseau en su Diccionario de Música. Esto, sin embargo, que todos saben, parecen ignorarlo los doctores de la Universidad, al colocar la música en el último lugar entre las artes, en su nuevo plan universitario. Últimamente ha desaparecido del programa; más vale así...
El señor Alzedo es el cantor antiguo y moderno de las glorias peruanas. Suyo es el himno nacional del Perú, proclamado por San Martín el año de 1821, en un certamen que al efecto tuvo lugar en su presencia y en que varios compositores presentaron sus obras.
En 1847 fue nombrado maestro de capilla de la Catedral de Santiago, cuyo empleo desempeñó hasta 1863, y en ese año fue llamado por el Gobierno del Perú para fundar un conservatorio. Aún no se ha planteado este establecimiento; pero aquella nación, en reconocimiento de su sobresaliente mérito, y por sus servicios musicales en la Guerra de la Independencia del Perú, le ha asignado cien soles mensuales.
Ha escrito, a más de sus numerosas composiciones, una obra notable sobre música, y para esa impresión dio aquel Gobierno 4.000 pesos. En Chile no hay ejemplo de que el Gobierno se haya suscrito con un centavo para ningún trabajo ni composición musical.
La obra del señor Alzedo lleva por título: Filosofía Elemental de la Música [7].
Por último, a fines de 1822, llegó a Chile el doctor don Juan Crisóstomo Lafinur, natural de Córdoba, República Argentina. Este joven tenía veintiséis años, venía precedido por la fama de polemista, adquirida en Buenos Aires en una cuestión ruidosa con el célebre padre Castañeda, que tanto dio que hacer a los liberales de la escuela de Rivadavia.
Lafinur era excelente pianista como aficionado, y a pesar de que en su tiempo gozaba de gran popularidad el fecundo Gelinek, con sus innumerables variaciones sobre todos los temas, le tenía cierto odio y no tocaba más que música clásica. Sabía, poco menos que de memoria, todo lo que Haydn, Mozart y Dusek habían escrito para piano. Sin tener buena voz, cantaba bastante bien. Cuando se sentaba al piano era inútil llamarle la atención a otra cosa: era sordo y mudo, y se le hubiera tenido por una estatua sin los movimientos de la cabeza y la espalda que manifestaban sus impresiones. Se casó en Santiago; su señora, viuda, aún vive [8].
Al oír por primera vez nuestra antigua Canción Nacional, le desagradó, sobre todo por la poesía. Concibió la idea de hacer otra completa, es decir, poesía y música. Llevó a cabo este pensamiento, con muy buen éxito, pues, exceptuando la música del coro, algo trivial, la estrofa era muy buena.
Se cantó en el teatro y fue muy aplaudida; pero en ese mismo instante cayó en cuenta de que quizás había herido la susceptibilidad, no sólo de Robles, autor de la música, sino también la del doctor Vera, autor de la poesía.
La recogió esa misma noche y no se cantó más. Recordamos aún los ocho primeros compases de la estrofa y todo el coro.
Un año nueve meses después de su llegada a Chile, murió, teniendo delante de sí un inmenso porvenir a que lo llamaban sus buenas cualidades, sus importantes relaciones, su talento y, más que todo, su palabra encantadora.
Había sido librepensador; pero, al agravarse su enfermedad, se reconcilió con la Iglesia, y murió, como en ese mismo tiempo su amigo Camilo Henríquez, ardiente católico.
Murió en la calle de Santo Domingo, en la casa que ahora tiene el número 30.
Se le llevó el viático con gran solemnidad. Entre las personas notables que lo acompañaban, iba el señor don Gabriel Tocornal, próximo a ser presidente de la Corte de Apelaciones de Santiago. Muchos años después oímos decir a este caballero: “Yo no sabía que se podía llorar de gusto, hasta que a mí me sucedió, al ver comulgar a Lafinur”.
Al acercarse esos momentos nadie se hace incrédulo; pero, en cambio, casi todos los que lo han sido, vuelven al seno de la religión, a no ser que lo impidan, como sucede con frecuencia, los que rodean al enfermo...
Algunos jóvenes entraron también con empeño en el estudio de la música instrumental, y sólo así puede explicarse cómo, al establecerse la primera sociedad filarmónica en 1826, pudieron darse las primeras funciones sin el concurso de profesores. El doctor don Gabriel Ocampo y un señor Correa (argentinos) tocaron en esos conciertos algunos trozos en la guitarra, con aceptación general [9] . Al siguiente año llegó a Santiago Massoni, gran violín y aventajado músico italiano, que sólo ha sido excedido más tarde por Sivori.
La adquisición de este gran artista y la de algunos otros que se habían ido reuniendo, entre otros, Herber, excelente fagot francés, hizo pensar en la organización de una orquesta que se compuso de dieciséis músicos, incluso cuatro aficionados, entre ellos el señor don Santos Pérez, actual senador y hermano del antiguo Presidente de la República, que bajo la enseñanza de Massoni se había hecho un notable violín, habiendo antes recibido nuestras pobres lecciones. El entusiasmo subió de punto, y faltaba lugar en el programa para dar colocación a las personas que solicitaban tocar o cantar, siendo de advertir que este programa no contenía en ninguna función menos de diez trozos.
Por muchos años funcionó aquella reunión en la casa de la calle de Santo Domingo, que ahora pertenece al señor Fernández Recio [10]; hasta que se hizo objeto de especulación, apoderándose de su dirección personas que no tenían la menor tintura ni la más mínima afición a la música.
Los antiguos directores tuvieron especial empeño en alejar el lujo en los vestidos, como el único medio de hacer duradero aquel establecimiento; los nuevos, que en su mayor parte eran comerciantes, debían pensar de muy distinto modo, y el lujo se introdujo, a pesar de los reclamos de los antiguos fundadores.
Se trató de hacer economías en los gastos, y, como siempre, se principió por disminuir el sueldo de los músicos; en estos últimos tiempos, cuando hay lo que llaman filarmónicas, ha llegado el gasto de la diminuta orquesta a tal grado de mezquindad que, con lo que antes se pagaban cuatro músicos, hay de sobra ahora, para pagarlos a todos.
Por un trastorno de todas las ideas, se llama Sociedad Filarmónica a una reunión de personas que no tienen otro objeto público, al asistir, que bailar desde que ponen los pies en el salón hasta que lo dejan.
Noche ha habido que, en las cinco horas que dura la función, se ha bailado dieciséis veces. Esto dará una idea del furor pedestre de nuestros filarmónicos. Con un bailar tan desmedido, los pobres músicos llevan, como es consiguiente, la peor parte, y no exageramos si decimos que se les trata peor que a bestias de carga.
Los acontecimientos políticos de 1829 apresuraron la partida de Massoni y ocasionaron una gran desgracia doméstica a la señorita Zegers, que la obligó a retirarse por mucho tiempo de toda reunión pública, haciendo lo mismo, poco después, el señor Ore Drewetke.
En 1828 dio Massoni su último con cierto en el teatro, antes de dejar a Santiago. Se cantó la canción de Carnicer, que se dice nacional sin que, como la antigua, tenga la autorización de un decreto. Cantaron por primera vez las dos voces de la estrofa doña Concepción Salvatierra, madre de los actores Arana, que no hace mucho tiempo se exhibieron en el Teatro Municipal, y el célebre actor argentino don Ambrosio Morante. Quizá más tarde nos permitiremos un análisis de esta canción, que en cerca de medio siglo no ha llegado ni llegará hasta el pueblo, por las dificultades invencibles que ofrece.
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[1]Datos de don Francisco de Paula Figueroa. Volver.
[2]Luisa Esterripa, mujer del gobernador Luis Muñoz de Guzmán. (N. del E). Volver
[3]Se refiere al tratado de Lircay. (N. del E). . Volver
[4]Don Juan Agustín Alcalde y Ugarte, su nieto. Volver .
[5]Murió muy joven. Era hermana única de don Antonio. Volver .
[6]Don Francisco de Paula Figueroa. Volver .
[7]Lima. Imprenta Liberal, 1961. Poseemos el ejemplar dedicado: “Al señor don José Zapiola, su antiguo y cordial amigo José B. Alzedo”.Volver .
[8]Doña Eulogia Nieto. Volver .
[9]Se trata de don Ramón Ocampo, abogado y guitarrista eximio que, ocasionalmente, daba lecciones gratis a los jóvenes que las solicitaban. Don Gabriel pulsaba también la guitarra. Volver .
[10]Antiguo noroeste con calle de las Claras. Volver .

VI. Ópera y Teatro
En mayo de 1830 llegó una compañía lírica italiana; funcionó siete meses, al cabo de los cuales se trasladó a Lima, donde obtuvo gran éxito. Esta compañía contaba con cinco partes principales, sobresaliendo entre ellas la Scheroni y Pissoni. La primera, contralto; el segundo, barítono.
Dio por primera función el Engaño Feliz, de Rossini; y del mismo autor: El BarberoTancredoGazza LadraEduardo y CristinaLa Italiana en Argel, la Cenerentola; como también la Inés, de Paer; Elisa y Claudio, de Mercadante, y otra cuyo autor no recordamos,  I Portantini.
Entonces sólo había un teatro, pero funcionaba constantemente; había plazas en la Catedral, que, sin proporcionar un gran sueldo, eran, sin embargo, un recurso seguro; había filarmónica en que el trabajo era generosamente recompensado, y el Gobierno aun no había dictado sus leyes suntuarias suprimiendo los entierros con música en el Cementerio, que producían considerables ganancias a los músicos.
Por lo que dejamos dicho, fácil es inferir el grado de adelantamiento a que había llegado la música entre nosotros. Faltaba, sin embargo, un modelo acabado en el más general de los instrumentos, el piano. Este modelo se presentó en la persona de M. Barré, que llegó a Santiago en 1832.
Barré había obtenido el primer premio de piano en el Conservatorio de París, de cuyo establecimiento había sido alumno.
En los conciertos que dio hizo conocer la música de Herz, tan de moda entonces en Europa, con ese talento correcto, puro y brillante que todos le conocemos. Esto le atrajo la reputación que aún conserva hasta hoy y que nadie le ha disputado.
Antes de su llegada, la nueva escuela del piano era desconocida en Chile.
Desde el año de 1831 había el Ministro Portales concebido y puesto en práctica la idea de dotar con su respectiva banda de músicos a cada cuerpo cívico de esta capital. Esto se hizo extensivo después a toda la República, y es raro el pueblecito donde no se cuente con este recurso, casi indispensable.
El interés con que aquel hombre público miraba este ramo era tanto, que cuando en 1831 nos encargó de la organización y enseñanza de la banda del Batallón Nº 4, cívico, de que él era jefe, no faltaba jamás en la tarde al cuartel, que estaba en La Moneda. Hacía bajar la banda que apenas empezaba a tocar su primer paso doble, se colocaba al lado de aquellos músicos que no llevaban bien el paso y no los dejaba hasta que lo hacían como los otros.
Aún recordamos que el muchacho que tocaba el clarín tenía cierto inconveniente para marchar bien. Lo tomó del brazo desocupado y después de dar con él muchas vueltas en el gran patio, en unión de la banda, cayó en cuenta de la dificultad y dijo: “¿Cómo diablos ha de marchar bien, si es cojo?”, remedándolo.
Cuando apenas comenzaba a estudiar las escalas, llegó un día, con el numeroso acompañamiento de costumbre, y nos dijo: “Escríbales algo en la pizarra para que toquen juntos”. Le hicimos ver, en voz baja, que aún no hacían sonar bien los instrumentos y que los desentonos harían huir a todos aquellos señores.
Apenas oyó esto replicó: “Qué defecto; eso es lo que yo quiero”.
Contra sus esperanzas, nadie se movió, sin embargo; y todos oían y miraban con la misma atención que él afectaba prestar.
Era muy aficionado a la música, y no había olvidado del todo lo que había aprendido en la flauta con su profesor Bebelagua.
El coro de música de la Catedral permanecía en un estado de atraso incompatible con los progresos que el arte había hecho en Chile. El Gobierno de entonces (1838), creyendo que para organizar este coro de nuevo no había otro medio que hacer venir músicos de Europa, hizo un encargo a Francia con este objeto, y un año después, y con grandes sacrificios, nos encontramos con el resultado que era de esperarse, pues los tales profesores, con pocas excepciones, eran poco más que aprendices.
El señor Lanza venía como maestro de capilla, y ciertamente que era necesario todo el mérito de este artista para indemnizar al Gobierno del engaño que había sufrido, sobre todo en dos de los supuestos artistas.
Aquel verdadero profesor de canto gozaba en París de una distinguida reputación, y al aseverar esto no nos fundamos en elogios y artículos de periódicos, que con frecuencia no son otra cosa que el resultado de intrigas y bajezas de todo género.
El señor Lanza fue recibido como debe serlo un hombre de su mérito; pero sentimos decir que ocupaciones de otro género privaron a la juventud amante de la música de sus importantes consejos, sin producir para él resultados ventajosos.
La Sociedad Filarmónica, que aun merecía este nombre, recibió nueva vida, a la que no contribuyó poco la inteligente cooperación de los señores Solar y Borgoño. Sin embargo, éstos eran los últimos alientos de aquella reunión antes de transformarse en lo que es hoy.
Las observaciones que nos hemos permitido sobre este establecimiento son a título de Sociedad Filarmónica, pues como salón de baile, éste es su nombre, no tendríamos nada que decir.
Hay algo inseparable de la música. Este algo es el baile. Esto nos obliga a decir algo sobre el particular.
Los bailes que nosotros no hemos conocido, pero de que hemos oído hablar en nuestra niñez, son el paspié, el rigodón, etc. Hemos conocido elminué, la alemanda, la contradanza, el rin, el churre (especie de gavota), el vals, la gavota y las cuadrillas, introducidas en Chile el año de 1819. Como bailes a solo, el fandango y la cachucha, bailada y cantada por primera vez, por oficiales y tropa del Batallón de Talavera.
Respecto a bailes de chicoteo, recordamos que, por los años 1812 y 1813 la zamba y el abuelito eran los más populares; ambos eran peruanos.
San Martín, con su ejército, en 1817, nos trajo el cielito, el pericón, la sajuriana y el cuándo, especie de minué, que al fin tenía su alegro. Estos últimos bailes podrían mirarse como intermedios entre los serios y los de chicoteo, pues no daban lugar a las desenvolturas que se ven en los otros que nos vinieron del Perú desde el año de 1823 hasta el día.
Desde entonces, hasta hace diez o doce años, Lima nos proveía de sus innumerables y variadas zamacuecas, notables o ingeniosas por su música, que inútilmente tratan de imitarse entre nosotros. La especialidad de aquella música consiste particularmente en el ritmo y colocación de los acentos, propios de ella, cuyo carácter nos es desconocido, porque no puede escribirse con las figuras comunes de la música.
La gavota, baile francés, entre dos personas, principiaba con una especie de minué y enseguida pasaba a un aire vivo de dos tiempos, en que los bailarines ejecutaban movimientos vistosos y difíciles con los pies. Este baile estuvo muy en moda desde el año de 1823 hasta el 28 ó 30, y no hace mucho que han dejado de tocarlo los organitos. El había hecho la gloria del célebre y popular Vestris en Francia hasta los últimos años del primer Imperio.
Viene por fin el aristocrático y ceremonioso minué, que tantas veces tocamos para hacer bailar a otros. Por su misma índole no se exigía ser joven para ejecutarlo, y era de rigurosa etiqueta dar principio con él a todo sarao, chico o grande. Recordamos con este motivo el gran baile nacional, sin duda porque se costeaba con fondos de la nación, dado por el Presidente Prieto, el 25 de abril de 1834.
 Se dio principio, para hacer revivir la antigua costumbre, con un minué en cuarto, entre las personas siguientes: la señora doña Carmen Velasco de Alcalde con el Presidente de la República, don Joaquín Prieto; y la señora doña Carmen Gana de Blanco con el señor Bustamante, Ministro de la Guerra.
Como era, natural, esos señores hacía muchos años no se veían en este caso y no andaban muy de acuerdo con la música. Cuando se acercaba el fin del minué, la señora Velasco manifestaba más de lo necesario su inquietud; conociendo que iba a sobrar música y faltar baile, miraba con desasosiego a la orquesta que dirigíamos, rascando nuestro violín. Dimos el corte que calculamos necesario; mas este expediente no podía ocultarse a todos los oídos; pero música y baile concluyeron a un mismo tiempo, circunstancia indispensable en el minué.
El señor Prieto dijo, según supimos, que la orquesta había tocado mal. Así debió ser, porque es más fácil que una orquesta toque mal que un Presidente se equivoqué cuando baila.
Esta es la última vez que se bailó minué en Santiago, podríamos decir en Chile. Sin embargo, en otro sarao, nacional también, que tuvo lugar un año después, se volvió a bailar, pero con cierta ligereza y poca solemnidad.
Este último sarao no fue organizado, y bien se echó de ver, como el anterior, por el señor don Javier Rosales. Esta fue la vez primera en que se tocó por papeles todo lo que se bailó. La costumbre hasta entonces era el que alguno de los instrumentos, ordinariamente el clarinete, rompiera con el minué, contradanza, etc., y los otros siguieran como podían, de lo que debía resultar un todo poco uniforme.
Daremos, fiados en nuestros recuerdos, alguna idea del minué. Se colocaban una o dos parejas, rara vez más, en los dos extremos del salón, llamado cuadra entonces; se saludaban, y adelantándose hasta el centro, partían en seguida para esquinas opuestas, con pasos mesurados, cadenciosos y con la vista recíprocamente fija en el compañero. Volvían Otra vez al centro, se daban las manos y se dirigían a las otras dos esquinas del salón. En seguida volvían al lugar de donde habían partido; repetían los pasos del principio y antes de separarse se hacían el último saludo.
La música del minué, en tiempo de tres por cuatro, debía de ser pausada y majestuosa, en tonos de bemoles, rara vez de sostenidos. En nuestra niñez oímos a nuestros mayores recordar con entusiasmo un minué llamado del conde de Aranda, célebre ministro de Carlos III, y muy conocido por su cariño a los jesuitas.
Había en toda reunión o sarao un personaje inevitable, el bastonero. Este funcionario tenía por oficio anunciar en voz alta lo que debía bailarse; pero antes debía advertir a las personas que lo hacían, con quién formarían pareja; se entiende, consultando todas las conveniencias. En los grandes saraos había bastoneros subalternos, sujetos en ciertos casos, al jefe.
En los antiguos tiempos, hasta el año de 1810, se observaba la más respetuosa etiqueta en la combinación de las parejas. Los oidores y los coroneles, no había generales, se ponían en baile con las señoras respectivas a su clase. Más de un sarao, y aun más de una reunión casera, concluyó antes de empezar por una indiscreción del bastonero. La familia que se consideraba agraviada tomaba la puerta y era seguida inmediatamente de parientes y amigos.
El bastonero apareció por última vez en los grandes saraos que tuvieron lugar con motivo de la victoria de Yungay.
Las funciones dramáticas, únicas conocidas hasta entonces en Chile, si se exceptúa la compañía lírica de que antes hablamos, llamaban exclusivamente la atención del público. Sin embargo, se hablaba con entusiasmo de una compañía lírica que desde algún tiempo funcionaba en Lima.
Los empresarios del teatro, señores Solar y Borgoño, dieron todos los pasos que trajeron por resultado la adquisición de esta compañía, conocida con el nombre de su director, Pantaneli. Dio su primera función, en el teatro de la Universidad, el 21 de abril de 1844, ejecutando la inolvidable Julieta, de Bellini.
Esta ópera parecía escrita especialmente para la soprano y la contralto de aquella compañía, señora Rossi y señora Pantanelli, y no es extraño que el público, que en su mayor parte gozaba por la primera vez de tantas bellezas reunidas, manifestase, enajenado, su admiración y entusiasmo por las dos artistas que lo sabían conmover de un modo tan nuevo como agradable.
La afición al canto se hizo más general, y las señoras Pantanelli y Rossi eran paseadas en triunfo a imitación de lo que se hace en los pueblos europeos; pero es sabido que las imitaciones no tienen la consistencia y duración de los originales...
Formaban esta compañía, a más de algunos cantantes subalternos, la señora Teresa Rossi, soprano; doña Clorinda Pantanelli, contralto; los señores Ferreti, bajo y Zambaiti, tenor. Contaba también con un buen cuerpo de coros de hombres y algunos niños chilenos, contraltos, pues, lo que es soprano masculino no es fruto de nuestra tierra. Hasta el momento en que escribimos no hemos oído jamás un niño que alcance al sol sobre la quinta línea; rarísimos son los que dan el re de la cuarta línea sin gran esfuerzo. Hablamos en la clave de sol.
Cuando uno ve hasta dónde llega en altura la de templo que se ejecuta por niños en Europa, se admira de ese fenómeno. Muchas explicaciones se dan sobre esto, pero ninguna satisface. En lo que están casi todos de acuerdo es en atribuirlo al cigarro. Nosotros pertenecernos al tiempo en que los niños no lo usaban; sin embargo, las voces eran lo mismo que ahora.
La señora Rossi tenía una voz de cierta fuerza muy agradable y de extensión poco común, sobre todo hacia los bajos. Vocalizaba con dificultad, y cuando trataba de trinar ponía de manifiesto su poco estudio sobre el particular. Su figura era interesante y simpática.
La señora Pantanelli, que había hecho como contralto un papel distinguido en Italia, España, y poco después en La Habana, donde nunca faltaban artistas de mérito, era muy notable como actriz. Nadie ha olvidado su sobresaliente mérito a este respecto en NormaLucrecia y otros papeles, que, sin ser a propósito para su voz, los realzaba con la nobleza y dignidad de su porte. En los papeles de contralto no ha tenido rival. Difícil nos parece que en Semíramis y Julieta volvamos a ver algo igual.
El señor Ferreti, bajo de sobresaliente mérito y de figura imponente, no ha sido igualado aun en ciertos papeles. En Marino Faliero era muy superior a los que más tarde han desempeñado ese papel, consiguiendo sólo que el público de entonces recuerde con pena a Ferreti.
El señor Lanza se incorporó también a esa compañía como barítono; decimos mal, se incorporó como sobresaliente; así se llamaba en las compañías dramáticas antiguas a los que hacían toda clase de papeles.
La flexibilidad de carácter de este excelente artista lo hacía prestarse a desempeñar papeles que rebajaban su mérito superior. Basta decir que pocos días después de haber cantado el Fernando del Marino, que es un tenor de toda forma, ejecutó el protagonista de esa misma ópera que requiere un bajo de primer orden.
El último cantante de aquella compañía que hemos nombrado, Zambaiti, que era el tenor, tenía la particularidad de que, sin ser verdadero tenor, desempeñaba esta parte a satisfacción del público. A esto contribuía ser un profesor muy notable, sobre todo por su vocalización.
Aquella compañía tenía un raro mérito, sin ejemplo posterior: todos, sin excluir ni aun los coros, sabían su arte por principios, pudiendo cada uno cantar su parte sin más que su estudio particular. Allí no había, lo que ahora hemos visto, primeros actores que han necesitado pagar un maestro, andrajoso a veces, que les enseñe lo que deben cantar...
El señor Pantanelli dirigía la orquesta con tal maestría, que en algunos años que formamos parte de ella, jamás lo vimos, no diremos equivocarse, pero ni siquiera vacilar en el movimiento que debía iniciar en los numerosos y distintos trozos de que consta una ópera.
El señor Pantanelli dirigía tocando el piano en los recitados de las óperas bufas, y con una pequeña vara en las demás. Este palito, que en una orquesta numerosa puede tener su razón de ser, es de una gran ridiculez en orquestas pequeñas. No hace mucho asistimos a uno de nuestros teatros y vimos al director, en un asiento que por poco no llegaba al techo, con el consabido palito; todo ello para dirigir diez u once músicos, que tocaban polcas, valses y cuadrillas.
Lo que más nos admira es la inocencia de los empresarios que, en vez de tener un director que desempeñe esta función tocando algún instrumento, pagan más caro el mago de la varita...
El furor de dirigir ha hecho tales progresos entre nosotros, que en un baile dado no hace mucho en el teatro, hubo cinco directores que lo hacían alternativamente. Se cree generalmente que todo aquel que lleva el compás es ya todo un director de orquesta, sin comprender que para llevar el compás, en muchos casos, basta tener un oído vulgar y que esta operación pueden muchos hacerla sin saber una nota de música.
Nuestras bandas militares, que en retretas y otros casos tocan piezas de consideración, no necesitan que nadie les marque el compás. Si ciertas personas supieran lo que se necesita para ser un verdadero director, se avergonzarían de su ignorancia.
Muchos que creen dirigir, sin saberlo, son ellos mismos dirigidos.
Por lo demás, el teatro de que eran empresarios los señores Solar y Borgoño estaba perfectamente servido: funcionaba y lo había hecho antes con actores dramáticos de indisputable mérito. Algunos de nuestros lectores, sin ser tan viejos como nosotros, no habrán olvidado aún a doña Teresa Samaniego, en decadencia por la edad, pero que aun dejaba conocer que pudo con justicia compartir en sus buenos tiempos las glorias de la escena con Rita Luna, Márquez y González, que más tarde vino a Buenos Aires. Cáceres nos decía que cuando por primera vez había dado en Montevideo con la señora Samaniego Los Hijos de Edipo, de Alfieri, haciendo él de Polinice, González de Eteocles y la Samaniego deYocasta, había hecho temblar a los dos como a niños. Agregaremos también a su hija doña Emilia y a doña Toribia Miranda, actriz peruana, muy simpática para el público.
Acompañaban a esta actriz los actores Casacuberta, Fedriani, Jiménez y el admirable gracioso Rendón. El nombre de Casacuberta nos trae a la memoria su inesperado y funesto fin. Permitan nuestros benévolos lectores una digresión más extensa que la que ya han soportado: es el último tributo pagado a la honradez, al talento y a la amistad.
Juan Casacuberta, si no estamos equivocados, nacido en la República Oriental [1], llegó a Chile en 1841, en compañía del general La Madrid, perseguido con otros argentinos hasta la falda oriental de la cordillera de los Andes por una partida del ejército de Rosas, contra el que había combatido en esa República. Tendría cuarenta y cuatro años. La fama de su mérito era conocida en Chile, y la empresa del teatro de la Universidad se apresuró a contratarlo. Puede decirse que él fue el primero que nos hizo conocer el teatro moderno francés, de que apenas teníamos idea por Fedriani y Jiménez.
Después de año y medio de trabajo y de aplausos, y próxima a venir la compañía Pantanelli, se dirigió al Perú, donde fue apreciado su talento como merecía. Al cabo de algún tiempo volvió a Chile a trabajar en el nuevo teatro de la República, incendiado más tarde. Al dar sus primeras funciones llegó nuevamente Sivori a Santiago. Anunció un concierto en el otro teatro en el mismo día en que Casacuberta daba función en el de la República. A la hora de levantarse el telón, observó el teatro vacío y tuvo que pasar por la dolorosa humillación de suspender la representación por haber acudido el público a oír el violín de Sivori...
Concluidos los conciertos de éste, tomó Casacuberta el teatro de la Universidad en arriendo y, después de unas pocas funciones ante una escasa concurrencia, anunció su beneficio con el drama Los Seis Escalones del Crimen, que, a pesar de su escaso mérito, agradaba al público por la maestría con que el beneficiado desempeñaba el papel de protagonista.
Días antes de este desgraciado beneficio se observaban en Casacuberta una tristeza y mutismo interrumpidos sólo a veces por algunas palabras irónicas, pero inofensivas, que después todos interpretaron. Había desaparecido por completo ese carácter festivo y decidor.
En las tardes se dirigía a casa de un amigo, hombre como él de conducta ejemplar, de más ilustración, pero actor mediocre: don Hilarión María Moreno, director más tarde de un colegio muy acreditado en Santiago.
Casacuberta, como buen argentino, era aficionado al mate. En la tarde víspera de su beneficio, llegó a casa de Moreno. Este, al verlo, con el cariño de costumbre, ordenó al sirviente traerle mate a Juan Casacuberta, al oír la orden, le fijó la vista con cierta expresión extraña, diciéndole:
—Mucho te apresuras, en darme mate. ¿Te imaginas que no he comido?
— ¡Cómo he de imaginarme tal cosa! ¿No sabes que yo también lo tomo?
La verdad, sin embargo, era lo que Moreno no sospechaba. Casacuberta, no sólo ese día, sino en muchos de los anteriores, no había tenido más alimento que el que con distintos pretextos le presentaba a veces un fiel negro que lo acompañaba desde el Perú, y era tal su indigencia, que sin las cariñosas industrias de ese criado no habría tenido ni la luz necesaria para el estudio de sus papeles.
Aquí creemos oír exclamar a nuestros lectores: “¡Como a un hombre de su mérito había de faltarle un amigo a quien dirigirse!” ¡Justa observación! Pero antes es preciso conocer al sujeto de que se trata. Desde nuestra primera juventud tuvimos relaciones con él en Buenos Aires, y notamos, como todos sus amigos, ciertas excentricidades, sobre todo en punto a delicadeza y honradez, que a veces provocaban la risa de los que se le acercaban. Desde entonces hasta la última vez que lo visitamos en Santiago, veíamos frente a su mesa de estudio una especie de cartel que en letras grandes decía: Lista de lo que debo. En seguida venían los nombres de los acreedores con la suma respectiva; y a continuación otra lista con estas palabras: Lista de lo que me deben; pero aquí no se veían más que las cantidades y las iniciales de los deudores.
Entonces, como ahora, por el conocimiento que teníamos de su carácter y por la idea ventajosa que con razón él tenía de su persona, le hemos atribuido en su desgracia este raciocinio: “Un hombre de mis aptitudes y de mi conducta, en un pueblo culto y rico, no puede, sin mengua, vivir a costa de amigos que no son bastante ricos para socorrerle, sin hacer sacrificios superiores a sus facultades”. En cuanto a las personas de alta posición, se habría avergonzado de manifestarles su dolorosa situación. Después se supo qué hasta sus más insignificantes alhajitas habían ido a parar a una casa de prendas, únicamente para sufragar a lo indispensable, pues era de conducta ejemplar.
 Llegó por fin el día del esperado beneficio, calculado por él esa noche en 500 pesos, que debían salvarlo de sus compromisos y proporcionarle lo bastante para regresar a su patria.
En el cuarto acto de aquel drama que se titula El robo, aparece una escalera que debe servir para facilitar al jugador la ejecución de su crimen. En esos momentos subimos al proscenio con otros amigos; encontramos a Casacuberta indicando la colocación que debía dársele. La primera tabla había quedado algo separada del suelo. Al observarlo, dijo al carpintero: “Ponga usted aquí otra tabla”, señalando el lugar; y volviéndose a los que allí estábamos, añadió: “Yo no me rompo una pierna por 500 pesos... ” ¡Cosas del mundo! Antes de dos horas, sin embargo, perdería algo de más valor: ¡la vida!
Ese día había recibido algunos regalos, y esto le permitió comer bien, quizás más de lo necesario. El drama es excesivamente fatigoso, sobre todo en las últimas escenas.
Antes de finalizar la función nos retiramos. Poco después, Villena, empleado del teatro, nos anunciaba, ahogado en llanto, que Casacuberta acababa de morir instantáneamente, al llegar a su casa, con la añadidura de costumbre de no haberse encontrado un médico que lo socorriera a tiempo... [2].
__________
[1]
Hay una discusión sobre el lugar de nacimiento de Casacuberta. El se intitulaba argentino. El cónsul de Argentina se ocupó de restos, y en su lápida se leía: “Buenos Aires”. Volver.
[2]
Fue atendido por el facultativo Dr. Pedro Hervé, que a las 2,50 de la mañana declaró que “no había remedio”.Volver.

VII. La Canción Nacional
En un artículo anterior ofrecimos ocuparnos de la actual Canción Nacional. Recordaremos lo que sucedió cuando por primera vez se trató de ponerles música a los versos que había escrito el doctor Vera, a fines de 1819 o principios de 1820. Aseguramos, sin dudar, que con la música de Robles se cantó por primera vez el 20 de agosto de ese año, sin que antes se hubiera hecho con ninguna otra del mismo autor.
El empresario del teatro, que lo era el señor Domingo Arteaga,  encargó a don José Ravanete, profesor peruano de cierto mérito, componer la música para esos versos. Este, no encontrándose capaz de hacer algo original, trató de aplicar a la poesía una canción española, de las innumerables que se publicaron en aquella nación cuando la invasión francesa. La canción argentina, menos el coro y la introducción, es una de ellas.
Al llegar Ravanete a la parte del coro, que dice:
Arrancad el puñal al tirano,Quebrantad ese cuello feroz,
se encontró con cuatro notas sobrantes. No se le ocurrió otro expediente que poner a cada nota un sí, sí, sí, sí; sílabas que no tenían la poesía y que hicieron levantarse tan alto de su asiento al doctor, presente al ensayo. Cuando éste concluyó, el señor Arteaga le preguntó: “¿Que le parece, señor?” “Tiene visos de goda”, contestó con rabia. La concurrencia de curiosos declaró lo mismo por aclamación, y se encargó a Robles hacer otra, que es la que se conoce con el nombre de este autor. Las Bellas Artes, periódico musical publicado en Santiago hace tres o cuatro años, hizo una edición de una copia que nosotros le dimos, por haberla conservado en nuestra memoria. Los editores hallaron conveniente agregar a la estrofa una segunda voz. Robles la escribió a una voz sola, exceptuando el coro, que tenía tres voces.
El hecho que apuntamos sucedía en víspera de abrirse el teatro.
Para cumplir nuestra promesa, copiaremos un artículo que hace veinte años escribíamos sobre la nueva canción en el Semanario Musical. Esperamos que nuestros lectores disimularán algunas repeticiones inevitables.
Es probable que no sea ésta la única transcripción que hagamos de lo que entonces escribíamos.
“En 1828, la que ahora llamamos Marcha Nacional llegó a Chile remitida de Londres por don Mariano Egaña, enviado de esta República cerca de aquella corte. La primera vez, como lo hemos dicho, que se cantó esta música fue en un beneficio de Massoni, dado en el teatro, en 1828. Desde entonces ha continuado cantándose y se le ha bautizado con el nombre de nacional sin más autorización.
“Chile tenía su Marcha Nacional, cuya letra había sido mandada reconocer por decreto especial del Gobierno, hasta que la intrusa música de Carnicer vino a interponerse, sin otro mérito que estar más conforme con la moda reinante posteriormente.
“El 20 de agosto de 1820, a la misma hora en que se hacían a la vela las últimas naves que conducían al general San Martín con la expedición libertadora del Perú, se abría un nuevo teatro en Santiago, en la plazuela de la Compañía, en la misma casa que ahora ocupa la señora de Gumucio, número 98 [1]. En ese día se cantó la primera marcha nacional que tuvo Chile, siendo de un año anterior la poesía a la música: la primera, del doctor Vera, argentino; la última, de Robles, músico chileno de aventajadas aunque incultas disposiciones.
La música de esta marcha tenía todas las circunstancias de un canto popular: facilidad de ejecución, sencillez sin trivialidad (se exceptúa el coro, que parece que era de rigor, y que fuera un movimiento más vivo que la estrofa), y, lo más importante de todo, poderse cantar por una voz sola sin auxilio de instrumentos.
Como se ve, pues, la antigua marcha tenía tantas ventajas como inconvenientes tiene la moderna, y nada prueba más lo que decimos que el que en tantos años que lleva de fecha se canta tan generalmente mal como en los principios.
Ningún interés musical tenemos en hacer la defensa de la antigua marcha, que, sin vacilar, confesamos ser muy inferior, como música, a la moderna; pero, como patriotas, nos duele ver preferido un canto que no va acompañado de un solo recuerdo glorioso para un chileno, mientras la antigua no sólo se hizo oír en Chile, si no en el Perú, donde San Martín condujo nuestro ejército, unido al argentino.
Permítasenos un corto análisis de la canción de Carnicer, que probará lo que decimos.
No consideramos la introducción, que éste es un adminículo desconocido en todos los modelos de esta especie de canto. La Marsellesa no tenía en su principio introducción; no la tiene la inglesa God save the King, a pesar de su pequeñez, ni la tenía en su origen la canción argentina, que después hemos visto preceder de una especie de introducción que, sin duda, es una imitación de alguna antigua misa de réquiem. La canción peruana, última de las que hemos nombrado, tampoco la tuvo al principio. Su autor, don Bernardo Alzedo, le puso introducción a su vuelta al Perú, el año 1864.”
Hablaremos desde que entran las voces. Al fin de lo trece primeros compases se encuentra un pasaje de ejecución que creemos muy difícil hacer con regularidad, por personas que no hayan vocalizado antes algún tiempo. Cuatro compases después hay uno entero de semitonos aun de mayor dificultad, y antes de la última nota de la estrofa hay tres tresillos continuos que están en el caso de los retazos citados.
Pero donde como de intento reunió el autor todas las dificultades de entonación fue en el coro, es decir, en aquella parte de la canción en que debió esmerarse por hacerla accesible a todas las voces.
Aquí se encuentra hasta un inconveniente indisculpable en un compositor de la capacidad de Carnicer: la altura de las notas, y este inconveniente es insuperable, pues, cantando en tono menos alto que el del original, las voces bajas no se oirían.
Siendo tan conocido por todos lo impopular del coro, nosotros sólo haremos una observación. A los dieciséis compases después de la entrada de las voces, hay un compás que empieza por un acorde de séptima disminuida, que sólo puede ser entonado por cantores muy acostumbrados.
La dificultad de tal pasaje se aumenta mucho desde que se canta sin las tres voces que, a lo menos, pide este acorde, llegando esto hasta el caso que, cuando el coro es cantado por una sola persona, ésta tiene que abandonar las notas de la primera voz para tomar parte de las del bajo, que es la única que aislada presenta alguna melodía.
Las repetidas interrupciones de la voz, sobre todo la que precede a la entrada del coro, hacen indispensable el auxilio de instrumentos acompañantes y éste es un gran defecto en composiciones de ésta clase.
Nuestras observaciones no tienden en lo menor a menoscabar el mérito reconocido de que goza Carnicer. No criticamos su música como tal, sino como canción popular.
Por lo demás, lo que de nacional tiene esta marcha, se comprenderá bien al saber que la música es de un español y los versos de un argentino...
Algo parecido podemos decir del toque de a la carga, palabra desconocida antes de que llegara a Chile San Martín, que ha corrido la misma suerte de la antigua marcha nacional.
La música de este toque, traída por aquel ejército, y que se oyó desde Chacabuco hasta la última batalla de la Independencia, y aun muchos años después, ha sido reemplazada con el sistema anárquico de que cada banda de música toque la suya. Con el agregado de variarse a discreción y según el gusto de los jefes de batallón.
No es difícil hacer otra cuya entonación sea más bonita; pero, ¿qué recuerdo, qué glorias nos traería a la memoria? Más de una vez tuvimos la idea de dar una sorpresa al general Las Heras, mandándole una banda que lo saludara con el antiguo toque de carga en el aniversario de Chacabuco o Maipo; pero nos retrajo de ese pensamiento el temor de conmover quizá demasiado aquella alma de fuego. Hace algún tiempo la hemos borroneado en un pedazo de papel para que no muera con nosotros...
Cuando escribíamos los datos que acaban de leerse sobre la canción de Robles, lo hicimos con la intención de rectificar el error en que parece haber caído el señor Intendente Vicuña[2], confundiendo, en su decreto de último de agosto la poesía con la música de la antigua Canción Nacional.
Ahora nos encontramos con que el señor don Miguel Luis Amunátegui cae en el mismo error, pero de un modo más erudito y terminante, pues dice que “se cree obligado a rectificar” lo que afirmamos al decir que la Canción Nacional, con la música de Robles, se cantó por primera vez el 20 de agosto de 1820.
Si alguna duda hubiéramos tenido sobre este particular, los argumentos del señor Amunátegui la habrían disipado por completo.
Dice este caballero: “La Canción Nacional se tocó y cantó por primera vez en las fiestas de setiembre de 1819”. ¿Esta canción que se tocó y cantó fue con la música de Robles? No, señor. Pudo cantarse y aun bailarse con el sinnúmero de entonaciones que aparecieron cuando salió a luz la poesía de don Bernardo Vera ese mismo año, de una de las cuales, que no era la más fea, aún conservamos parte en la memoria.
Sigue el señor Amunátegui: “El Presidente del Senado, don Francisco Antonio Pérez, comunicó por oficio de 20 de septiembre del año citado al Director Supremo don Bernardo O’Higgins que aquella corporación había visto con placer la canción que éste le había acompañado, y que ella merecía justamente el nombre de Canción Nacional de Chile; con que el Senado la titulaba”.
¿Dónde está aquí, no diremos la música de Robles, pero cualquiera otra? El Senado habla de la poesía, porque a la poesía sola, como a la música sola, se les puede llamar y se les llama Canción Nacional.
Pero donde la lógica del señor Amunátegui es matadora es en lo que sigue: “Puede Vuestra Excelencia -decía Pérez a O’Higgins— mandarla imprimir, repartiendo en todo el Estado ejemplares, y al Instituto y escuelas para que el 28 (¿el 28?) Del presente saluden el día feliz en que dio, el primer majestuoso paso de su libertad”.
El Senado ponía al Director Supremo en un terrible aprieto, pidiéndole que mandara imprimir la Canción Nacional, música y versos, según el señor Amunátegui; y esto muy de prisa y en Chile, donde no se conoció el arte de imprimir música hasta veinte años más tarde. El Director debía haber vuelto la mano al Senado convocándolo para preguntarle en qué imprenta o litografía se haría la obra, del mismo modo que el emperador romano reunió al Senado para consultarle con qué salsa guisaría un pescado muy gordo que acababan de regalarle.
Continúa el señor Amunátegui: “El mismo 20 de setiembre de 1819, el Director O’Higgins promulgó el precedente acuerdo del Senado; y, entre otras cosas, ordenó que al teatro se pasaran cuatro ejemplares para que al empezar toda representación se cantara primero la Canción Nacional. ¡Cuatro ejemplares! Si era con acompañamiento de piano, con uno había suficiente. Si para orquesta, con uno había de sobra, pues la orquesta de que formábamos parte no tenía más que ocho músicos. Pero nos olvidábamos de que la imprenta de música de don Bernardo se había anticipado 20 años a su época.
Claro es, pues, que se trata de los versos, pues las tiritas de papel en que Robles había escrito la música para la orquesta estaban en el archivo del teatro, con las sinfonías y oberturas que se tocaban en los entre actos.
Añade el señor Amunátegui: “Para que no quede la menor duda acerca de este, punto, léase el documento siguiente: “La canción patriótica, cuya composición encargó S. E. el Supremo Director a usted, ha ocupado un distinguido lugar en la fiesta nacional del 18 de Setiembre, habiendo primero merecido el título de Canción Nacional por la sanción de los poderes Legislativo y Ejecutivo. S. E. tiene la mayor satisfacción de que usted ha desempeñado su encargo manifestando un entusiasmo y brillantez propios de un acendrado patriotismo y acreditado talento. De orden suprema, tengo el honor de comunicarlo a usted para su satisfacción. Dios guarde a usted muchos años. — Ministerio de Estado, octubre 2 de 1819.- Joaquín Echeverría.- Señor doctor don Bernardo Vera.”
¿Dónde está Robles y su música?, volvemos a preguntar.
Como si lo anterior no fuera bastante para abrirle los ojos a un ciego, aun añade el señor Amunátegui que el 20 de agosto de 1820 se cantó “por la vigésima o quincuagésima vez” la canción de Robles.
Lo que hay de cierto es que el señor Amunátegui cae en su error por la cuadragésima vez, haciendo cantar la música de Robles cuando éste no soñaba en escribirla. Ya antes había dicho “que hay constancia fehaciente de haber sido compuesta en 1819 no sólo la letra de la Canción Nacional, sino también la música”. ¿Qué música? Ya hemos dicho que hubo canciones en gran número, como sucedió antes en Buenos Aires, y más tarde en Chile, con motivo del himno de Yungay, del señor Rengifo.
De propósito no hemos querido mencionar ninguno de los muchos datos que, como contemporáneos, podríamos alegar, prefiriendo aquellos con que el señor Amunátegui cree rectificarnos.
Cite este caballero, no ya algún decreto, sino algún documento o escrito en que pruebe con razones, especiosas siquiera, que la música de Robles, de Robles decimos, se cantó antes del 20 de agosto de 1820, y esté seguro de que la primera vez que tengamos el gusto de encontrarnos en su presencia levantaremos nuestro sombrero más alto que de costumbre.
En 1845 se trasladó a Valparaíso la compañía Pantanelli, a estrenar el teatro, situado en la calle de la Victoria, construido por don Pedro Alexandri.
Al contratar este empresario a los cantantes tuvo también que hacerlo con la orquesta, que en su mayor parte la componían los músicos de la Catedral. Organizada la que debía funcionar en Valparaíso, quedó en la Catedral, con sólo dos excepciones, una orquesta a propósito para desollar los oídos de los devotos y hacer emigrar las ratas.
Seis meses duró la temporada de Valparaíso, y esta circunstancia probablemente sugirió al señor Valdivieso [3], presentado ya como Arzobispo, la idea de reemplazar la orquesta con un órgano, que se encargó a Inglaterra. Llegó el órgano el año de 1849, y con él, un organista, encargado también.
Organo y organista se merecían. El señor Howell, inglés de nación, era un consumado profesor, y el órgano era superior no sólo a todos los de la América del Sur, sino también a los de la del Norte. Este órgano no tiene triángulo, platillos, bombo ni timbales, instrumentos repetidas veces prohibidos por la Iglesia, particularmente por el Papa actual.
Esos ruidos hacen abrir tanta boca a los necios, excitan la compasión de las gentes de juicio y a quienes duele que de ese modo se ultraje al pontífice y rey de los instrumentos.
Casi a un mismo tiempo que Howell, llegó a Chile M. Desjardins, antiguo organista de San Eustaquio, en París, y muy notable profesor de harmonium, para cuyo instrumento había escrito un método, que hemos visto.
El señor don Pedro Palazuelos, que desde mucho tiempo había concebido la idea de fundar un Conservatorio en Santiago, creyó oportuna la adquisición del señor Desjardins y le facilitó los medios necesarios para que organizara una escuela preparatoria, en una sala de la cofradía del Santo Sepulcro.
Los buenos resultados de este ensayo animaron al señor Palazuelos, alma eminentemente artista, para solicitar del Gobierno la fundación de un Conservatorio. Gran trabajo tuvo para conseguirlo; pero a su entusiasmo no había resistencia posible.
El que esto escribe, sin desconocer el mérito de Desjardins, deseaba que la plaza de director de ese establecimiento se diera a oposición, según lo había acordado el Senado, a indicación del señor don Pedro Mena, en la certidumbre de que con este proceder se tendría lo mejor, si el Gobierno, como en otros casos, no hacía de las suyas.
A esto se agrega que el señor Neumanne, gran profesor que habíamos conocido en Lima, estaba próximo a llegar a Chile, como en realidad sucedió. En este caso Neumanne habría sido preferido. Con este motivo dirigimos al señor M. A. Tocornal, Ministro de Instrucción Pública, una carta que con su contestación se publicó entonces en el Semanario Musical, en la que le decíamos: “Tan distante estoy de todo interés personal, que, respetando como debo toda determinación que US. tome a este respecto, nada me parece más justo que, siguiendo el acuerdo del Senado, dar esta plaza a oposición. De este modo se tendrá lo mejor y quizás esto daría por resultado un profesor de primer orden... No concluiré ésta sin decir a US. que uno que merece este nombre acaba de llegar a Valparaíso”.
El señor Ministro tuvo a bien contestar a nuestra carta, en otra en que nos dice entre otras cosas: “Yo doy a usted las gracias por la franqueza e ingenuidad de sus observaciones, y aunque no he tomado resolución alguna sobre este negocio, ni anticipado una simple promesa, si llegase el caso de obrar, no perderé de vista la imparcialidad y justicia con que debe procederse.
“Siempre que usted se sirva hablarme o escribirme sobre materias en que pueda ilustrarme, le quedará agradecido, etc.”
Con gusto transcribimos las palabras de este alto funcionario, reconocido como uno de los hombres más eminentes de Chile. Si sus palabras nos honran por la justicia que hace a nuestras intenciones, ¿qué elogio no merece el hombre superior que cree puede ser ilustrado en ciertos casos, aun por aquellos que ocupan un lugar subalterno en la sociedad? No es el señor Tocornal de los que creen que la atmósfera de un salón ministerial infunde ciencia universal.
“Guizot, en un caso idéntico y desempeñando iguales funciones que el señor Tocornal, no creyó que debía legislar en música sin consultar a hombres inteligentes en la facultad.”
Esto escribíamos en 1852. Las personas que quieran saber cómo procedió Guizot, de quien quizá podría decirse sin temeridad que nada ignora, pueden consultar en la Biblioteca el periódico citado.
Salió del Ministerio el señor Tocornal. La política, la pequeña política, metió su cola. Se hizo un embrión del Conservatorio, y el acuerdo del Senado no se tomó ni siquiera en consideración. El favor y los empeños hicieron los nombramientos. Nuestros lectores, por lo demás, no nos agradecerían una lección que saben más bien que nosotros: que ésta es la historia —antigua, media y moderna— de cómo los gobiernos dan los empleos.
Hay escuela de pintura; de escultura, etc.: ¿cuál de estos establecimientos presta servicios tan útiles y benéficos como el Conservatorio? Ninguno. Baste decir que esta institución es la única en que tienen parte las mujeres, que la ocupan en su mayor parte, proporcionando a gran número de familias pobres una profesión que las pone a cubierto de la miseria y del vicio.
El Conservatorio es el único establecimiento de esta especie en que el director no tiene sueldo como tal; así se explica cómo la Academia de Pintura y la de Escultura tienen casi doble dotación, gozando sus directores de más de dos mil pesos de renta.
Hemos sido profesor, director y presidente del Conservatorio. A todo hemos renunciado; no por la escasez o absoluta falta de honorario, sino por el desdén con que, con pocas excepciones, es mirado, llegando el caso de haber Ministro que no ha sabido dónde está situado... No faltan personas que piensan que sólo sirve para divertir a los que aprendan.
En 1847 ó 1848, el señor don Salvador Sanfuentes, Ministro de Instrucción Pública, estableció en la Escuela Normal de Preceptores una clase de canto elemental, de la que fuimos nombrado profesor.
Advertiremos que, si a veces vacilamos en las fechas, es porque escribimos estos recuerdos sin ningún dato a la vista, fiados sólo en nuestra memoria; pero aseguramos, al mismo tiempo, que en caso de equivocarnos, jamás será en más de un año.
El pensamiento del señor Sanfuentes era de gran importancia, porque, fuera de los resultados físicos que produce el ejercicio del canto para los que lo estudian, hay otros de más consideración. En el extenso informe leído ante el Concejo Municipal de París en 1835, con el objeto de introducir definitivamente el canto elemental en las escuelas primarias, formulado por Bauvatier Cochin, Orfila, Perrier y Boulai de la Meurthe, se dice:
“Los antiguos empleaban este arte como un medio de hacer amar la virtud, de calmar las pasiones, de suavizar las costumbres y de civilizar a los pueblos. Desde luego, su poder de moralización no es para nosotros un problema. No queremos hablar aquí de los efectos fisiológicos que el estudio de sí mismo ha podido revelar a cada uno de nosotros; queremos hablar de los resultados reales obtenidos en las escuelas donde se enseña el canto.
No solamente esas escuelas se hacen notables entre las otras por sus resultados y buen porte, sino que en estas mismas escuelas los alumnos de canto se distinguen entre sus condiscípulos por su mayor aplicación, suavidad de maneras, y benignidad...
Bajo cualquier aspecto, pues, que se mire: moral, normal, económico o nacional, la enseñanza del canto es útil... El célebre filósofo Herder decía: “Una reunión de cantores es una reunión de hermanos”.
Da pena tener que recurrir a esta erudición barata para probar a nuestros hombres públicos el deber en que se encuentran de prestar alguna atención a este ramo, en que si sus antecesores hicieron poco, ellos no han hecho absolutamente nada.
No les pedimos que, como el Gobierno de 1848, funden una clase de canto en la Escuela Normal ni, como el de 1852, la creación de un Conservatorio, pues, pobre como es, ya lo hay. Les pedimos que con su indiferencia, o con otra cosa peor, no destruyan lo que hicieron sus antecesores.
¡Pobre Conservatorio! ¡Pobre música! ¡Qué de sopapos habéis recibido en estos días!
Habiendo empezado en 1848 la clase de canto en la Escuela Normal de Preceptores y reduciendo los cálculos a su última expresión, hay de sobra para que en los 24 años corridos se hiciera en todas las escuelas fiscales clase de canto, y para que a la fecha hubiera muchos miles de personas que supieran regularmente música y canto, pudiendo los que no tuvieran buena voz dedicarse a tocar algún instrumento.
Después de tantos miles de cantores que, según los cálculos del señor Sanfuentes, debían solemnizar las fiestas cívicas y religiosas, ¿quieren saber nuestros lectores en cuántas escuelas fiscales o municipales se enseña la música? En ninguna...
Llevada a cabo la idea de aquel Ministro, daría muchos y buenos resultados. Apuntaremos sólo los siguientes: en las grandes fiestas nacionales, reunidas las escuelas de una localidad, y cantando cosas adecuadas, presentarían un hermoso y conmovedor espectáculo, proporcionando un recurso poderoso que, sin exigir gasto alguno, solemnizaría esas fiestas tan tristes en la mayor parte de nuestros pueblos. “El niño que haya aprendido a cantar canciones de escuelas —dice Mainzer— sabrá cantar un día los cantos de guerra, los cantos de la patria.”
¡Cuántos artistas perdidos por no tener ocasión de ejercitar y desenvolver sus facultades por, falta de ocasión!
Los primeros beneficiados serían los preceptores primarios, a quienes la práctica de la enseñanza pondría en disposición de dar lecciones particulares, proporcionándoles de este modo una entrada que aliviaría en parte su triste situación.
Cuando, en 1850, sin ser nosotros naturalistas, geógrafos, marinos, astrónomos ni ingenieros, se le ocurrió a ese Gobierno hacernos emprender un viaje al interior de Chiloé fuimos a parar a Castro, el pueblo más importante después de Ancud, la capital. Entre paréntesis, Castro da un diputado y un suplente; ¡no lo echen en saco roto los aficionados! Aquel pueblo era y es más triste que un cementerio. A cualquiera hora del día y de la noche se oiría el vuelo de una mosca.
Había dos escuelas, una de ellas fiscal, bastante concurrida. La visitamos y tuvimos el gusto de encontrarnos, con un joven que había sido nuestro discípulo en la Escuela Normal. Nuestra primera pregunta fue si enseñaba la música; nos contestó que no, por dificultades que no encontramos convincentes.
Se celebraba en esos días la Pascua de Navidad, ¡y toda música de aquella fiesta tan popular se reducía a una especie de viola horriblemente tocada! ¡Cuánta animación hubiera dado a esa fiesta y a ese pueblo esa escuela, cantando música fácil y a propósito!
Con motivo de esa pobreza de recursos, preguntamos al Gobernador, comandante Roa, con qué recursos contaba para celebrar los días de la patria. Nos contestó: “La ciudad tiene 18 pesos de entrada anual; doce se invierten, con acuerdo de la Municipalidad, en los gastos ordinarios de la localidad, y los seis restantes en las fiestas del 18. Este año —añadió— han estado muy buenas, porque les hice pegar fuego a esas montañas que nos rodean, y la ciudad estaba como de día”.
Los señores don Eusebio Lillo y don Vicente Villarreal, de paseo como nos otros, presenciaron este diálogo.
Cuando, en uno de los párrafos anteriores de este artículo, lamentábamos el abandono en que de algún tiempo a esta parte se dejaba al Conservatorio de Música, estábamos muy distantes de pensar que escribíamos una especie de epitafio.
Ya que no en el mensaje presidencial, en el que más, de una vez se ha hecho mención de este establecimiento, por lo menos en la memoria del Ministerio del ramo esperábamos que se le tomara en cuenta, cual se hace con otros que están muy lejos de prestar al país tan útiles servicios, como los que ya hemos apuntado en otra parte.
Nos equivocamos; y, valiéndonos de una frase de moda, sólo diremos que el Conservatorio en esa memoria “brilla por su ausencia”.
El Conservatorio decididamente ha pasado a formar serie con otros establecimientos de que sólo se acuerdan los Gobiernos cuando hay algún ahijado a quien acomodar, cometiendo, con este fin, las más notorias injusticias y hasta infracciones de ley...
Tenemos a este respecto un pecado de que, como de otros muchos, aún no hemos hecho penitencia.
Somos causa de que los intendentes de Santiago sean presidentes natos del Conservatorio.
Cuando hace cinco o seis años renunciamos a esa presidencia, suplicamos a uno de los dos señores, don Manuel Amunátegui o don Carlos Riesco, oficiales del Ministerio de Instrucción Pública, indicara al señor Ministro del ramo que diera en adelante, por razones que hicimos presentes, la presidencia del Conservatorio a los intendentes de la provincia. Ese señor, hecho cargo, lo suponemos, de nuestras razones, nos reemplazó, y se ha seguido haciendo como lo habíamos solicitado.
El resultado de esta medida está en nuestra contra, y el pobre Conservatorio ha sido víctima de nuestra imprevisora indicación, atendida por el señor Ministro como no merecía serlo.
Las condescendencias de los intendentes, contrarias en muchos casos a la justicia y al reglamento respectivo, deben cesar en adelante, haciendo retribuir ese trabajo como corresponde.
El mal, por otra parte, no está precisamente en que los intendentes presidan el Conservatorio. Está en que el Gobierno, de algún tiempo a esta parte, se ha olvidado de que hay un reglamento que lleva la firma del Presidente Bulnes y del señor Mujica, Ministro respectivo. Este reglamento establece una comisión que tiene la dirección superior del establecimiento, pero de la que el Gobierno prescinde hasta el extremo de haberla abolido tácitamente para entenderse sólo con su agente constitucional, el intendente.
Todo lo dicho es sermón en desierto, y las cosas seguirán como hasta el día, por la razón muy sencilla de que este sistema es muy cómodo para los que mandan.
Habiendo llegado lo que hemos escrito sobre música a la época presente, que para nuestros lectores es tan conocida como para nosotros, suspendemos por ahora nuestros apuntes para dedicarnos a zurcir algunos artículos sobre otras materias.
Damos fin al presente con la noticia que sigue:
En agosto de 1834 se encontraron reunidos una tarde, en el Café de la Nación, el célebre actor Morante, el bailarín español Cañete, el muy notable actor, español también, Domingo Moreno Ramos (que cantaba como un maestro, sin saber una nota de música), y el autor de estos apuntes.
Morante se quejaba de que, debiendo dar un beneficio a principios del próximo septiembre; no tenía ninguna novedad que ofrecer al público.
Al oír esto, Moreno dijo a Morante: “Yo tengo en la memoria una hermosa marcha patriótica; pero, es preciso que usted le cambie la poesía, porque la que yo sé no puede servir para Chile, pues empieza con estos versos:
Al sepulcro de Bravo y Padilla, etc. Apenas oyó Morante la primera estrofa, la reemplazó, imitando el canto de Moreno, con:
Al dieciocho inmortal de septiembre, etcétera.
En seguida se convino en que Morante haría las demás estrofas y el coro y en que nosotros debíamos trasladar al papel lo que nos entonara Moreno, poniéndole acompañamiento de orquesta y enseñándola a los actores que se prestaran a cantarla; lo que todos hicieron, sin excepción. Morante tuvo un buen beneficio.
Este es el origen de esta hermosa canción, que todos nos atribuyen, y en que no tuvimos más que una pobre cooperación.
__________
[1]
El Dr. Vera escribió en el telón del teatro lo siguiente, que se le ocurrió oyendo misa, al alzar: “He aquí el espejo de virtud y vicio, Miraos en él y pronunciad el juicio". Volver.
[2]
Benjamín Vicuña Mackenna. (N. del E). Volver.
[3]
Rafael Valentín Valdivieso. (N. del E). Volver
VIII. Policía de Seguridad y Garantías Individuales
Nuestros lectores habrán notado más de una vez en algunos de nuestros anteriores artículos la frecuencia con que citamos el año 1830. No es culpa nuestra, pues esta fecha se nos presenta involuntariamente, por la naturaleza de los hechos, podríamos decir, como el punto de partida de todos nuestros progresos.
La paz de 40 años, interrumpida seriamente sólo tres veces, y por cortos intervalos, ha sido indudablemente el principal agente de nuestros adelantos, sin ejemplo en la América del Sur.
La Constitución de 1833, a pesar de los defectos de que se la acusa, si no es el motor de nuestra no interrumpida prosperidad, no ha sido tampoco un estorbo; y ya sería tiempo de que cesaran las vanas declamaciones de políticos de pacotilla.
No hace mucho un orador, contra la voluntad de Dios, repetía, en la Cámara de Diputados, la antigua cantinela de “esa Constitución es la causa de todas las desgracias de Chile”. Si el señor diputado se hubiera tomado el trabajo de enumerar esas desgracias, es seguro que habría mucho que descontar. Desearíamos saber si las desgracias permanentes de casi todas las repúblicas de esta América se deben también a nuestra Constitución, y si del caletre del orador habría salido otra que nos hiciera más adelantados, más libres y más felices de lo que somos.
Desgracia es para tales políticos que las cuarenta navidades de la maldita Constitución la hayan endurecido de tal manera que, a pesar de los pinchazos de los reformistas, permanezca aún intacta, y que todavía no estén de acuerdo sobre por dónde deben dar principio al destrozo.
Antes de 1820, no había más guardianes de la propiedad que los guardas de las tiendas, cuyas funciones se limitaban a cuidar el reducido recinto del comercio, que no se extendía a más de dos cuadras de la plaza, y no en todas direcciones. El penúltimo jefe de aquel cuerpo, si no estamos equivocados, fue el español don Manuel Imas, asesinado jurídicamente el año 1817. Poco después de la batalla de Chacabuco.
Este hecho atroz nos trae a la memoria otros análogos ejecutados entre los años 18 y 20, en individuos de esa nación, a inmediaciones del cementerio, después de haberlos hecho prestar ciertos servicios. En alguna parte hemos leído que los antiguos reyes de Persia hacían desaparecer a los agentes secretos de quienes se habían servido para entenderse con los sátrapas de su imperio, en negocios en que un testigo podía ser perjudicial.
Como nada nos consta personalmente, al hacer estas referencias nos atenemos sólo a lo que hemos oído con generalidad en esos tiempos, citando se nombres propios que no hemos olvidado, pero que omitiremos.
Se decía, por ejemplo, y no hace dos meses lo repetían varios caballeros en nuestra presencia, que el capellán del cementerio, a quien no podían ocultarse aquellos hechos, se dirigió al Gobierno para ponerlos en su conocimiento, pero que a las primeras palabras se le mandó callar bruscamente [1].
Este denuncio del capellán, que nos parece imprudente, pues se añadía que había nombrado a la persona que presidía aquellos actos, lo confirmamos en cierto modo, más tarde, por lo que verán nuestros lectores.
Diez o doce años después de estos rumores tuvimos relaciones con el denunciado. En una ocasión en que, en presencia de varias personas, se nombró al capellán antedicho, aquel sujeto dijo estas palabras: ese clérigo me tiene muy agraviado. Ni él añadió más palabra ni ninguno de los que allí estábamos hizo ninguna observación, cayendo todos en cuenta de cuál podía ser el motivo del agravio.
Parece que los hombres de esa época, no tanto por venganza como por sistema, trataban de aterrar a los enemigos de la revolución, sobre todo a los españoles, con medidas extremas.
El primer acto de este sistema en Chile fue la muerte de Imas, que nadie que sepamos ha tratado siquiera de disculpar.
Hasta hace pocos años, nosotros, como todo el mundo, estábamos en la persuasión de que el autor de este crimen era el general San Martín.
Recordando un hecho que nada tenía que ver con este suceso, hemos caído en cuenta de nuestro error. Para asegurarnos más en esta última persuasión, nos hemos dirigido al señor coronel argentino don Jerónimo Espejo, que respetamos como la crónica más exacta y verídica de esa época.
El señor Espejo no sólo nos confirmó en nuestra idea, sino que nos suministró numerosos datos de que San Martín no podía tener parte en lo sucedido. Para desmentir esta imputación basta saber que la prisión y muerte de Imas tuvo lugar en los días 1º y 2 de abril de 1817 y que San Martín había salido para Buenos Aires el 11 de marzo de ese año, y que el 29 del mismo mes lo saludaba el Cabildo de aquella ciudad por su llegada a ese pueblo... Para el odio, la historia y la verdad son mudas.
No ignoramos que para acallar la reprobación pública se fraguó un proceso vergonzante, o más bien sin vergüenza, que sólo fue conocido de algunos iniciados. Y que era tan burda la trama, y hacía un Ministro en ella papel tan infame y ridículo, que se concluyó por quemar o esconder el tal proceso.
Muchos años después el Congreso tuvo que asignar una pensión a la familia de Imas...
En 1818 se pronunció un incendio en la Maestranza, situada a la sazón en lo que ahora es Academia Militar. Este incendio, se dijo entonces, había sido intencional, con el objeto de atribuirlo a los godos, americanos y españoles residentes en Santiago, consiguiendo así la doble ventaja de atraer sobre ellos el odio público y hacerlos pagar los perjuicios superabundantemente, pues la cosa en sí fue muy insignificante.
Unas palabras que oímos en los momentos del incendio, que fue de día, al fraile Beltrán, que había cambiado su hábito de franciscano por la casaca de artillero, y que era jefe de la Maestranza, nos dieron más tarde más luz sobre el suceso.
Conversaba con unas señoras frente al Carmen Alto. Al despedirse les dijo: “¡Ya yo sé quién ha de pagar esto!” Un incendio igual había tenido lugar en Mendoza, en vísperas de salir para Chile el ejército de los Andes. No añadiremos sus circunstancias por odiosas y agravantes.
Un año después llegábamos a mediodía a la calle del Estado, y notando muchos grupos de personas que hablaban con grande animación, preguntamos lo que ocurría. Se nos dijo que hacía poco que, pasando por allí el general San Martín, pasaba al mismo tiempo un individuo que no lo saludó, que, averiguando que era español, lo había hecho conducir a un cuartel, atado de las manos a la cola de un caballo.
Si entonces supimos quién era el español, ahora no lo recordamos.
¡Dos o tres años más tarde, sin el valor y energía de nuestro compatriota señor don José Manuel Borgoño, jefe del cuartel de la Merced, en Lima, los innumerables españoles, ancianos casi todos, encerrados allí para ser deportados a Chile, es probable hubieran dado entonces al populacho furioso el espectáculo que más tarde han dado los Gutiérrez, en ese mismo pueblo!
Podríamos referir otros hechos que eran en nuestra niñez contados minuciosamente por todo el mundo, sobre todo algunos de ellos que gozaban de gran celebridad, y que manifiestan la más completa inseguridad para la vida y propiedad de los vecinos de la capital. Aun referiremos un suceso que hizo gran ruido por las personas que en él tuvieron parte, y sobre todo por su desenlace.
Una noche de verano, en 1811, entre diez y once de la noche, estábamos entretenidos con otros niños de nuestra edad, en la calle de Santo Domingo, una cuadra al oriente de la iglesia. La luna alumbraba como de día. De repente nos sorprendió un gran ruido de caballos herrados (cosa rara entonces) que venían a todo escape del lado del río, por la calle de San Antonio. No tuvimos más tiempo que el necesario para guarecernos en el hueco de la esquina de la casa del señor don Vicente Ovalle que es ahora del señor don Luis Alcalde [2].
Un instante después, y habiendo resbalado en la losa un caballo, al querer hacerlo cambiar de dirección al oriente, cayó el jinete a nuestros pies dándose un tremendo golpe. Apenas se vio en el suelo, abandonó el caballo y corrió en dirección a la casa antedicha [3]. Casi al mismo tiempo llegaban dos jóvenes oficiales que lo seguían muy de cerca y que, al ver el caballo solo, nos preguntaron: “¿ha entrado ese picarón?” En coro contestamos: “En esta casa”, señalando la del señor Ovalle.
Se desmontaron, nos encargaron el cuidado de los caballos, y, entrando en la casa indicada, encontraron al que buscaban, tras la puerta de un cuarto del primer patio.
Lo hicieron salir, conduciéndolo a pie al cuartel de San Diego, según se supo al otro día, pero sin decirle ninguna palabra injuriosa. A una señora que acudió al ruido del suceso la llenaron de satisfacciones, a lo que contestó, lo recordamos: “Hagan ustedes su deber”.
Al otro día se supo también que el sujeto perseguido formaba parte de un grupo situado en la plazuela de la Recoleta Franciscana, en acecho de aquellos dos caballeros que frecuentaban una casa en esas inmediaciones. Los del grupo, viéndose embestidos por dos oficiales resueltamente, tomaron distintas direcciones, pero ellos se dirigieron contra el que enderezó por el lado del río, próximo al puente de madera, y que es el mismo a quien tomaron prisionero.
Pocos días después, se supo que éste había sido fusilado con gran solemnidad, pero con pólvora... No necesitamos para nuestra narración decir cómo se llamaba esta persona, que más tarde alcanzó los más altos grados en nuestro ejército, del que fue un buen servidor.
En cuanto a los otros dos actores, más de un lector sabe ya o ha sospechado que eran Juan, José y Luis Carrera.
Al preso se le halló desarmado; pero algún tiempo después, al sacudir el cuarto donde se ocultó, se encontró bajo una tarima un gran trabuco...
San Bruno, años de 1815 y 1816, había dado a lo que entonces podía llamarse policía de seguridad, esa forma odiosa y a veces burlona que ha pasado con horror hasta estos tiempos, sin que para esto hubiera ni siquiera disculpa, pues es sabido que, en los dos años cuatro meses transcurridos desde el descalabro de Rancagua hasta la victoria de Chacabuco, el país en toda su extensión se mantuvo en la más completa sumisión al rey de España, sin que la historia tenga que mencionar ni el más ligero síntoma de trastorno.
Un hecho, entre otros, confirma lo que decimos. Cuando dos o tres días después de la batalla de Rancagua entraron a Santiago las primeras tropas realistas, apareció la ciudad completamente adornada con la bandera española. Estas banderas eran flamantes, pues antes de 1810 no había costumbre de usarlas con generalidad. Agréguese a esto que en esos días, como es natural, el comercio estuvo completamente cerrado... Claro es, pues, que con nuestra conocida prudencia, tales banderas estaban listas, pero guardadas, para cuando llegase el caso... Nuestros lectores, por lo demás, no extrañarán esta previsión cuando sepan que el día de la batalla de Maipo el ejército de Osorio recibió de regalo pan caliente, mientras el nuestro no lo tuvo ni frío.
Es probable, por otra parte, que los 400 patriotas, mal contados, que el 18 de septiembre de 1810 se reunieron en el consulado para testificar de nuevo su obediencia a nuestro amado Fernando no sospechaban que, veinte años después, un decreto declararía ese día el único en que se compendiarían todas las glorias de Chile.
Y tanto menos lo sospecharían que muchos de ellos, seis años más tarde, pedían perdón desde Juan Fernández, en un documento público, al rey de España, por sus extravíos.
Don Diego Portales, autor de esta innovación, por odio al militarismo, no calculó que la tiranía trapacera y enredista de la toga haría recordar con pena el despotismo franco y glorioso del sable.
Los chilenos no pueden repetir las palabras vanidosas de Cicerón: Cedant arma togoe.
¡Pobre 12 de febrero, pobre 5 de abril, que nos disteis patria e independencia: inclinaos ante el godo 18 de septiembre, que no nos dio nada!
En los días de la entrada de los españoles hubo iluminación general.
La base de las luminarias era un elemento que tenía bien poca analogía con ellas: el barro o más bien el lodo.
Había para esto dos sistemas: el primero usado por las casas acomodadas. Este consistía en cuatro o seis palmetas de madera clavadas en la pared en una altura conveniente. En la parte redonda de esta palmeta se ponía una pelota de cieno, y en ella se enterraba la vela de sebo, de las de a cuatro por medio.
El otro modo, el más común, era pegar en la pared tantas pelotas de barro como luces debían ponerse.
En algunas casas de lujo se ponía en la palmeta un canuto de lata. Esto, por supuesto, era poco común.
La clase de acequias de entonces, que corrían por el centro de las calles, proporcionaba todo el lodo necesario para estas operaciones.
Estas se repetían cada vez que había luminarias, y lo alto de las paredes, tanto por el barro como por el humo de las velas, estaba siempre negro.
El estado de las paredes lo calcularán nuestros lectores teniendo presente que entonces no había obligación de blanquearlas.
La orden que ahora se da anualmente con este objeto sólo data del año 30 ó 31.
San Bruno era un hombre de valor. Se le encontraba en las altas horas de la noche en los barrios más apartados de la ciudad, sin más acompañamiento que un soldado armado de bayoneta a más de media cuadra de distancia. No era extraordinario encontrarlo solo, con su gran sable con vaina de hierro, el primero que nos parece haber visto antes de que llegara a Chile el célebre regimiento de Granaderos a Caballo del ejército de San Martín.
A veces no temía arriesgarse solo, como en el caso siguiente, que hemos oído varias veces a la misma persona a quien vamos a referirnos.
Sin contar muchos años, algunos de nuestros lectores habrán visto un vehículo que ya no está en uso y que se llamaba carretón. Este servía para transportar a las familias que tenían quintas inmediatas, y para toda clase de paseos. No tenía sopandas, y, por consiguiente, no era muy suave. Los carros de los grandes triunfadores romanos tampoco las tuvieron.
Ordinariamente, el carretón estaba en el zaguán o en el primer patio de la casa. Este lugar ocupaba el que había en casa de las señoras Guzmán, calle de Santo Domingo [4]. Era familia de patriotas, como la del frente, del señor Ovalle, de que hemos hablado antes.
Don José Urriola, hermano del coronel don Pedro, muerto en la revolución del 20 de abril de 1851, que aún era seglar, salía una noche de la casa de las señoras Guzmán, sin sombrero y dirigiéndose a la del frente, donde vivía su hermana doña Pabla, esposa del señor Ovalle [5]. Al llegar al medio del patio de la casa de las señoras Guzmán, advirtió que salía del carretón precipitadamente un hombre de levita y sombrero redondo, llamándolo, repetidas veces:
- ¡Señor don Pedro, señor don Pedro!
- Yo no soy don Pedro.
- ¿Quién es usted?
- Soy José Urriola.
- ¿Y su hermano?
- Hace dos años que no sabemos de él.
- ¿Dónde está?
- Creo que en Mendoza...
Esto pasaba en un patio completamente oscuro y sin un solo testigo. En seguida San Bruno acompañó al señor Urriola hasta la, puerta del señor Ovalle en conversación amistosa, despidiéndose en seguida con mucha cortesía.
La luz que parece ser un gran elemento de orden, a veces lo es de tiranía. Tan a pechos han tomado esta máxima algunos Gobiernos, que nosotros hemos visto en 1859 a uno de ellos encender el gas en noche de luna, por temores de revolución. Pero, los Gobiernos de aquellos tiempos no ocurrían a este expediente, muy recomendado por Maquiavelo, probablemente por la proverbial mansedumbre de los chilenos.
A las siete de la noche en invierno, y a las ocho en verano, no había más luz en toda la ciudad que los poquísimos faroles, sucios siempre, en las calles de que hemos hablado antes, y los que pertenecían a los conventos, que no eran más aseados. A las diez, pero infaliblemente a las once, toda luz había desaparecido.
En 1829, apenas pasada la medianoche, nos encontrábamos en una casa situada a poco más de tres cuadras al poniente de la iglesia de Santo Domingo. Al asomarnos a la calle con otros amigos para retirarnos, no divisamos una sola luz en toda la extensión que abarcaba nuestra vista. Empezaba a llover, y por todos estos motivos se creyó una temeridad nuestra resolución de dirigirnos solos a nuestra casa. Para nosotros, la verdadera temeridad consistía en dormir en casa ajena, en la alfombra del salón, sin, más abrigo que la compañía de doce o quince individuos que estaban resueltos a no recogerse a sus casas.
Nuestra primera operación al emprender la marcha fue tomar el medio de la calle, cerrar el paraguas y llevar lo horizontalmente para cercioramos cuando pudiéramos encontrarnos con algún obstáculo en nuestro camino.
Era tan densa la oscuridad, que el único medio por el cual conocíamos que habíamos llegado a una bocacalle era el viento Norte, que soplaba, lo que nos servía para contar las cuadras que habíamos andado.
Al llegar a la bocacalle llamábamos: “¡Sereno!” tres o cuatro veces consecutivas, sin que jamás se nos contestara una palabra.
Había algunas calles que gozaban de gran reputación por su soledad. Al hacer esta observación no nos referimos a los barrios apartados del centro de la población: hablamos de calles muy inmediatas a la plaza principal. La de San Antonio, que está a una cuadra al oriente de la misma plaza, se encontraba en este caso; pero sobre todo la que corre de la plazuela de San Agustín hasta la del Teatro Municipal, era aterrante hasta por su nombre -calle de La Muerte-, con alusión, según recordamos, a un esqueleto de madera que la representaba y que los padres agustinos guardaban no muy oculto en un cuarto del convento que tenía ventana a la calle.
No había en toda esa cuadra un solo habitante, y por gran rareza se solía alquilar alguna de las varias cocheras que había en ella.
La Cámara de Diputados se reunía, en 1847, en el lugar en que ahora está el Teatro Municipal, y con este motivo pasaban por esa calle los Diputados. Nadie ignora que un famoso asesino estuvo muchas noches en acecho del señor Manuel Cifuentes en una de esas cocheras, para la que se había proporcionado una llave; pero se libró aquel caballero por haber pasado, sin la menor sospecha, siempre acompañado. Al respetable señor Fernando Lazcano, Diputado también en ese entonces, le hemos oído decir que, al pasar por allí algunas noches, había visto al asesino, pero sin sospechar ni remotamente sus intenciones.
Más tarde consumó su crimen en la misma casa del señor Cifuentes, pero lo pagó en el patíbulo.
Las personas acomodadas se hacían preceder por un criado armado de un farol. Las que lo eran menos, los hombres sobre todo, llevaban linternas que les prestaban el servicio de advertir a los ladrones dónde y cuándo debían embestirles.
En una de estas mismas cocheras había, el año de 1810, en vísperas de la revolución, un carpintero llamado Trigueros. Esta cochera pertenecía a la casa del señor don José Antonio Rojas, el más antiguo conspirador de Chile, pues había hecho o tratado de hacer su primer ensayo en 1780.
Los Clodios y Catilinas de peluca y calzón corto, por exceso de precaución, tenían sus conciliábulos en lo más apartado de aquella casa, que es ahora de don Domingo Ugarte, recién edificada en la plazuela del Teatro Municipal.
El cuarto en que se reunían estaba pared o tabique de por medio con la carpintería.
Carrasco tuvo noticia, no sólo de estas reuniones secretas, sino también de lo que se trataba en ellas. Esto lo decidió a tomar presos a tres de los principales concurrentes, lo que dio origen, no sabemos con qué datos, a que el denuncio se atribuyera a Trigueros.
Diez o doce años más tarde lo conocimos de tendero y con el apellido de Solar que servía de diversión a sus viejos conocidos. Estos y el antiguo carpintero no sospechaban que este cambio de apellido lo emparentaba nada menos que con uno de los papas de más rancia nobleza, y con el duque de Valentinois, el discípulo más aprovechado de Maquiavelo.
Los que hemos conocido, aquellas épocas no nos quejamos del actual alumbrado, como a veces, sin razón, se critica el de ahora, llevando estas quejas hasta la ridiculez.
Un día llegábamos a la imprenta de Julio Belin, donde, en 1852, se publicaba La República. El cronista, que era un señor Frías, nos preguntó si habíamos visto en la noche anterior algún farol que diera mala luz. Contestamos que no nos habíamos fijado. “No importa –replicó-, estoy escribiendo contra el alumbrado, y algún farol ha de haber estado malo anoche.”
Recordamos ahora que aún nada hemos dicho acerca del estado de la prensa periódica en la época a que nos hemos referido. Personas más autorizadas que nosotros lo han hecho ya, y no somos tan temerarios que nos internemos en este terreno. Referiremos un hecho característico que dice más que muchas páginas, y del que hemos hablado hace muchos años en El Diario de Santiago.
En el año 1821 apareció en las esquinas de la ciudad un cartel en el que, después de citar un artículo constitucional que parecía garantir la libertad de imprenta, se anunciaba El Independiente.
Días después salió el periódico, y, según recordamos, se reducía a pedir algunas modestas reformas y la reunión de un Congreso. Todo ello con suma moderación.
El mismo día fue conducido a la cárcel el autor del periódico, que, según se dijo, era un sueco.
En seguida se presentó en la prisión un edecán del Gobierno, y después de saber de boca del preso que él era el autor, le dijo:
-¿Podría usted escribirlo de nuevo?
-Sí, señor.
-¿Qué necesita usted?
-Tintero, papel y una botella de ron.
Todo le fue entregado al momento, y, según el señor edecán, el periódico fue redactado entero, y con una que otra diferencia insignificante.
Esto, sin embargo, no libró al sueco de que se le hiciera salir de Chile, sin que hasta ahora se haya sabido para dónde. El Gobierno sospechaba de otras personas, pero nada pudo sacar en limpio.          
A la publicidad de este negocio se añade para nosotros haberlo oído referir al mismo comisionado, el comandante de prisioneros don Domingo Arteaga, edecán del Gobierno.
Suplicamos a nuestros lectores guarden su admiración, tanto sobre este hecho como sobre otros de que hemos hablado, para cuando, más adelante, pongamos a su vista la conducta de ciertos gobiernos  posteriores, bautizados como adelantados y liberales, y juzguen comparando las épocas y las circunstancias...
Hemos referido antes lo que se hizo el año de 1821 con un extranjero que se atrevió a escribir sobre congresos y reformas.
Durante los tres años del Gobierno del general Freire las cosas cambiaron favorablemente, y pudo escribirse con libertad.
Nuestro amigo don Bernardo Alzedo, muy apreciado del señor don José Miguel Infante, y ahora residente en Lima, nos refirió varias veces lo siguiente, contado por Infante:
Estaba una vez de visita en palacio, y un sujeto, muy amigo de Freire, le dijo: “¿Hasta cuándo sufre V. E. que se le ultraje por la prensa de un modo tan villano?” Contestó el Director: “Agradezco a usted, señor don N., el interés que manifiesta por mí; pero yo no puedo tomar ninguna medida, por que si hay razón para que se me insulte, sería una ruindad vengarme; si no hay motivo, el público me hará justicia”.
Añadía Infante “Si no hubieran estado presentes tantos adulones me habría levantado de mi asiento y le habría dado un abrazo”.
No son éstas las únicas palabras que podríamos citar del general Freire en que se manifiesta su buen sentido y su liberalismo de buena ley. Recordamos una contestación que, por su oportunidad y laconismo, no desmerece colocarse al lado de algunas que nos ha transmitido la historia, que no la valen.
En 1825 se había declarado cierta odiosidad contra el ejército en el partido liberal, en que no se omitía ninguna clase de injurias contra ciertos jefes.
En algunas sesiones del Congreso se trató de algo parecido a la supresión del ejército, y alguien preguntó qué harían esos hombres con la disminución o supresión de sus sueldos. Don Carlos Rodríguez, que estaba a la cabeza de aquella cruzada, contestó: “¡Que vayan a sembrar papas!”
Estas palabras, aunque con distintas interpretaciones, hicieron fortuna.
A fines de ese mismo año tuvo lugar la última expedición a Chiloé.
La antevíspera de la batalla decisiva marchaba toda la infantería del ejército en dirección de los puntos esenciales del enemigo. El camino era fragosísimo, y en algunos puntos nos enterrábamos en el barro hasta la rodilla.
Llegamos a mediodía a un lugar menos montañoso y sombrío, haciendo en él un corto descanso.
Al llegar el general Freire a este lugar, el coronel Rondizzoni (jefe de nuestro batallón, y uno de los más injuriados por los liberales), le dirigió, desde alguna distancia, estas palabras: “¿Que tal camino, señor?” “¡Bueno para sembrar papas, coronel!”
En tiempo del sucesor de Freire, el general Pinto, y a principios de su Gobierno, se cometió un atentado contra la libertad de imprenta, que no le va en zaga a lo que seis años antes se había hecho con el suceso de El Independiente.
Otro extranjero, M. Chapuis, francés de nacimiento y escritor de El Verdadero Liberal, publicó un artículo sobre un motín que había tenido lugar en Talca, encabezado por un sargento y un cabo, dando en cierto modo la razón a los amotinados.
De resultas de este artículo, fue preso e incomunicado de orden del Gobierno. Fue juzgado el periódico en seguida; pero no se puso en libertad al escritor, a pesar de haber sido absuelto, hasta después de haberle hecho sufrir cinco o seis días de prisión.
Este fue el primer atentado cometido por aquel Gobierno, que la pasión o la mala fe han querido hacer pasar a la historia como el tipo de los gobiernos liberales de nuestro país. Ya lo iremos conociendo por sus obras.
Poco después se sublevaron en San Fernando el diminuto Batallón Nº 6 y un escuadrón o regimiento que no llegaba a 200 hombres, encabezados por el coronel don Pedro Urriola, y, como segundo jefe, por el comandante de aquel batallón, don José Antonio Vidaurre, posteriormente jefe de la revolución de Quillota.
El Presidente Pinto salió al encuentro de Urriola con triples fuerzas, la mayor parte de guardias nacionales. La refriega no duró diez minutos, y el Presidente y su ejército fueron completamente deshechos, dejando el camino, desde las Tres Acequias hasta Santiago, sembrado de fusiles, corazas y morriones de acero, de los coraceros que formaban la escolta del Presidente. De éste se dijo, no lo vimos nosotros, que había llegado a palacio sin sombrero, a las cuatro de la tarde.
Esa misma noche, la división de Urriola (400 hombres) tomó cuarteles en la Maestranza, y, lo que pinta la época, una hora más tarde los oficiales de ambos ejércitos se encontraban cenando en el Café de la Nación (lo presenciamos), contándose sus percances recíprocos, con gran algazara y alegría. La frecuencia quizás de los motines y revoluciones, y la idea de que el que un día era vencedor podría ser vencido al siguiente, había introducido esa tolerancia mutua, increíble ahora.
Nadie dijo una palabra acerba. Sólo al despedirse Asagra, jefe de uno de los batallones vencidos, dijo en alta voz: “¡Hasta mañana caballeros!”
Por entonces, a lo menos, habían pasado los tiempos en que algunos parásitos de Gobiernos anteriores habían tratado de hacer del odio una virtud militar, si no republicana. Cuando fue capturada la fragata María Isabel, se inventó la odiosa calumnia de que, por unos papeles encontrados en ese buque, se había descubierto que don José Miguel Carrera había estado pocos años antes en correspondencia con los agentes del rey de España. Ninguno de los tres autores de esta trama era chileno.
En la noche del día en que ella circuló, dictó el comandante de armas el santo siguiente para el jefe de día y para los cuerpos de guardia: ¡Los carrerinos son peores que los godos!
Uno o dos días después de la derrota del Presidente Pinto se publicaba un bando en la Plaza de Armas, en que los vencedores daban a reconocer, no recordamos bajo qué título, jefe de la nación a don José Miguel Infante.
Este bando, que el Presidente legal oía desde los altos de Las Cajas, era arrancado de las esquinas por los amigos del Gobierno apenas era fijado.
La revolución cayó de por sí por falta de apoyo, y todo quedó como antes.
Al día siguiente, a mediodía, el mayor Quezada pasaba en dirección a la cárcel por la botica del señor Bustillos (donde estábamos), conduciendo a don Aniceto Padilla de casa del señor Infante, donde estaba de visita.
Este sujeto, desconocido de nuestros contemporáneos, ha tenido, sin embargo, una parte importante en algunos acontecimientos considerables de nuestro país, por lo menos en aquellos en que influyó el señor Infante.
Era natural de Cochabamba y muy relacionado con los jefes de la revolución argentina. Había venido a Chile muy en principios de nuestra revolución, y volvió en el tercer decenio del siglo. Se alababa del predominio que ejercía sobre Infante; y era la verdad, hasta el extremo de que cuando el señor Infante hablaba en la Cámara, Padilla, desde la barra, gesticulaba y accionaba, llegando el caso, que presenciamos, de que cuando don José Miguel no encontraba en sus discursos la palabra precisa, Padilla la decía en voz baja, haciendo reír a los que estaban cerca.
Se encontraba en Buenos Aires al tiempo de la primera invasión inglesa, en 1806. En la dispersión que sufrió el ejército inglés, Padilla ocultó a un general o jefe de alta graduación de ese ejército. Esto le valió una pensión vitalicia de parte del Gobierno inglés o de la familia de aquel jefe.
Esta circunstancia le hizo emprender un viaje a Inglaterra dos años más tarde Entonces se dijo que llevaba el en cargo de ofrecer a Dumouriez, emigrado en Inglaterra, un mando en el ejército argentino.
El delito que ocasionó la prisión de Padilla consistía, en que, siendo consejero del señor Infante, debía haber tenido su parte en esa revolución en que se consideró cómplice, a ese caballero.
Sin seguirle causa ni tomarle declaración alguna, se le hizo salir de Chile, sin que entonces ni después se haya sabido con seguridad para dónde, exactamente como se hizo con el sueco de marras. Con una diferencia, sin embargo, en contra del Gobierno liberal: y es que, en tiempo del general O’Higgins, en que tuvo efecto esa arbitrariedad, año 21, el ejército realista ocupaba una buena parte del territorio chileno, y que en ese mismo tiempo don José Miguel Carrera se dirigía a Chile con éxito favorable hasta entonces, pues su último descalabro no tuvo lugar hasta tres meses después de la publicación de El Independiente.
Tan notorio era el influjo poderoso de Padilla sobre don José Miguel Infante, que El Hambriento, periódico de esa época, publicaba en una letanía, entre otras estrofas, ésta:
De un cuico el más detestado,Que su ruin asociaciónHa minado la opiniónDe un chileno magistradoQue en el país no ha figurado,Y todos saben por qué.
¡Libera nos, Domine!
No era el señor Infante, por otra parte, el único de nuestros hombres públicos que se inspiraba en consejos de extranjeros. Podríamos citar otros, pero sólo lo haremos con el doctor Rozas, quien, era cosa sabida, tenía por consejero a un yankee, a quien no conocimos ni de vista, que se llamaba Mr. Procopio, comerciante muy dado a la política [6].
Esto explica las ideas muy avanzadas en estas materias que de palabra y por escrito manifestaba el señor Rozas y que sorprendían a sus contemporáneos.
Una sola vez vimos al señor Rozas, probablemente en vísperas de salir para su destierro a Mendoza, de donde no volvió. Salía de Santo Domingo una mañana y se dirigía a casa de don Manuel Salas. Llevaba grandes zuecos de palo, media blanca de algodón, calzón corto, capa parda y sombrero de tres picos, atravesado a lo Napoleón. Nos pareció de un feo algo subido.
__________
[1]
El Presbítero Valero primer capellán de esa casa. Volver.
[2]
Nº 47, ángulo noroeste con la de San Antonio. Volver.
[3]
Era de don Francisco Tomás. Volver
[4]
Nº 44, hoy día de don Domingo Santa María. Volver
[5]
Nº 47, ángulo noroeste. Volver
[6]
Se trata de Procopio Pollock, médico norteamericano, autor de la Gaceta de Procopio, el primer periódico manuscrito que corrió en Chile. (1808).Volver

IX. Costumbres de la Época

Las guerras de piedra de un barrio a otro, de una calle con la vecina, eran la cosa más corriente del mundo. Pero el verdadero campo de batalla, o más bien, la Italia de los siglos XV y XVI, era la caja del Mapocho, adonde acudían combatientes de todos los barrios, prefiriendo el espacio comprendido desde donde ahora está el puente de la Purísima hasta dos o tres cuadras más abajo del de Calicanto, es decir, una extensión de una milla de oriente a poniente.
En tan largo trecho jamás faltaban guerreros de uno y otro lado del río, entre chimberos y santiaguinos. Los días festivos esto no podía faltar, y gran parte de la población del sur del río, por afición o necesidad, acudía a esas batallas, estando allí, hasta algo entrado el tercer decenio de este siglo, el único paseo público de Santiago, el Tajamar.
A esta circunstancia se agregaba la comodidad que proporcionaba el malecón, desde cuya altura se veía la batalla sin el menor peligro, mientras los chimberos no vencían a los santiaguinos; cosa rara, porque las fuerzas de estos últimos eran siempre superiores, como lo era su población.
Las grandes batallas eran siempre los días festivos en la tarde, y éste era otro aliciente más para los paseantes.
La línea divisoria de ambos ejércitos era el río, del cual se prefería la parte más angosta, tanto para alcanzar a herir al enemigo con menos esfuerzos como para pasarlo, en caso necesario, en su persecución. Esta última circunstancia era sólo favorable a los santiaguinos, que, llegando casi siempre hasta los ranchos situados en el río, y encontrándolos abandonados, saqueaban como vencedores esos ranchos, escapando sólo aquellos, cuyos dueños eran mujeres indefensas.
Estos saqueos no eran precisamente por robar, pues ya se sabe lo que en un rancho puede tentar la codicia, sino por imitar la guerra en todos sus pormenores, y, más que todo, por el instinto de hacer daño, inherente a los niños.
Los santiaguinos no corrían este peligro, porque la clase de edificios, al sur del río, no se prestaba al saqueo, y principalmente porque el gran número de curiosos lo habría impedido.
Las calles del centro también eran teatro de estos combates. Había una sobre todo en que a veces se improvisaban estas batallas a cualquier hora del día y aun de noche. Esta calle era la de San Antonio, en la cuadra que está entre la de las Monjitas y la de Santo Domingo. Era preferida por una circunstancia muy favorable: en toda ella no había un solo habitante. El lado oriente no tenía más que una o dos ventanas de la casa de don Antonio Sol, en la calle de las Monjitas, que ahora pertenece a don Nicolás Larraín y Aguirre, y en el resto de la cuadra sucedía otro tanto con la casa de las señoras Guzmán. El lado del poniente lo ocupaba en toda su extensión la pared del convento de las Monjitas.
En este barrio vivimos desde 1806 hasta 1824, es decir, casi desde que nacimos. Por consiguiente, hicimos todas esas campañas hasta 1818, en que casi concluyeron por completo, entre las dos calles mencionadas.
De esos rudos combates conservamos la cicatriz de una herida que recibimos en la que entonces era nuestra frente; pues, como aquel antiguo persa, que no tenía más vestido como el de la Susana de la Exposición, decía que todo su cuerpo era cara, nosotros tenemos ahora una cabeza que casi es toda frente.
Aquellos combates infundían tal temor a los transeúntes de ambas calles, de Santo Domingo y Monjitas, que para pasar a la cuadra siguiente tenían que esperar el momento en que hubiera menos piedras en el aire, y, aun en ese caso, lo hacían a todo correr, sin que esta precaución los librara siempre de una pedrada.        
Tenía esto lugar a una cuadra de la plaza principal, donde había tres cuerpos de guardia; en la cárcel, el más inmediato; los otros dos, en Las Cajas (ahora el Correo) y en el palacio presidencial esquina del Poniente.
La guerra de piedras, según nuestra cuenta, empezó, o por lo menos tomó ese grado de encarnizamiento, el año de 1813, al mismo tiempo que principiaba la de la Independencia, y desapareció, en gran parte, de las calles del centro de la ciudad el año de 1817. En el río continuó aún hasta muchos años después.
Este hecho solo bastaría a probar la ausencia completa de policía de seguridad. Si ninguna medida se tomaba para reprimir a niños que en su mayor parte apenas tenían 12 años de edad, ¿qué podría hacerse cuando estos desórdenes eran ocasionados por hombres, y sobre todo por los mismos soldados de línea?
En los últimos meses de 1816 tenían lugar tremendas refriegas entre los batallones Talavera y Valdivia. Este último se componía en su totalidad de chilenos del Sur de la república; el otro, con excepción de dos soldados chilenos, era todo de españoles. Estos, que eran los pretorianos de Osorio y Marcó, jamás salían a la calle sin llevar colgada al costado la bayoneta de su fusil, en tanto que a todo el resto del ejército le era prohibido cargar arma alguna fuera de formación, exceptuando la oficialidad, que usaba espada. De esta desigualdad provino que, cuando estos dos batallones se hicieron enemigos los valdivianos acudieron a la piedra, que, como chilenos, manejaban con ventaja.
Había en La Chimba, a inmediaciones del cerro de San Cristóbal, una especie de chingana de ño Plaza, de gran capacidad, a donde los días de fiesta acudía el pueblo, atraído por las buenas aceitunas y su indispensable compañera, la chicha.
Allí se encontraban en esos días los soldados de ambos batallones, que, al retirarse, armaban la refriega. El pueblo, como era natural, se unía al Batallón Valdivia, compuesto, como hemos dicho, de chilenos. El éxito no era dudoso; la piedra triunfaba de la bayoneta, y los talaveras eran perseguidos desde aquel barrio apartado hasta inmediaciones de su cuartel, situado en la calle de la Catedral, en el patio del antiguo Instituto.       
Este escándalo en el ejército realista lo vimos renovarse dos o tres años después en dos batallones, el 7º y el 8º, del ejército argentino. Ambos habían sido formados en su mayor parte en Buenos Aires, y el resto en San Juan y Mendoza. En su totalidad se componían de negros africanos o criollos de esas provincias.
Siempre, y en todas partes, a las tropas que se mantienen largo tiempo en guarnición, sobre todo en las capitales, donde naturalmente son más atendidas, se las mira con odio y desprecio por las que, al mismo tiempo, sufren las fatigas y riesgos de la guerra. Se ha observado a más que esas tropas, en tal condición, al cabo de algún tiempo principian por perder el valor y concluyen por ser infieles a sus protectores. La historia abunda en pruebas, de lo que decimos.
Durante los dos años seis meses que permaneció en Chile el ejército argentino, el Batallón Nº 3 sólo se alejó de Santiago el corto tiempo que pasó en el campamento de las Tablas, antes de dirigirse al Sur; según nuestros recuerdos, no pasó de tres meses cumplidos cuando fue a la batalla de Maipo. En seguida volvió a la capital, donde permaneció hasta el año de 1820, en que se reunió con el ejército expedicionario que marchó al Perú el 20 de agosto.
El Batallón Nº 7, que, después de Chacabuco, había hecho una larga y penosa campaña en el Sur; que había visto diezmadas sus filas en el asalto de Talcahuano, y que, a mayor abundamiento, había sido rechazado con el Nº 8 por el solo Batallón Burgos, hasta volver caras en Maipo (de cuyo descalabro culpaba al Nº 8), dio principio a sus provocaciones, llamando a sus compañeros, con su pronunciación africana: ¡poyelulo! (pollerudos), comparándolos con las mujeres.
En estas refriegas volvió a tomar parte el pueblo, dejándose dirigir por ambos combatientes en sentido contrario. Tales proporciones llegaron a tomar estos combates que tenían lugar siempre en el Basural, ahora Plaza de Abastos, que fue preciso los días de fiesta sobre todo, mantener sobre las armas al Batallón Nº 2 de guardias nacionales, cuyo cuartel estaba allí mismo, para dispersar a los combatientes.
Aquellos dos batallones, de los que se formó más tarde en el Perú el regimiento del Río de la Plata, enemigos en Chile, se unieron, cuatro o cinco años más tarde, para cometer la insigne traición de entregar las fortalezas del Callao, que les estaban confiadas, a los jefes realistas y ponerse bajo sus órdenes. Nos complacemos en declarar que en este acto vil no tuvo parte ningún oficial, habiendo sido todos ellos encerrados con tiempo por los amotinados, dirigidos por el sargento Moyano, tambor mayor del Batallón Nº 8, cuya fisonomía, que aun recordamos, estaba marcada con el sello de Judas, por medio de un horroroso chirlo que le atravesaba todo un lado de la cara.
Una sola voz protestó de este crimen, y ésta fue la del africano Falucho, soldado de cazadores del mismo cuerpo, a quien siempre habíamos visto jugando a las chapitas con los niños de Santiago. Con su estatura de poco más de cuatro pies, su gorra sujeta más bien de la oreja izquierda que de la cabeza, se atrevió a desafiar a sus camaradas de Chacabuco y Maipo, llamándolos repetidas veces traidores y concluyendo por hacer astillas su fusil contra una piedra. ¡Los traidores lo fusilaron!
El general Mitre hace argentino a Falucho, fundado en llamarse Antonio Ruiz, que, sin duda, era el apellido de sus amos. Falucho era negro mula.
El ejemplo de estas traiciones, imitadas por los negros, había sido iniciado antes por los blancos, jefes algunos de ellos. Entre éstos hubo algunos que habían cambiado de bandera cuatro veces. Así se iniciaba la independencia del Perú.
Nada diremos de cómo era tratada la propiedad en esos tiempos. Parece que se profesaba el principio, no muy nuevo, de que el enemigo debía costear los gastos de guerra que se le hacía, y ya puede calcularse a qué punto se puede llegar con tal sistema.
Se había inventado un nuevo delito, enterrar su dinero o sus alhajas; como era natural, este delito se hizo endémico, y el Gobierno era asediado por innumerables denuncios de este género.
Estos entierros eran generalmente efectuados en casa ajena, a veces en despoblado, y no era raro que el dueño del entierro fuera a parar a la cárcel, después de perderlo...
En 1818, antes de la batalla de Maipo, tomó esta precaución grandes proporciones entre los españoles pudientes. Teníamos a la sazón poco más de quince años, y ya cargábamos nuestro fusil en el Batallón Nº 2 de guardias nacionales. Un día que estábamos de guardia en Las Cajas, vimos a un oficial, ya entrado en años, en grandes trajines con unos talegos de dinero. Teníamos amistad con él, y le preguntamos qué era aquello. Nos contestó con rabia: “Plata del godo Alzérreca que hemos desenterrado en un rancho del río”.
Algunos años más tarde, recordándole aquel suceso, nos decía aún de mal humor: “Ese viejo Valderrama, con sus escrúpulos de beata, con quien me comisionó el Gobierno para hacer desenterrar la plata, tuvo la culpa de que no nos quedaran mil pesos a cada uno, como se lo propuse, de los ocho mil del entierro, que estaba en pesos fuertes. Yo apenas agarré cien pesos, echándome veinticinco en cada bolsillo del chaleco y los calzones”.
Entonces también se descubrió en cierta oficina un medio de hacer pagar una contribución a los que tenían que recibir dinero del Gobierno.
Este medio consistía en haber rodeado de una alforza cosida en el interior, por la orilla de abajo, esa especie de bolsa (antes de género, hoy de metal) en que cae el dinero para pasar a la que lo recibe. De este modo, una parte de ese dinero, en lugar de caer a la bolsa del acreedor, quedaba en la mencionada alforza, pasando en seguida al bolsillo de los autores del invento.
En esos tiempos, notablemente entre los años de 1817 y 1820, en que la guerra debía ser la atención preferente del Gobierno, no era posible ejercer una vigilancia permanente y eficaz en materia de secuestros, contribuciones forzosas y extraordinarias. De manera, pues, que la mala fe y la falta de honradez podían contar con la más completa impunidad. Un hecho muy conocido entonces confirma lo que decimos.
De la casa del español Chopitea, situada en la calle de la Catedral, a dos cuadras y media de Las Cajas, y ocupada hoy por el señor don Fernando Errázuriz, salieron un día dieciocho carretas cargadas de efectos secuestrados, con dirección a Las Cajas. Llegaron a su destino dos; las dieciséis restantes se extraviaron...
Después oímos decir que, habiendo solicitado el mismo Chopitea pasaporte para el Perú, se le concedió; pero en cambio de la susodicha casa. Ciertos grandes potentados adquirieron notable celebridad por los secuestros con que corrieron...
El penitente era un personaje, casi diríamos un mito, que infundía pavor a los habitantes de la capital. La calle en que se anunciaba un penitente sólo era transitada por las personas de coraje, pues, en ciertos casos, para la gente ilustrada no era otra cosa el penitente que un ladrón disfrazado.
Su arma visible era la disciplina, de que se servía para azotarse las espaldas. Nosotros no vimos jamás ningún penitente de noche, y creemos que en esto había, mucho de cuentos de gente asustadiza. La única vez que vimos uno fue de día, en unas Tres Horas muy solemnes que se celebraron en la iglesia de la Estampa en 1820, y que fueron predicadas por el señor Arzobispo don Manuel Vicuña, presbítero entonces.
Este penitente, como todos, llevaba calzoncillos blancos, muy anchos y hasta los talones, camisa muy larga, corona de espinas, pero sólo puesta en la cabeza sin causarle herida alguna, y una disciplina de cordeles, de que no se sirvió, a lo menos durante las Tres Horas. Cargaba también una gran cruz de madera.
El penitente no llamó la atención. Toda ella estaba fija en el insigne misionero que, por su voz simpática y robusta y, más que todo, por aquellos ojos en que estaba pintada la humildad y respeto a sus oyentes, se atraía la admiración cariñosa de todo su auditorio.
Los que sólo hayan conocido al santo obispo, ya entrado en años, por el retrato que corre, se formarán una idea remota de su fisonomía en su mocedad.
El duende era otro personaje de distinta especie, que, según algunos escritores contemporáneos, especialmente Gorres, no es tan inverosímil como se cree generalmente.
El último de que nosotros oímos hablar se manifestó entre los años de 1811 y 1812.
Antes de construirse en la antigua Alameda la Cancha de Gallos y los edificios más al poniente, que principian con la casa y jardín que fueron del señor don Diego Benavente, había un gran espacio en aquella situación, donde hacían ejercicio las tropas. Allí vimos por primera vez al general Blanco [1], recién llegado a Chile e incorporado a nuestro ejército, año de 1814, con el grado de sargento mayor de artillería. Se ocupaba esa vez en hacer ejercicio de fuego con un mortero, cuyas bombas caían a cierta distancia de ese mismo lugar. Allí también concurría la gente con un objeto muy diferente. Se daban misiones. En ese lugar las dio el célebre padre Silva, después del terremoto de 1822.
La calle de las Monjitas concluye por el oriente en la que atraviesa el cerro de Santa Lucía en dirección al río, que ahora se llama de Tres Montes.
Al principiar la cuadra que sigue al oriente, y pasando la casa de la esquina, se encuentra enseguida la número 34.
En esta casa apareció el último duende, que tanto alboroto causó en Santiago en la época que hemos dicho. Vivía en ella el “guarda mayor” de las tiendas, don Francisco González, español desterrado en 1818 a Mendoza, donde murió.
Hizo tal ruido aquel duende, que por espacio a lo menos de veinte días, desde que empezaba a oscurecer, principiaban a reunirse los curiosos en tanto número, que apenas podía contenerlo el inmenso espacio que ahora ocupan los edificios antes mencionados.
La operación esencial de los duendes era arrojar piedras, no tanto a las personas, cuanto a las puertas, ventanas y muebles de las casas que se proponían atacar, buscando siempre el modo de hacer ruido.
La casa mencionada, de resultas de esto, se cerraba desde antes de anochecer; lo que daba al asunto cierto grado de certidumbre. Las pedradas en el interior de la casa eran incesantes. El duende se proveía de piedras sacándolas principalmente del tercer patio de la misma casa. A las inmediaciones había un bodegonero, ño Chena, que de cuando en cuando se acercaba a la puerta de calle con un cigarro encendido, diciendo a los que allí estaban: “Voy a poner el cigarro en el agujero de la llave: si hay duende, debe soplar”. Efectivamente, cada vez que hacía esta prueba, se veía chispear el cigarro y nadie dudaba de lo concluyente del silogismo de ño Chena.
Los dueños de casa, a quienes este hecho llegaba desfigurado, no le daban ningún crédito y creían que era travesura del bodegonero. Estaban en vísperas de desalojar la casa, a pesar de no encontrar quién quisiera arrendarla, cuando sucedió que un ama de leche, dirigiéndose una noche al segundo patio, vio que otra criada, de quien ya sospechaba, que iba delante de ella y que se creía sola, tiró una pedrada al farol que alumbraba el pasadizo.
Esto lo descubrió todo, y el duende no era nadie más que una criada, ayudada de otra, como subalterna.
El duende, a quien vimos ya viejo una sola vez hace muchos años, murió poco ha en casa del señor don Santiago Portales, convertido en una excelente criada, apreciada por este caballero, como lo merecía por sus buenos servicios.
Si el señor Portales no lee este libro. Es seguro que seguirá ignorando que la criada a quien tanto protegió es el duende que hace sesenta años hizo tanto ruido.
Antes de 1830, la policía de seguridad de Santiago estaba reducida al es caso número de serenos, que, como su nombre lo indica, sólo prestaban sus servicios desde que oscurecía hasta las primeras luces de la mañana.
Los ladrones, a quienes la vigilancia de los serenos impedía ejercer su industria de noche, se guardaban para esa hora, en que las calles quedaban poco menos que solas, no habiendo entonces para qué madrugar, desde que los que se ocupaban en construcciones de casas y otras obras análogas eran en muy corto número, por los pocos trabajos de esta especie.
La escasa dotación y recurso del cuerpo de serenos en esa época la comprenderán nuestros lectores cuando sepan que su punto de reunión y cuartel era un cuarto redondo, situado en el lugar que ahora ocupa la casa del señor don Manuel Montt, a inmediaciones del templo de la Merced.
En este cuarto, y más tarde en un pequeño corral del antiguo teatro de la Universidad, tenía su despacho el comandante de serenos; en él se guardaban las armas, sables, la mayor parte rotos, y quedaban detenidos los delincuentes hasta el siguiente día, en que eran remitidos al juzgado respectivo. Los jefes de este cuerpo eran en ese tiempo los señores Álvarez de Toledo, y Grez más tarde.
El servicio, pues, no podía estar en peores condiciones ni en mejores los salteos, robos y asesinatos.
El pórtico de la cárcel era el lugar preferido para depositar los cadáveres de los que morían violentamente, si alguien no se comedía a recogerlos. Los lunes, sobre todo, eran los días en que en aquel sitio aparecían los muertos en mayor número. Recordamos haber visto varias veces hasta tres juntos.
Al apreciable joven, amigo nuestro, don N. Fernández Puelma [2], asesinado, según se dijo, en la plazuela de la Merced se le atravesó en un caballo y, después de cruzar toda la ciudad, se le botó en la Pampilla. De allí se le trajo al día siguiente al pórtico de la cárcel, sin faltarle una sola prenda de su lujoso traje, y sin que a su más que presunto asesino se le molestara en lo menor. El crimen había tenido lugar antes de medianoche.
Un hecho que hemos mencionado en otra ocasión por la prensa dará una idea cabal del estado de nuestra policía de seguridad en ese tiempo.
En plena Cámara, en 1828, el canónigo argentino don Julián Navarro, diputado por un pueblo del Norte, decía estas palabras, que oímos y que han quedado fijas en nuestra memoria: “Este año ha habido ochocientos asesinatos en Santiago”. Nadie desplegó sus labios, no diremos para desmentir este hecho increíble, pero ni siquiera para atenuarlo; y es de advertir que esta aseveración se hacía en presencia de gran número de jueces de los tribunales de la capital, que eran diputados a ese Congreso.
Esta misma Cámara, si no nos equivocamos, fue la que luego se trasladó a Valparaíso a discutir o más bien a firmar la Constitución de 1828, obra exclusiva de don José Joaquín de Mora.
Esta Constitución, tan querida por hombres de cuya sinceridad y honradez nadie duda, ha servido de tema a ciertos liberales falsificados para dirigirle endechas, cuyo objeto a cien leguas se conoce.
Dicen que Tácito encomiaba las virtudes de los germanos para echar en cara su corrupción a los romanos. Algunos de nuestros Tácitos, al hablar de Constituciones y Gobiernos anteriores, con tanto elogio, descubren intenciones idénticas a las del progenitor de Maquiavelo; pero les falta lo que no puede falsificarse: el talento del gran historiador.
La policía diurna de Santiago no fue conocida hasta mediados de 1830, en que la estableció don Diego Portales, siendo Ministro del Interior. Sus enemigos dieron a esta nueva institución un sentido siniestro, diciendo que el cuerpo de vigilantes no era otra cosa que un vasto espionaje que debía tener al Gobierno a toda hora al corriente de los pasos y movimientos de la oposición.
Sin embargo, el servicio de esta policía era reclamado por los continuos desórdenes que se cometían en la calle pública. Podía decirse que más seguridad había de noche, con el auxilio del diminuto número de serenos, que de día, en que no se contaba con ningún recurso contra pendencieros y ladrones.
El general Pinto, que, por renuncia del general Freire, fue Presidente de la República, había hecho concebir las más altas esperanzas; no realizó nada, absolutamente nada, de lo que de su talento se esperaba. En cambio, el patíbulo funcionó por motivos políticos como en ningún otro Gobierno, anterior o posterior, aun sin tomar en cuenta una gran hornada, única en Chile, y no sabemos si en América. Nos referimos al fusilamiento de treinta personas en unas cuantas horas, en San Carlos de Chiloé, ahora Ancud, 1827.
Este hecho horrible tenía lugar después de concluida la Guerra de la independencia, cuyo último acto, a que concurrimos, tuvo lugar en las alturas de Bellavista, a inmediaciones de ese pueblo, el 14 de enero de 1826.
Mandaba el Ejército el Supremo Director Freire. Él y el sargento mayor, Maruri, presente en esa batalla con un mando importante, eran los únicos que disparaban los últimos tiros en ese día, como habían tirado los primeros. En 1813, el uno de alférez, el otro de soldado. Aquella escena funesta tenía, pues, lugar cuando ya el rey de España no contaba con un solo soldado en Chile ni en América.
Hacemos esta observación, porque el motivo de esta carnicería, según se dijo, era una revolución a favor de aquel Gobierno.
Si no hubiera tanta sangre de por medio, este hecho provocaría la risa, por la, pobreza de los medios y por su objeto verdaderamente ridículo. Algunos coscorrones habrían sido el único castigo que mereciera semejante disparate.
El digno jefe de esa provincia, sin embargo, atribuyó a este suceso, al que no sabemos qué nombre dar, una importancia que no podía tener; y la ejecución de esos infelices tuvo lugar con pormenores horribles y fue verificada con gran precipitación.
Como es muy difícil dejar definitivamente muertas en el mismo instante a treinta personas, algunos trataron de huir del lugar del suplicio, después de la primera descarga; pero fueron seguidos por la tropa que los rodeaba.
Uno de ellos se metió en un horno inmediato, y allí fue ultimado a punta de bayoneta.
En ese pueblo se conserva fresca la memoria de esta escena horrible, como sucedida ayer.
Nosotros, que muchos años más tarde estuvimos allí por segunda vez, somos testigos de esta verdad. Entonces lo oímos repetir, entre otros, por un veterano de la Independencia que había concurrido al acto como militar de la guarnición. No hace tres meses dábamos al señor don Eusebio Lillo, que oyó esa relación, memorias de aquel valiente soldado de Maipo, que se las enviaba de un pueblo del Sur, donde reside. A esto podríamos agregar una conversación que tuvimos poco antes con un jefe de artillería, que está ahora en Santiago, y que nos hablaba de aquel desgraciado suceso como muy conocido por él en Chiloé. Aun podríamos añadir una conversación tenida con un ilustrado y apreciable caballero, que hace poco ha visitado aquel pueblo, y a quien hemos oído datos que ignorábamos.
Lo más extraño para nosotros no es el hecho (que lo es bastante), sino el silencio de nuestros historiadores, sobre todo de aquellos que han estado en el caso imprescindible de considerarlo. ¿Han creído estos señores que con lo que ahora se llama “la conspiración del silencio” descargarían de su inmensa responsabilidad al principal actor de aquel drama sangriento?
¿Las quejas, justas o no, de parientes y amigos, de treinta ajusticiados, se ahogan acaso con sólo taparse los oídos para no escucharlas? Engaño nos parece; y mientras más tiempo pase, se hará más difícil su defensa por la dificultad que habrá más tarde de proporcionarse los medios de hacerla.
Creemos, por otra parte, que estas ejecuciones debieron ser precedidas de un proceso en regla. La publicación de este proceso, que suponemos muy sumario, pondría a la vista la realidad de todo lo sucedido.
Sólo la justicia nos obliga, a expresar este deseo, y nos hacemos un deber de confesar que nace en parte del aprecio y gratitud que tenemos a la persona comprometida.
Cuando en esa última expedición a Chiloé, que hicimos con aquel señor, embarcados en la Golondrina, al tomar el bote que debía llevarlo a tierra para emprender, como jefe de vanguardia, los primeros movimientos contra Quintanilla, nos encontró ya en el mismo bote. Cansado de aconsejarnos que volviéramos a bordo, nos dijo, con interés marcado dé cariño “¿Y si lo hieren a usted?". Cedió por fin, y desembarcamos juntos.
Cuando más tarde fue Ministro de la Guerra, de 1841 a 1847, nos encargó de componer tos nuevos toques de guerrilla, de que se sirve desde entonces nuestro Ejército; hicimos este trabajo, que nos recompensó con generosidad [3].
Por esto se convencerán nuestros lectores que, al escribir las anteriores líneas, no tenemos otro móvil que el de que se conozca esto triste episodio de nuestra historia tal cual es.
Chiloé nos trae a la memoria un episodio de la batalla de Bellavista, que presenciamos y que no hemos olvidado, por su rareza.
Al abandonar el ejército realista una de sus primeras posiciones, era seguido por nuestra infantería, haciéndose nutrido fuego por ambas partes.
El primer herido de los nuestros con que nos encontramos fue un soldado muy joven, a quien una bala de cañón había llevado una pierna como a distancia de dos a tres metros. Al acercarnos a él notamos sus continuos movimientos para buscar, aunque inútilmente, piedras con que tirar a un perro que lamía la sangre de la pierna, repitiendo furiosamente: ¡Ah perro! ¡Ah perro!
Al vernos pasar nos dijo, en tono de súplica: “Señor, espante ese perro, que me come la pierna”. Le prestamos este servicio, no sin extrañar su pretensión, que después nos ha parecido muy natural, a pesar de su extravagancia.
Cuando en 1863 tuvo lugar el último incendio de la Compañía, se encontraba don Domingo Faustino Sarmiento en San Juan, su pueblo natal, en comisión del Gobierno argentino. Desde aquel pueblo escribió, en un periódico que él había fundado antes, El Zonda, un artículo, no para dirigirnos palabras de consuelo en nuestra inmensa desgracia, sino para echarnos en cara que con nuestra propensión a las prácticas piadosas, en vez de moralizar al pueblo, lo único que conseguíamos era que el pueblo de Chile fuera decidido partidario del robo. Alegaba, como prueba de este aserto la costumbre que había en Santiago de asegurar con cadenas de hierro los candeleros de los altares.
No negamos que había esta costumbre, que habíamos visto, hacía muchos años, en las iglesias de Buenos Aires. Probaremos al señor Sarmiento que este medio de seguridad, que en gran parte ha desaparecido entre nosotros, no estaba en uso sólo para los ladrones chilenos, sino también para otros del oficio que no habían nacido en Chile.
El año de 1830 llegó a Santiago un paisano y probablemente amigo del señor Sarmiento. Venía a recibirse de abogado, y fue admitido a la práctica en el estudio del de más crédito en esa época.
Llegó el tiempo de recibirse, y sólo le faltaba aprontar el dinero necesario para cubrir los gastos de costumbre.
Una pequeña digresión.
En El Mercurio peruano, periódico de un gran crédito, que se publicaba en Lima desde fines del siglo pasado, hemos leído, hace muchos años; que para graduarse de doctor en esos tiempos era necesario dar un capelo a cada doctor, una gran comida, una corrida de toros, etc., suma total: diez mil pesos.
Volvamos a la historia del paisano del señor Sarmiento. Encontrándose, pues, nuestro hombre en la imposibilidad de salir de su apuro, ocurrió a un medio fácil en su ejecución, pero peligroso en sus resultados.
Nuestros lectores saben que en septiembre de todos los años se celebra en la iglesia de La Merced una solemne novena en honor de la Virgen, en la que la iglesia se adorna con gran esmero.
El abogado en cierne tuvo la feliz ocurrencia de asistir una noche a esa novena.
Al siguiente día, muy de mañana, al pasar frente al altar mayor, el lego que debía abrir las puertas de la iglesia notó, al arrodillarse, que faltaban los candeleros de plata, cuyas luces había apagado él mismo en la noche anterior. Su primera diligencia fue dirigirse a toda prisa a las puertas de la iglesia, para asegurarse de si no habían sido abiertas en la noche. Una vez convencido de que estaban cerradas, volvió al convento para hacerse acompañar de otras personas y registrar la iglesia.
Apenas había empezado esta segunda excursión, divisó un bulto en un confesionario. Se acercó y descubrió a nuestro jurisconsulto, pero no solo, sino acompañado de otro bulto, abrigado por su capa azul con vueltas lacres, que contenía los candeleros, desarmados y perfectamente acomodados en un atado, que debía tomar, al abrirse la iglesia, la dirección del estudio del Cicerón trasandino.
El comendador, con la mayor reserva y con todas las precauciones necesarias, para no llamar la atención pública, lo remitió a la policía.
Ya verá, pues, el señor Sarmiento que, como hemos dicho, las cadenas no se usaban sólo para los ladrones chilenos.
Los que nos lean desearán que, según la regla que creemos de Aristóteles, les demos cuenta del fin del héroe. Lo hacemos con tanto más gusto cuanto que es imposible que ellos lo adivinen: ¡Fue condenado (y cumplió su condena) por los tribunales de justicia a ser preceptor de instrucción primaria en Copiapó!...
No sabemos si el señor Sarmiento, que diez años más tarde dirigió en Chile la Escuela Normal de Preceptores, habría admitido en ella como alumno a su paisano el de los candeleros.
__________
[1]Manuel Blanco Encalada, natural de Buenos Aires. (N. del E).Volver.
[2]Era portero de la Corte Suprema y fue asesinado por un español carpintero. Volver.
[3]El general don José Santiago Aldunate. Volver
X. Manuel Robles

Cuarenta y cuatro años hace que la Canción Nacional de Robles dejó de cantarse, aun viviendo su autor, que, al recibir el desaire de que se relegara su música al olvido, no manifestó resentimiento alguno por este acto de ingratitud.
La había escrito sin ninguna pretensión y sólo por repetidas instancias a que no pudo resistir. Nos complacemos en haber contribuido, no a que se la prefiera a la de Carnicer, cosa difícil, sino a que quede el recuerdo de esas notas que vibraron en los oídos de aquella generación en los últimos años de la Guerra de la Independencia.
La conservábamos únicamente en nuestra memoria, y cuando hace cuatro años tuvimos la idea de trasladarla al papel, a pesar de la seguridad de que nada habíamos olvidado, nos dirigimos a nuestro amigo don Bernardo Alzedo, residente en Lima, que, habiéndola enseñado en el Perú al Batallón Nº 4 de Chile, estábamos seguros no la habría olvidado, por haberla oído repetir en las campañas de aquel país, a que concurrió nuestro ejército, de que él formaba parte.
Contábamos además con la buena voluntad de Alzedo, a quien muchas veces habíamos oído lamentar el olvido de nuestro verdadero himno nacional. Efectivamente, nos lo remitió y tuvimos el gusto de ver que el suyo y el nuestro eran iguales.
Lo hemos dicho antes: como música, la de Carnicer es muy superior, tal cual es, jamás podrá cantarla el pueblo. Lo contrario sucede con la de Robles. A las pocas veces de oírse ya se sabe de memoria; pero lo esencial es, no que sea bonita, sino los recuerdos que trae a nuestra memoria.
No nos sería difícil probar que más de uno de esos cantos populares; por los que algunos pueblos tienen una especie, de culto, son inferiores a la música de Robles.
El señor don Miguel Luis Amunátegui ha hecho una especie de biografía de Carnicer. Nosotros haremos algo por dar algunos datos sobre nuestro compatriota y amigo Robles.
Manuel Robles, según nuestros cálculos, debió nacer el año de 1790. Su padre era músico y maestro de baile [1] .
Hasta algo entrado este siglo, había un paseo anual a San Francisco del Monte, pequeño pueblo situado en el camino de Melipilla, a doce leguas de Santiago. A este pueblo acudía gran parte de la gente acomodada de la capital, a principios de octubre, en que se celebraba la fiesta de San Francisco, en un conventillo de la orden que allí había.
El año de 1819 fuimos invitados a ese paseo por una  respetable familia. No lo extrañen nuestros lectores: entonces empezábamos a aprender el clarinete, y era seguro que se nos convidaba por este aliciente...[2]. Las corridas de toros, ya en decadencia, aun se conservan en las fiestas de campo. En la plaza donde estaba el convento franciscano se había formado una especie de circo con sus respectivos palcos y demás accesorios. Una tarde de función habían salido dos o tres toros que divirtieron a los espectadores mediante algunos toreros menos que mediocres, pues ño Montano, el Milón de la época, no había acudido, o por haber engrosado excesivamente o, lo que es más seguro, por no considerar aquel pobre corral digno de su mérito.
Salió un cuarto toro, de un aspecto tal, que impuso terror al público, incluso a los toreros, que al verlo se replegaron casi corriendo a distancia respetuosa del toril. Como de costumbre, se le había hecho rabiar antes de soltarlo. Hubo un rato de silencio, que fue en seguida interrumpido con gritos y palabras mayores dirigidas a los toreros por su cobardía. Entre esas voces salió una de un palco vecino al nuestro: “¡Que lo toree Manuel Robles, Manuel Robles!” Como de costumbre, el pueblo repitió este nombre, a gritos y sin saber, como de costumbre también, quién era Robles.
Redoblaron los gritos acompañados de palmoteos y esto nos hizo fijarnos en un individuo que se descolgaba de un palco. Se dirigió a uno de los toreros para pedirle su poncho, y en seguida vino al palco de donde había salido el primer grito. Hizo una cortesía, y después fue a encontrar al temible toro; le sacó cuatro, ocho, doce, y quién sabe cuántos lances, hasta que el toro, cansado o aburrido, le dio vuelta, no la espalda, sino otra cosa, y se dirigió a los otros toreros que, avergonzados, se disponían a imitar a Robles, con grandes pifias del público, que no cesaba de aplaudir furiosamente al futre.
Este volvió al antedicho palco, repleto de gente, y al hacer la cortesía de rigor, cayó sobre él una lluvia de flores y mucho dinero. Guardó las flores y entregó el dinero al que le había prestado el poncho, todo esto en medio de un ruido atronador.
Robles manifestaba como treinta años de edad. De altura más que común, de formas perfectas y de cara hermosa y simpática. Todo esto acompañado de un traje que llamaba la atención, pues era todo de seda, incluso los calzones de punto, muy de moda entonces entre la gente de tono.
Esta fue la primera vez que vimos a Robles, pues antes sólo le conocíamos por fama, de su violín, el mejor de ese tiempo.
Tocaba muy bien la guitarra, y con su mala voz cantaba con una gracia inimitable. Bailaba corno nadie, y esto hacía que fuera muy solicitado como maestro de baile. En el juego de pelota no tenía rival, y en cuanto a comisiones, para el manejo de estrellas y volantines, era reconocido como el único sucesor de Pascual Intento, a quien sólo conocimos por su fama. Era lo que se llamaba un hombre remoledor, y no había diversión para que no fuera buscado. Las horas avanzadas de la noche, en que de ordinario se recogía, le proporcionaron algunas discusiones, no siempre de palabras, con San Bruno y su policía, en que de ordinario salía triunfante, sin sacar jamás un rasguño. Por lo demás, manso como un cordero.
En marzo de 1824 se le ocurrió a un amigo nuestro, don Mariano Palacios, invitarnos para hacer un viaje a Buenos Aires.
Esto tenía lugar a las tres de la tarde y la marcha debía emprenderse a las diez de la noche. Aceptamos sin vacilar, a pesar de algunos pequeños inconvenientes. Ese día habíamos amanecido con ocho pesos en el bolsillo; pero cuando nos hablaba el amigo Palacios nos los acababan de ganar al billar. Esto no nos dio gran cuidado, porque nos había advertido que contaba para el viaje con veinticuatro onzas...
El gran apuro consistía en que no teníamos ni caballo ni montura. Nuestros elementos como artistas (no se usaba esta palabra) consistían en un pobre clarinete que desarmamos y echamos al bolsillo para buscar a quién cambiarlo por un caballo. No recordamos por qué motivos nos dirigimos a don Ramón Nieto, cuñado del doctor Lafinur, oficial del ejército y amigo de la niñez. Apenas le propusimos el cambio, lo aceptó y ya nos encontramos con la mitad de lo que necesitábamos.
Faltaba la montura, de la que, sin trabajo creerán nuestros lectores, no teníamos una sola prenda.
A esa hora, las ocho de la noche, nos echamos en persecución de nuestros amigos, que en este particular no estaban más provistos que nosotros. Uno nos dio un par de espuelas, otro un sudadero, un tercero un freno. Al montar para dirigirnos a la casa en que debíamos reunirnos para salir, caímos en cuenta de que nos encontrábamos con dos pares de espuelas, pero sin estribos. Como la hora urgía, nos pusimos en marcha con una espuela en cada, pie y con el otro par en la mano.
Al llegar al punto de reunión (la Chimba) sufrimos una sorpresa, y era que Robles había recibido igual invitación; y que, como nosotros, la había aceptado, con el bolsillo tan repleto como el nuestro; pero que igualmente contaba con las veinticuatro de nuestro amigo. La falta de estribos se suplió, y las doce de la noche nos dieron frente a la Recoleta Dominica, y en marcha.
Con un viaje tan precipitado, a nadie se le ocurrió una cosa indispensable entonces: sacar pasaporte. Ese olvido debía contrariarnos en el viaje. Antes de llegar a Uspallata se nos agregó un huaso que iba de Aconcagua a comprar mulas a Mendoza. Cuando llegamos al alojamiento, empezó el huaso por hablar de divertirnos, y, para hacer más eficaces sus palabras, sacó un naipe. No haciendo caso Palacios de la invitación, se dirigió con empeño a nosotros que, por lo que ya saben nuestros lectores, no podíamos complacerlo; pero tanto porfió, que al fin Robles se hizo prestar de Palacios algún dinero y se armó la primera.
No pasó mucho tiempo sin que una parte de la plata de las mulas pasara al bolsillo de Robles. El guarda en cuya casa sucedía esto nos avisó estar ya la comida, y Robles se negó a continuar después, por no abusar de la tolerancia de este empleado.
Antes de llegar a la guardia anterior, los Ojos de Agua, jurisdicción de Chile, habíamos caído en cuenta de la falta de pasaporte. Estuvimos al tomar un camino extraviado; pero Robles, que se había convertido en jefe de la partida, nos aseguró que un señor Almarza, jefe de ese punto, era su amigo y que pasaríamos, como sucedió, sin ningún inconveniente. Estas discusiones pusieron a nuestro huaso en autos.
Al continuar al otro día nuestro viaje, se separó de nosotros, a pesar de los halagos de Robles, que sospechó sus intenciones. Efectivamente, cuando dos días después llegamos a Mendoza, una partida de policía nos estaba esperando para conducirnos a casa del gobernador, señor Molina.
Este, apenas nos vio, pidió los pasaportes. Nuestras disculpas no lo satisficieron, y nos preguntó en qué nos ocupábamos. Palacios dijo, y era la verdad, que era comerciante. Robles y yo, músicos. Apenas oyó esto, llamó al secretario, que era -¡cuánto han cambiado los tiempos!- un clérigo. Se hizo leer una requisitoria que había recibido de Chile, en que se le pedía aprehendiera a unos músicos de un batallón que habían desertado en esa dirección. Le probamos su equivocación: pero nos insinuó que iríamos a la cárcel mientras recibía noticias de Chile.
Al oír esto, Palacios y yo estuvimos al caer de espaldas; pero allí estaba Robles, que, al oír aquella barbaridad, con el mayor aplomo dijo al gobernador:
-Daremos fiador.
-¿A quién? —preguntó, sorprendido.
-A don N. Torres- contestó Robles.
-¿Dónde está el señor Torres?
-En el patio.
Y diciendo esto salió a llamar a Torres, que, con cierta sorpresa, se encontró ser fiador, no sólo de Robles, a quien conocía, sino también de otros dos individuos de quienes no tenía ni noticias.
Al llegar nosotros a los extramuros de la ciudad, donde vivía Torres, se fijó en la partida que nos conducía y, habiendo reconocido a Robles, nos siguió; pero sin hablar con Robles, por que íbamos incomunicados.
Esa noche se nos dejó en libertad, pero obligándose al fiador improvisado por Robles a presentarnos al día siguiente. Todo se arregló haciéndonos pagar tres pasaportes para Buenos Aires, por un precio que para Europa habría sido muy caro: una onza cada uno.
A medio camino de Mendoza a Buenos Aires nos encontramos con un desierto de muchas leguas, donde no se veía más que desolación y ruinas, ocasionadas por los indios que hacía pocos días habían pasado por allí haciendo los más horrorosos estragos. En todo ese gran espacio no había un solo habitante. Llegamos a la última posta, donde debíamos tomar caballos para esta larga travesía. El maestro de posta, especie de gigante, nos recibió con marcado desdén. Al pedirle caballos para continuar nuestro viaje, nos hizo esperar gran rato su contestación, que se redujo a decirnos: “Caballos hay, pero muy bien pagados”. Le contestamos que hasta allí habíamos pagado el precio establecido, un real por legua cada caballo. “A mí no me establece nadie. Desde aquí hasta donde vuelven mis caballos, vale doble”.
Al oír esto Robles, ya no se contuvo y entre sus palabras dijo una algo dura. Apenas oyó esto el gaucho, echó mano de una tercerola que colgaba a su espalda en la pared. Robles, que vio este ademán, olvidando que él ni nos otros teníamos arma ninguna y que había otros tres gauchos, le arrebató la tercerola y corrió a colocarse en un rincón del rancho amenazando a todo el grupo con ella.
Palacios, hombre de gran calma y de figura y modales aristocráticos, dijo al maestro de posta: “Ustedes son cuatro como nosotros (contaba con el arriero); si ustedes están armados, nosotros también lo estamos (no era cierto); lo mejor es que nos arreglemos amigablemente...". Una vez apaciguados los ánimos con recíprocas explicaciones, Robles entregó la tercerola a su dueño, quitándole antes la ceba, según nos lo dijo después. El gaucho le ofreció el mejor de sus caballos, y, efectivamente, en el largo trecho que hicimos, no tuvo como nosotros que remudar. Por lo demás, cuando a Palacios o a nosotros nos tocaba, lo que no era raro, un caballo chúcaro, Robles se encargaba de arreglarlo, y a poco andar lo ponía como seda. Estos pingos dieron muchas veces en tierra con nosotros; a Robles una sola vez le vimos soltar un estribo.
Llegamos, por fin, a Buenos Aires el miércoles Santo en la tarde y, al dirigirnos a la fonda de “La Ratona”, tuvimos que pasar por las calles más concurridas. Por un motivo que no sospecharán nuestros lectores, Robles llamó la atención de todos. En ese tiempo aun eran entre nosotros muy usados los grandes estribos de madera. Los de Robles, regalados tal vez como nuestra montura, eran de esta clase. Durante nuestro paso por la ciudad no se oía otra cosa que: ¡Ve los estribos! ¡Ve los baúles chilenos! Esta letanía no cesó hasta que llegamos al alojamiento. Las dos primeras y únicas visitas fueron a Robles. La una del señor don Francisco León de la Barra, muerto en Santiago hace poco; la otra del teniente coronel o sargento mayor Merlo, el mismo oficial de su escolta a quien O’Higgins arrancó las charreteras el 28 de enero de 1823.
Luego que llegamos a Buenos Aires entramos a formar parte de la magnífica orquesta del teatro, dirigida por el célebre violín Massoni. Robles, que contaba con otros recursos, no se incorporó en ella por entonces.
Era insigne jugador de billar. En Chile no había tenido más que dos competidores: don Francisco Iglesias y el coronel español Acosta, que hizo escuela en este juego. En Buenos Aires no los contó en mayor número; éstos eran Collao y el ñato González, ambos sujetos decentes. Antes de mucho tiempo, Robles había dado en tierra con ellos; pero esta circunstancia le perjudicó para sus cálculos, pues, en vista de esto, nadie se atrevía a jugar con él sin pedirle ventajas imposibles de conceder.
Por ese tiempo entró a formar parte orquesta del teatro, ocupando un lugar distinguido en ella.
En los billares donde jugaba se atraía el cariño de todos los concurrentes, hasta el extremo de comer rara vez en su casa, por el sinnúmero de convites de que era objeto. Sin embargo, el amor a Chile era para él un culto, y un año después decidió regresar, a pesar de ofertas lisonjeras que se le hicieron para trabajar en lo que hubiera querido. Por último, el señor don Julián Navarro, argentino y canónigo del coro de Santiago, de paseo en Buenos Aires, lo obligó con sus instancias a emprender el viaje más pronto de lo que pensaba.
El año de 1825 llegó a Chile, donde vivió aún once años ocupado en su profesión. A pesar de la proximidad de los cincuenta años, se casó de un modo novelesco.
Cuando más tarde llegamos a Chile, nos encontramos con que Robles padecía de cojera.
El camino de aquí a Mendoza en ese tiempo era muy peligroso, principalmente en las cuatro o cinco laderas del otro lado de la gran cordillera. Los que ahora transiten esos lugares, no podrán formarse una idea, ni remota siquiera, del arrojo de San Martín, al lanzar por el camino de Uspallata, el más transitado hasta hoy, la división del general Las Heras, que debía apoderarse de Santa Rosa. Al llegar allí, la mayor parte de los viajeros se apeaban por creerse así más seguros.
Al entrar en una de esas laderas, la mula del canónigo Navarro se paró y a cada movimiento o esfuerzo que éste hacía para hacerla andar respondía con, un gran corcovo. No se podía volverla, porque la estrechez no lo permitía, estando entre el camino, cortado a pico, y el abismo. Al ver Robles, que seguía a poca distancia, el peligro de su compañero de viaje, se desmontó precipitadamente, por no ser posible pasar con su mula al costado de la otra para tomar las riendas, que el señor Navarro había abandonado para asegurarse de la montura con ambas manos.
Al pasar Robles entre el cerro y la mula, recibió una terrible coz en una rodilla, dada con ambas patas. Pasó, sin embargo, tomó la rienda, tirando la mula con gran trabajo un largo trecho hasta dejar al canónigo en lugar seguro, ayudándolo a desmontarse. Este, fue su último esfuerzo antes de caer sin habla por espacio de más de más media hora. El golpe le había inutilizado una pierna y, hasta llegar a Santa Rosa, donde paró algunos días, era preciso subirlo y desmontarlo.
El señor Navarro no contaba jamás este lance sin admirar el denuedo de Robles y sin dar las más tiernas pruebas de su agradecimiento.
Este fue el motivo de la cojera, que hasta su muerte le conservó el apodo del cojo Robles.
La enfermedad que lo condujo al sepulcro encontró en su energía física y moral gran resistencia; pero al fin fue vencido y tuvo una muerte edificante.
La larga curación había concluido con sus escasos recursos; para sepultarlo fue preciso ocurrir a sus amigos,
En el mismo año de 1836 murieron también los notables actores Morante y Cáceres, y como si el arte no hubiera sufrido bastante; ese mismo año fue demolido el teatro, único en Santiago, de la plazuela de la Compañía. Quedó la capital sin ningún establecimiento de este género hasta tres o cuatro años después que don Hilarión Moreno, argentino, y don Juan Peso, español, construyeron, por acciones, el de la Universidad, que ocupó el mismo lugar que el actual Teatro Municipal.
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[1]
Manuel Robles nació en Renca, el 6 de noviembre de 1780, hijo de don Marcos Matías Robles y doña Agustina Gutiérrez.Volver.
[2]
Los señores Ureta, casados con las hermanas doña Carmen y doña Josefa Urriola. Volver.
XI. Luis Ambrosio Morante
Morante, notabilísimo actor dramático, cuya memoria muchas personas conservan fresca a pesar de los años transcurridos desde su muerte, ha adquirido nuevo mérito después que hemos visto a Rossi, que, en casi todos los papeles que ha ejecutado, no ha tenido rival hasta el día.
Al ver nosotros por primera vez a Rossi, experimentamos una sorpresa agradable que no pudimos menos que comunicar a las personas que estaban a nuestro lado. Gesticulación, andar, movimientos, declamación, todo nos recordó instantáneamente a Morante; y es de advertir que entre el aspecto y figura de uno y otro no hay ni la más remota analogía. Rossi es un buen mozo en toda forma; Morante era exactamente todo lo contrario.
Bajo y grueso de cuerpo, de vientre abultado, de color moreno, era, sin agraviarlo feo; pero de él podía decirse, sin faltar a la verdad, lo que siempre se dice de los feos y las feas: que era simpático. Y lo era sobre todo cuando hacía papeles de barba, sacerdote, etc.
Morante era natural de Montevideo, pero desde muy joven se estableció en Buenos Aires, donde se había dedicado a la carrera dramática.
Su voz poderosa y agradable, su acción propia y natural y su pronunciación clara y correcta, le conquistaron las simpatías del público, nada indulgente, de aquella capital.
Pocos años después de haberse exhibido en público Morante, llegó a Buenos Aires, Cubas, actor español y muy notable y del que Morante aprovechó todo lo bueno que la escuela española tenía en esa época.
El ejército de San Martín y los emigrados chilenos que con él habían vuelto a Chile dieron a conocer la fama de que gozaba Morante en Buenos Aires.
La falta absoluta que había en el teatro de Santiago de un actor modelo que dirigiera la enseñanza de los prisioneros españoles, que el comandante de ellos, don Domingo Arteaga, empresario de esa época, había dedicado a esa carrera, hacía desear un artista de la capacidad de Morante.
En los dos años que hasta entonces llevábamos de teatro permanente, no habían tenido estos actores improvisados  más maestro ni director de escena que el coronel La Torre, prisionero también, y fanático aficionado al teatro. El fue el primer maestro que tuvieron Cáceres, Peso y demás actores que después hemos conocido.
Escribió un cuaderno que llamó Alcorán del Teatro; en donde había consignado algunos preceptos sobre la declamación, acompañados de trozos sacados de las tragedias y comedias ya representadas. El estudio del tal cuaderno había servido de bien poco a los actores, y eran estos tan escasos en conocimientos profesionales, que a veces decían en alta voz, dirigiéndose al público o a los actores, los apartes.
De los trajes nada diremos. Las tragedias griegas o romanas eran las únicas en que había alguna verosimilitud, aunque muy remota. Los personajes de la Edad Media se presentaban casi siempre vestidos de frac o levita, y, más ordinariamente, con el traje militar del día.
Morante fue el primer actor que se vio en Chile vestido con propiedad, aunque sin lujo. Su espada romana, que remitió al señor Arteaga anticipadamente, llamó mucho la atención.
Llegó a Santiago el 1º de noviembre de 1822. Había sido compañero de viaje, hasta Mendoza, del doctor Lafinur, su más entusiasta admirador; pero éste no llegó hasta fines del mismo mes.
Su sueldo, por contrata, era de 60 pesos mensuales, comida y casa en la del empresario. Estas dos últimas ventajas las tuvo Morante sobre Camilo Henríquez, que con la misma dotación vino a Chile, poco más o menos, en ese mismo tiempo, de Montevideo, llamado por el Director O’Higgins para redactar El Mercurio de Chile.
Henríquez prometió a sus amigos Benavente, Gandarillas y Vial, emigrados como él, que se serviría de ese mismo periódico para echar abajo a O’Higgins.
El antiguo hijo de San Camilo ofrecía más de lo que podía cumplir, pues ni O’Higgins era hombre para dejarse hacer la guerra con sus mismas armas, ni Henríquez tenía la mala fe y el valor necesarios para intentarlo.
Morante dio por primera representación El Duque de Viseo, tragedia en tres actos, de Quintana. Esta tragedia, en boga en toda la América entonces, había sido representada muchas veces por Cáceres con gran éxito. Morante, haciendo como Cáceres de protagonista, tenía que luchar con la opinión de que éste gozaba en  el público y con algo que vale mucho en todo caso: con la más arrogante figura que hemos visto en nuestro teatro.
El público de entonces era muy avaro de aplausos, y, para conseguir algo en este sentido, era necesario conmoverlo de un modo extraordinario. El aparato, inusitado hasta entonces, que preparó Morante en el proscenio, trozo de música de orquesta al levantarse el telón, adecuado al caso, y otros pormenores, no consiguieron que al presentarse se moviera una mano para aplaudirlo.
La acogida glacial del público debió afectarle de un modo doloroso por lo inesperada que debe suponerse; sin embargo no mostró desagrado ni sorpresa, confiado sin duda en que su talento triunfaría al fin de la indiferencia que entonces se le mostraba.
En el segundo acto hay una escena, la más notable de la tragedia, y en que el público había aplaudido con entusiasmo a Cáceres. El duque aparece despavorido pidiendo socorro a sus dos criados negros, a consecuencia de un horroroso sueño que acababa de sufrir, en que se creyó transportado a las tumbas de su castillo “donde descansan”:
De mis nobles abuelos las cenizas,Bajo el mármol de honor que las agobia.
La descripción de ese sueño, en que sus abuelos le echaban en cara sus crímenes y le hacían las más terribles amenazas, es a propósito para aterrar al espectador. Morante desempeñó esta escena con admirable maestría y propiedad. Al fin, cuando debía esperar, como de costumbre en otros teatros, un torrente de aplausos, no oyó más que a don José Miguel Cruz que, con voz perceptible, nasal y burlona, le dijo: “-¡Bueno hombre!”, especie de refrán de moda entonces.
Morante, como en el primer acto, no se dio por enterado y concluyó la tragedia como la había principiado, sin hacer gran caso de lo sucedido.
El público en su totalidad reconocía la superioridad de Morante sobre Cáceres; pero con la restricción de no tener naturalidad. Algunos lo encontraban exagerado en ciertas escenas.
Esta palabra que con porfía hemos oído repetir respecto de Rossi y de la señora Paladini, no es de ordinario más que un recurso de la ignorancia presuntuosa, que no puede de otra manera y con más facilidad emitir su opinión en un arte que desconoce. Almas de hielo a quienes nada conmueve; no comprenden cómo las pasiones se manifiestan en su más alta expresión, y encuentran exagerado lo perfecto.
Después de El Duque de Viseo representó Morante El Hombre Agradecido, comedia de costumbres de mediano mérito, pero cuyo protagonista, simpático para el público, fue caracterizado por Morante, admirablemente. Esta vez fue aplaudido varias veces. Morante quedó contento, pero no satisfecho.
Se anunció en seguida El Abate de L’Epée, comedia seria, nueva en Chile, pero que el público conocía por los elogios que los argentinos residentes en Santiago hacían de ella, y sobre todo por la fama que Morante había adquirido haciendo el papel de abate.
Apenas asomó a la escena fue saludado por un largo y no interrumpido aplauso. Vestía, como era de rigor, el traje correspondiente a su papel, y ya hemos dicho que en estos casos se atraía las simpatías del público. Hacía el interesante papel del joven mudo y la señora Lucía Rodríguez, la actriz chilena más hermosa y de más mérito que hemos tenido. La ilusión, pues, era completa.
En el segundo acto, el abate se presenta en casa del abogado que ha elegido para que defienda a su pupilo, que desde un pueblo de provincia fue mandado botar, vestido de andrajos, por su tutor en las calles de París, para usurparle sus bienes.
La relación que hace de lo sucedido desde que recogió y educó al niño, poniéndole en disposición de que pudiera darle informe sobre su origen y familia, las penurias de un largo viaje a pie y, por último, su reciente llegada a Tolosa, donde el niño había reconocido la casa de sus difuntos padres, de la que había sido arrojado: todo esto relatado con voz conmovedora, con una acción nobilísima y con la unción más persuasiva enajenó de tal modo al público, que entre el fin de la narración y el estallido del aplauso hubo un intervalo de silencio que jamás hemos visto después ni habíamos visto antes.
Sólo conocemos un caso idéntico, sucedido diez años, más tarde, cuando por primera vez se dejó oír Paganini en París.
Creemos, sin embargo, que entre ambos casos debió haber una diferencia y es la siguiente:
Asistía esa noche, como todas las veces que había función, el señor Fuentes, asiduo como nadie al teatro. Era aficionado sin igual a la lectura y alimentaba esta pasión con la historia griega y romana, que sabía de memoria en sus menores ápices. No siéndole  desconocida ninguna obra notable del antiguo teatro español, no había más que insinuarle algún soliloquio para que él lo continuara sin equivocarse. Era portero, pero de cierto tono, de la Corte de Apelaciones de Santiago. Usaba gran cantidad de colgajos en la cadena del reloj, lo que había dado lugar a que se le llamara Doctor Carabanas.
Su asiento, como es de suponerse, estaba de los más cercanos al proscenio, y era el iniciador de todos los aplausos, jamás de las pifias.
Nosotros, que formábamos parte de la orquesta, no perdíamos ninguna de sus palabras y movimientos.
Cuando Morante dijo la última palabra de su interesante narración, impresionado Fuentes como todo el público, tampoco aplaudió, mirando a todos lados como quien interroga. Su silencio no podía ser largo y lo interrumpió para exclamar en alta voz: “¡Ni en los infiernos lo hacen mejor!”. Esa fue la iniciativa de los grandes y repetidos aplausos que se dieron a Morante, en los que indudablemente había tenido su parte Carabanas.
Esa noche cesó toda vacilación en el público, y Morante fue desde entonces su actor favorito. Ni concluida la función ni antes, fue llamado a la escena, como ahora se hace, a veces sin motivo. Esta costumbre era desconocida y sólo empezó a ponerse en práctica a la llegada a Santiago de la compañía Pantanelli.
Pronto puso Morante en escena una tragedia de español Cabrera Nevares, que era un ataque a toda religión positiva y una prédica interesante del más resuelto deísmo. Morante era volteriano, y al decirnos que le arregláramos un coro que debía cantarse en la tragedia, añadió al nombrarla: “¡Qué Ruinas de Palmira ni qué nada!”.
Se dio la tragedia con aplauso de una parte del público, a quien las recientes lecturas de Rousseau, Voltaire y, más que todo, de las mismas Ruinas  de Volney, habían entusiasmado.
Creemos que entonces no había censura en el teatro, porque, de haberla, no hubiera sido fácil que permitiera la representación de esa tragedia. Desde entonces, cada vez que se anunciaba, no faltaban reclamos, aunque inútiles, de algunos eclesiásticos; pero es de advertir que no faltaba tampoco uno que otro de estos mismos que, complacidos, concurrían a verla.
Estos eclesiásticos, que no eran más que dos o tres, hacían el papel de algunos abates franceses en 1789. Es verdad que se les parecían en todo...
Morante no perdía alusión o palabra que pudiera interpretarse como desfavorable a la religión, sin recargarla para hacerla notar. Cuando esto no se encontraba en el original, lo agregaba. En una comedia, una de sus favoritas, le decía su criada al oírlo quejarse de la gota: “¿Por qué no toma, señor, el elixir milagroso?”. Contestaba: “Madama Bran, yo no quiero nada que huela a milagros”.
Esta, por supuesto, era una añadidura que no tenía La Reconciliación de los dos Hermanos.
En el año de 1823, según nuestros recuerdos, se empezó a usar por primera vez el apodo de pelucón, aplicado a ciertos hombres de alta posición y de ideas conservadoras. Este último calificativo, aplicado más tarde a un partido político, no era conocido en Chile ni tampoco en Francia, de donde lo hemos tomado después.
El apodo de pelucón fue aplicado a este partido por los liberales, nombre que se daba a un partido que empezaba entonces a retoñar. Como es de suponerlo, Morante pertenecía a él.
Se cantaba en una representación una tonadilla española, muy conocida del público hasta hace poco tiempo, con el título de El Tripili Trápala, música graciosa y alegre como su poesía. Morante era uno de los tres que la cantaban, y cuando en una parte de la tonadilla debía decir: peluquín, peluquín de Antón, se le ocurrió un ligero cambio, y dijo: peluquín, pelucón de Antón.
No habiendo nosotros concurrido esa noche al teatro, no supimos hasta el otro día que Morante había estado próximo a ir a la cárcel.
Suplicamos a nuestros lectores nos permitan consignar aquí una observación que desde muchos años atrás venimos haciendo y que resumimos en pocas palabras: “Los partidos deben aceptar el nombre con que los bautizan sus enemigos”.
¿Quién llamó sans-culottes en Francia a los revolucionarios exaltados? sus enemigos.
¿Quién llamó pelucones a los conservadores de Chile? Sus enemigos.
¿Quién, dos años más tarde, llamó pipiolos a los liberales? Sus enemigos.
¿Quién en nuestros días ha llamado montt-varistas a un partido que se daba el nombre de nacional? Sus enemigos.
Como era natural, esos partidos, que a porfía se habían dado nombres honrosos, rechazaban con indignación sus respectivos apodos; pero lo único que con eso consiguieron fue una porfiada insistencia de parte de sus contrarios, que al fin y al cabo triunfó hasta tal punto que los que al principio miraban esos nombres como una, injuria, los aceptaron más tarde como timbre de honor.
¿Cuál de los últimos restos o de los descendientes de pelucones y pipiolos no se honra del apodo que al principio rechazaron esos partidos? Nadie; porque en estos casos el nombre, cualquiera que sea, no cambia la esencia de las cosas, y sans-culotte, ahora rojo, quiere decir exaltado; pelucón, conservador, y pipiolo, liberal.
Para que no haya sermón sin San Agustín, ¿quién por apodo llamó a los hijos de San Ignacio jesuitas? Sus enemigos; y ¿hay algún padre de la Compañía que no se honre de que así se le llame?
El partido montt-varista aún se resiste a llevar este nombre, porque cree que así se convierte en partido personal. ¡Patarata! Los carrerinos y o’higginistas estaban en el mismo caso, y a fe que no se avergonzaban ni entonces ni ahora de ello.
El partido montt-varista tiene una particularidad, quizá sin precedente, sobre todo por su duración; tiene dos jefes que apenas son prójimos entre sí, y entre los que hasta ahora no hay noticia de la más mínima disidencia en nada...
Estos dos señores han desmentido a Napoleón, que decía: “Más vale un mal general que dos buenos”.
Las anteriores observaciones no son escritas a humo de paja; se dirigen también, y muy particularmente, a nuestros amigos, los pechoños, cuyo nombre según parece es de todo el gusto de sus contrarios.
Justamente por eso, debemos apechugar con él con más cariño.
Pechoño es sinónimo de clerical, conservador, jesuita, ultramontano, papista, retrógrado, fanático y sacristán. ¿Qué significa todo esto en el lenguaje de nuestros adversarios? Católico, y nada más que católico. Dejemos, pues, esos nombres, que son europeos, para De Maistre, Bonald, Chateaubriand, Audin, Montalembert, Champagny, César Cantú y hasta para Guizot y Thiers, a quienes han sido aplicados, y aferrémonos al primero, que es esencialmente chileno, y pechoño me fecit.
A principios de marzo de 1824 llegó a Santiago el señor Muzzi, Nuncio Apostólico, solicitado, según nos parece, por el Gobierno de Chile. Después de algunos meses de residencia en la capital, y no habiendo podido llenar su misión, se volvió a Roma, con gran complacencia de los liberales.
Acompañaba al Nuncio el canónigo Mastai Ferreti, actualmente Pío IX.
Morante encontró, con motivo de aquel suceso, un pretexto para dar expansión a sus ideas anticatólicas. Desenterró, no sabemos de dónde, una antigua comedia que nadie en Chile había oído nombrar, y a la que dio un sentido que no tenía. El Falso Nuncio de Portugal se prestó a las mil maravillas para excitar la burla contra el verdadero Nuncio que acababa de salir de Chile.
Se representó con gran aparato, a lo que contribuyeron inocentemente algunas de nuestras sacristías prestando sus ornamentos. La primera entrada del Nuncio se hizo por la platea, atravesándola antes de subir al proscenio. Al fin de un numeroso acompañamiento de eclesiásticos de todas jerarquías, venía Morante, con hábito cardenalicio, repartiendo bendiciones.
Como era preciso imitar en un todo a la persona que se trataba de exhibir, Morante no omitió ningún detalle. El señor Muzzi tenía un ojo menos; Morante se tapó un ojo apareció tuerto.
Esta comedia, que se repitió varias veces, y Felipe II tragedia a la que, por odio a los reyes, hizo más feroz que lo que la había escrito Alfieri, con todo su republicanismo, fueron sus últimos triunfos antes de regresar, en  abril de 1825, a Buenos Aires, para donde había sido contratado ventajosamente.
Morante volvió a Buenos Aires después de una residencia en Chile de dos años y medio. Allí se le aguardaba con gran interés, porque en su ausencia no había tenido quién lo reemplazara, pues Velarde, con sus buenas dotes, apenas lo suplía.
Entonces se organizaba una compañía de ópera en aquel pueblo, que contaba entre su personal a Vacani, bajo, aunque ya algo cascado, de reputación europea y el mismo de quien habla Bretón de los Herreros en una de sus comedias.
En ese mismo tiempo volvió Cáceres a Santiago, de donde había estado ausente cerca de dos años en La Serena.
Cáceres no había podido resignarse a verse pospuesto por Morante. Salió furtivamente para ese pueblo, porque formaba parte del cuerpo de prisioneros, que no obtuvieron su libertad hasta que ascendió al mando de la república el general Freire.
La presencia de este actor consoló al público de la ausencia de Morante y satisfizo a sus numerosos apasionados.
Con Cáceres sucedió lo que de costumbre en estos casos: que “ya no era tan buen actor como antes”. ¡Engaño! Cáceres, en los dos o tres meses que había trabajado al lado de Morante, había adelantado considerablemente. A lo que debe agregarse que, durante su permanencia en Coquimbo, se había dedicado con tesón a la lectura, y ya podía considerársele como un hombre de instrucción poco común. Lo que hay de cierto es que Morante estaba ausente y la ausencia había aumentado su reputación. Esta es la historia de siempre.
Morante llegó a Buenos Aires a mediados de 1825.
Se le hizo un recibimiento espléndido y pocos días después dio principio a sus tareas como actor y director de escena.
Sucedió en Buenos Aires, en parte, lo que era natural: que, como a Cáceres en Santiago, no encontraron a Morante “tan gran actor como antes”. Sin embargo, su éxito fue completo.
Después de algunos meses de trabajo, le asaltó una enfermedad (aneurisma), que diez años más tarde debía llevarlo al sepulcro.
La familia en cuya casa estaba alojado había notado que, acercándose a él, se sentía una especie de arrullo semejante al de una paloma. Se notó igualmente que este ruido, después de algún tiempo, aumentaba en intensidad.
Vivía con Morante nuestro compañero de viaje y paisano don Mariano Palacios, conocido de nuestros lectores. Dormían en un mismo cuarto. El ruido del pecho de Morante era perceptible para todos los que se le acercaban, menos para él mismo.
Una noche en que se había recogido a su cama mientras Palacios escribía, dice Morante: “Don Mariano, ¿se nos ha metido el gato aquí?” “Creó que sí”, contestó Palacios. Se levantó en seguida, abrió la puerta y fingió espantar al gato. Volvió Palacios a su asiento, y apenas se disponía a continuar en su ocupación, vuelve Morante a decir: “El gato no ha salido”. Palacios creyó inútil todo disimulo y contestó: “Aquí no hay gato ninguno; lo que usted oye lo hemos oído todos hace mucho tiempo; ese ruido sale de usted mismo”.
Morante, como quien cae en cuenta, oyó a Palacios sin sorpresa y determinó una junta de médicos.
En ese tiempo en Buenos Aires y aun en toda la República Argentina se había apoderado de las gentes tal furor por el pan quimagogo, que no era raro encontrar personas que se hubieran administrado este evacuante trescientas, quinientas y aun más veces.
Los médicos de Buenos Aires, con una sola excepción, hacían a Le Roy una guerra a muerte, sobre todo por la prensa. La excepción de que hemos hablado era un doctor español, médico del puerto, conocido con el nombre de don Pedro el físico. De una y otra parte se escribían artículos violentos de ataque y defensa del medicamento. Don Pedro tenía todas las simpatías del público.
Tuvo lugar la junta llamada por Morante. Este había encargado a Palacios se colocara en un lugar en que, sin ser visto de los médicos, oyera la discusión sobre su enfermedad, que él no hallaba cómo caracterizar.
El día convenido tomaban sus asientos los cinco médicos citados, al mismo tiempo que Palacios, colocado en un cuarto contiguo, aplicaba el oído desde un lugar donde no perdió una palabra de la discusión.
La sesión fue larga, muy larga y animada. Al cabo de tres cuartos de hora se retiraron  los doctores, y Palacios pasó a dar cuenta a Morante del resultado de la junta, cubriendo previamente a cada uno de esos señores el honorario de costumbre.
Apenas lo vio Morante, que ese día permaneció en cama por si se le quería examinar, le preguntó:
- ¿Qué dicen los médicos de mi enfermedad?
- Nada.
- ¡Cómo! ¿Nada?
- Ni una palabra.
- ¿En qué se han ocupado entonces?
- En convenir en lo que han de contestar a don Pedro el físico.
- Pero es imposible que no me hayan nombrado siquiera.
- Sí, al último dijeron al doctor Arjeri, médico de cabecera: “Siga con lo mismo”...
Desde el día siguiente llamó Morante al defensor del pan quimagogo, que le volvió la salud casi completamente. Un mes después empezó a representar sin inconveniente ninguno. Este mismo médico nos limpió cuanto ganamos en Buenos Aires: jugábamos más que él al billar; pero sus burlas nos quemaban la sangre. ¡Era andalúz!
Las representaciones dramáticas estaban en decadencia en Buenos Aires al llegar Morante, a consecuencia de funcionar allí una compañía lírica, diminuta, pero que como hemos dicho, contaba con cantantes de mérito: Ángela Tani y Rosquellas, entre ellos. A mediados de 1825 aquella compañía se completó. La música de Rossini, que recién empezaba a oírse, contribuyó más que todo a que el público prefiriera los espectáculos líricos a los demás dramáticos.
Morante no podía luchar solo contra este torrente; pues el resto de la compañía dramática era de muy escaso mérito. En estas circunstancias llegó Cáceres a Buenos Aires. Entre él y Morante ya no cabía rivalidad racional. Aquél, en todo el vigor de la edad y el talento, debía necesariamente ejecutar los galanes de tragedias y comedias, Morante, en decadencia por su edad y sus achaques, era llamado a desempeñar los barbas y a dirigir la escena, en lo que no contaba con ningún competidor. Esto los unió en estrecha amistad hasta la muerte, que para ambos tuvo lugar en el mismo año y, por decirlo así, a pocos días de distancia, y en Chile.
Dos años, poco más o menos, pasó Morante en Buenos Aires, volviendo en seguida a Chile contratado nuevamente por el señor Arteaga. Morante, en esta nueva contrata propuesta por él mismo, no tenía asignado sueldo fijo. Su remuneración consistía en una función mensual que no podría llamarse beneficio, sino función extraordinaria.

XII. Vida Teatral
Cuando el 20 de agosto de 1820 se abrió aquel teatro, lo hizo con una compañía dramática tan numerosa como no se ha visto jamás. Tres primeros galanes, cuatro barbas; tres graciosos, siete actrices e infinidad de partes de por medio.
Esto sólo supone un gasto enorme en sueldos; pero eso no era posible si se considera lo exiguo del valor de palcos, entradas y asientos. El palco valía dos pesos, la entrada dos reales y la luneta uno.
Excepto Pérez y Hevia, y no sabemos si las actrices, chilenas como aquéllos, todos los otros actores eran pagados por función, de suerte que el que no trabajaba no tenía nada que cobrar. Cáceres, que era el primer actor, ganaba seis pesos por noche. Siendo los otros muy inferiores, debía en proporción ser su honorario, si puede usarse esta palabra con aprendices de cómico.
La orquesta fluctuaba entre siete u ocho músicos, los únicos que podían llamarse tales en Santiago, que costarían de 20 a 22 pesos por noche. Esto nos trae a la memoria que la orquesta, situada en el mismo lugar que ahora ocupa, tenía una particularidad. Aquel lugar no estaba ni entablado ni enladrillado, de suerte que cuando Robles, director de orquesta, marcaba el compás con el pie, por tener ocupadas las manos con el violín, levantaba una gran polvareda más que visible al público. Aquel lugar no se barría jamás.
Los fines de fiestas eran, hasta el año de 1830, sainetes, tonadillas españolas y a veces baile. Desde 1824 hasta 1826 desempeñaba esta parte doña Rosa Lagunas, limeña, y don José Pose, español.
Cuatro años antes, doña Ángela Calderón, favorita del público por su hermosa figura y buena voz, cantaba una tonadilla a una sola voz, en que representaba a una ciega que vendía almanaques.
La tonadilla era fea y desde el principio se notaron muestras de desagrado en un palco de gran tono.
Este descontento cundió hasta hacerse general en el público.
La Calderón, acostumbrada sólo a escuchar aplausos, no fue dueña de sí misma, y dando algunos pasos en dirección al público, le dirigió las palabras siguientes, que conservamos letra por letra en la memoria: “Pueblo indecente de m..., que por tres reales que paga, con licencia de la gente”.
Con esta última palabra cayó el telón, sin que el público se diera por aludido; sin embargo, la Calderón, en la función siguiente, dio una satisfacción, redactada por el doctor Vera, y todo quedó olvidado.
Lo preferido, sin embargo, era el sainete, casi siempre sacado del inagotable don Ramón de la Cruz.
Algunos se repetían con frecuencia, entre ellos San Tristezas Tongarini.
Se daba este sainete una vez en circunstancias de hallarse en Santiago gran número de coquimbanos, recién caído don Bernardo O’Higgins. En este sainete tenía lugar una procesión en que el gracioso Pedro Pérez era paseado en el proscenio en andas, disfrazado de santo, cantando los alumbrantes esta copla:
El señor San Tristezas,Al pueblo de Coquimbo.Sea bienvenido.
Los coquimbanos, que se daban los aires de haber derrocado a don Bernardo O’Higgins, se consideraron insultados y amenazaban con un reclamo.
Morante dio por la prensa, a nombre de la empresa, una satisfacción en que decía que no se había dicho o tratado de decir pueblo de Coquimbo, sino pueblo de Apoquindo. Esta mentira era grosera, porque esa vez y siempre se había cantado Coquimbo.
Había otro sainete que también se repetía mucho. No recordamos el título, pero en él se simulaba un entierro en que, al pasearse por el proscenio los acompañantes, cantaban a dos coros alternados estas estrofas:
Primera estrofa
1.er coro: ¿Por qué van a los duelos tantas visitas?2° coro: Por tomar chocolate los nueve días.
Segunda estrofa
1.er coro: ¿Por qué lloran las viudas dando chillidos?2º coro: Porque antes no  enterraron a sus maridos.
Al fin de cada estrofa se decía:
El preste: ¡Dinero y descanso tengamos!Coro: ¡Amén!
Esto se cantaba imitando las entonaciones usadas en estos casos por la iglesia. Se prefería el 8º tono.
El alumbrado era otra especialidad. El de bastidores, palcos, platea y salones era de velas de sebo, que sólo podían reanimarse despavesándolas en los entreactos.
El alumbrado del proscenio, o carro de Febo, como algunos dicen, consistía en seis u ocho candiles o tazas de barro ordinario. El líquido que alimentaba estas luces era sebo. Durante la representación solían esos candiles despedir un humo denso por falta de pabilo o mala colocación de las mechas, y era preciso sufrirlo hasta que caía el telón. A veces ese humo era general en todos los candiles, hasta el extremo de interponerse entre el público y los actores una especie de niebla insoportable por su hediondez.
En los entreactos salía un muchacho a sumergir de nuevo las mechas y reanimar de este modo el alumbrado. La postura del muchacho, en cuclillas, solía ofrecer ciertos inconvenientes.
El alumbrado duró tanto como el Teatro Principal, es decir, hasta 1836, en que fue demolido.
Nos falta hablar del anunciador, cuyo papel hacía temblar a los que lo desempeñaban, y por lo cual en todas partes se encomendaba a los graciosos, a no ser que se contara con algún actor especial, como lo era Pino entre nosotros. El anuncio por impresos no se conoció de un modo estable hasta después de 1840, en el Teatro de la Universidad.
El exordio obligado del anuncio era: “Para tal día se convida a tan respetable público”, etc. El fin de este anuncio jamás dejaba de ser saludado con alguna palabra burlesca o con silbidos de muchachos, y esto sólo cuando el actor no había cometido alguna ligera equivocación, pues en este caso la pifia era general.
Otras veces, cuando lo que se anunciaba no era del agrado del público, éste protestaba con gritos generalmente, pidiendo otra tragedia o comedia más de su gusto.
Esto daba lugar a ciertos diálogos muy vivos entre el público y el anunciador, que, no pudiendo resolver nada sobre lo que le exigía, tenía que escuchar lo que en voz baja le soplaba el empresario, colocado a sus espaldas tras del telón, y que siempre se oía por una parte del público.
La mayor dificultad consistía, como a veces sucede en nuestras cámaras, en saber dónde estaba la mayoría.
El triunfo era siempre, también como en las cámaras, de los más porfiados, majaderos y de mejores pulmones, y, oído el empresario, se les daba gusto.
A su vuelta Morante se estrenó, a petición general, esta vez no era mentira, con la obra favorita El Abate de L’Epée.
El público, sin embargo, no saludó a su actor predilecto ni con una palmada al presentarse por primera vez. Hemos dicho que era avaro en aplausos. Esta vez fue una cosa peor, y para desagraviar a Morante fue necesaria una ovación estrepitosa antes de caer el telón en el último acto.
En las diez funciones extraordinarias que en los diez meses y medio de la temporada dio Morante cada año, representó obras enteramente nuevas, que había traducido él mismo del italiano y del francés, idiomas que le eran familiares.
Algunos actores, ignorantes y envidiosos de su mérito, le declararon una guerra sistemática.
Al recibir los papeles de estudio que Morante repartía para sus funciones, buscaban alguna palabra cuya acepción les era desconocida y tomaban de refrán para repetirla en todas partes como inventada para aquél, lo que servía de tema para desacreditar sus beneficios.
Recordamos dos palabras que levantaron entre ellos gran algazara.
La primera fue espelunca, sustantivo poco usado en el día, pero castellano.
La otra, sonámbula, tan castellana como la anterior; pero que aquellos ignorantes burlones oían probablemente por primera vez.
Por estos medios y otros idénticos conseguían anticipadamente desacreditar las funciones de Morante, y en los dos años que duró esta contrata no sólo vio frustradas sus esperanzas, sino que tuvo el pesar de ser víctima de la más estúpida malignidad.
Esto le hizo contraer una deuda considerable con el empresario, que jamás pudo cancelar.
Para esa clase de pícaros hemos visto hace años un modelo de contrata formulada en un teatro de París, y no sería el único, en que tanto a músicos como a cantantes se les imponía una fuerte multa en caso de saberse que desacreditaban las óperas en estudio.
Durante la ausencia de Morante y Cáceres había venido de Buenos Aires doña Teresa Samaniego, actriz de quien ya hemos hablado.
La Samaniego, concluidas las funciones que dio en Santiago, se dirigió al Perú, y don Domingo Arteaga volvió a Santiago con la compañía, a la que se incorporó Villalba, el gracioso de más mérito conocido hasta entonces, pues [al] famoso Rendón no debíamos verlo hasta 1841.
Llegó en ese tiempo Rivas, catalán y trágico de notable mérito, que luego debía ser rival temible de Cáceres.
No pasó mucho tiempo, sin que éste llegara también de Buenos Aires en compañía de don Domingo Moreno, excelente actor español, y de doña Trinidad Guevara, actriz favorita de aquel pueblo.
Entre Rivas y Cáceres se dividieron los pareceres. Cáceres tenía sobre aquél su magnífica figura y su voz agradable y poderosa. Rivas, por su acción y más que todo por su admirable gesticulación, contrabalanceaba aquellas ventajas. Los señores don Andrés Bello  y don Ventura Blanco Encalada eran partidarios decididos de Rivas.
El señor Bello publicó algunos artículos sobre teatro en que, sin desconocer el mérito de Cáceres, dejaba entender muy claramente que prefería a Rivas. El público se dividió en dos bandos, siendo el más numeroso el de los amigos de Cáceres. El otro suplía el número con la opinión importante de aquellos dos señores.
Los artículos del señor Bello fueron atribuidos a Morante, que, sin razón, suponían enemigo de Cáceres. Eso prueba, por otra parte, la elevada idea que se tenía del talento de Morante, pues se le confundía con aquel eminente literato.
Las cosas habían llegado a tal término, que fue necesario recurrir a un expediente, usado a veces en estos casos. El público exigió ver trabajar a los dos rivales en idénticos papeles en dos noches consecutivas.
La obra elegida fue Los Hijos de Edipo, tragedia muy conocida del público y en que Cáceres y Rivas se habían hecho aplaudir con entusiasmo.
En una noche debía uno de ellos hacer el papel de Eteocles, ejecutando el otro el de Polinice; en la noche siguiente, al revés.
La concurrencia, como debe suponerse, fue inmensa. Las opiniones, como también debe suponerse, no variaron, y Cáceres y Rivas no fueron menos excelentes actores que antes para sus respectivos partidarios.
En una escena ocurrió un incidente que aterró al público más que todas las de esa terrible tragedia.
En la segunda representación, y seguramente por ser del caso, ambos hermanos, que tantas pruebas habían dado de su odio recíproco, y que el público había personificado con aplausos imprudentes, sacan a un mismo tiempo las espadas. Rivas y Cáceres se acercan en aire amenazante y tan a lo vivo, que una gran parte del público, lleno de angustia, dio un grito unánime: “¡No, no!”.
Más de una persona se levantó en ademán de lanzarse sobre el proscenio, creyendo una desgracia inminente.
Ambos actores, de valor probado, no habían llevado, sin embargo, hasta ese extremo su rivalidad de artistas.
Poco después, Cáceres y Rivas dirigieron, éste a México, aquél al Perú.
Morante, a pesar de que su enfermedad se había declarado enteramente, aún conservaba su antiguo prestigio, y no sin razón.
Se anunció el Aristodemo en que antes había hecho de protagonista. Esa vez se debía representar sin que él tomara parte. Pero antes de levantarse el telón se avisa al empresario que Peso, que hacía el papel del rey que da el nombre a la tragedia, no podía representar por una enfermedad repentina. Por el mal efecto que siempre causa en el público un cambio repentino, fue preciso recurrir a Morante para que reemplazara a Peso, en un papel que jamás había tenido ocasión ni siquiera de leer, y es de advertir que, como es de regla, la tragedia era en verso endecasílabo.
Morante no tuvo más tiempo que el necesario para vestirse y salir a la escena en seguida.
A poco andar, el público empezó a observar que al personaje del rey, que Peso, con ser uno de los mejores actores, no había conseguido hacer notar, Morante le daba una importancia de primer orden, sacando aplausos de pasajes en que nadie se había fijado. Este también era su último destello.
Continuó representando papeles de barba y dirigiendo la escena; pero la enfermedad hacía visibles progresos.
Llegado el año de 1835 ó 1836, volvió Cáceres del Perú a muy buen tiempo por lo decadente de las funciones dramáticas. Fue contratado y dio principio con Montescos y Capuletos, tragedia en que hizo, como siempre, el primero de estos papeles con éxito completo. Este también fue el último triunfo de Cáceres, atacado ya de la misma enfermedad de Morante, y de la que murió pocos meses después en Valparaíso, en ese año; según nuestros cálculos, de 42 de edad.
Luego dejó Morante de representar. Vivió con los escasos recursos que algunos amigos le proporcionaban, y sobre todo con los del señor Arteaga, que, en escasa fortuna, no lo abandonó jamás.
El Arzobispo Vicuña, noticioso del estado de peligro en que se encontraba Morante, encargó a un amigo de éste le hiciera ver la necesidad de reconciliarse con la Iglesia, a quien había hecho tan cruda guerra. El señor Vicuña ignoraba que el comisionado tenía en religión las mismas ideas de Morante. A pesar de eso, aquél cumplió su encargo, como era de esperarse, sin ningún resultado. En la primera visita, y después de las palabras de costumbre, dio principio a su misión diciendo a Morante, con aire distraído: “¿Me parece que he visto salir de aquí un padre de la Merced?” Contestó Morante: “Si viera el hábito de un fraile en mi casa, me daría fiebre”. “Sin embargo, la religión tiene sus pruebas, y han creído y creen en ella hombres muy grandes”. Morante mudó de conversación y ya no se habló más sobre la materia.
El mal, a pesar de su gravedad, daba todavía mucha espera. El presbítero, después canónigo, don Miguel Mendoza, amigo de Morante, le hizo algunas visitas que le agradeció vivamente. Esto alentó a Mendoza, quien, conociendo que él no era hombre para Morante, sólo trató de atraerlo con palabras cariñosas, evitando toda discusión a que éste parecía inclinado. Por este medio ganó su voluntad y consiguió por fin confesarlo.
El mismo día en que esto sucedió, Morante, como volviendo en sí, hizo llamar en la noche a don Mariano Palacios, su antiguo compañero, y nuestro, llegado de Buenos Aires. Al verlo le dijo: “Esta mañana he tenido una debilidad: me he confesado; pero voy a protestar de lo que he hecho”. Dictó en pocas palabras la protesta y encargó las fórmulas a Palacios, próximo a recibirse de escribano, encargándosele traer todo escrito para firmar al siguiente día.
Al retirarse Palacios encontró cerca de la casa de Morante dos clérigos, de los que sólo conocía al señor Mendoza. Se detuvo y los vio entrar en la casa de Morante. Después se supo que el otro eclesiástico era el señor don José Iñiguez, sacerdote de maneras sencillas, de eminentes, virtudes y de gran saber.
Mendoza, habiendo presentado a señor Iñiguez y al cabo de una conversación en que Morante tomó parte como en perfecta salud, se retiró solo.
Después de una larga conferencia privada y en voz baja, se retiró también el señor Iñiguez.
Morante llamó en seguida y encargó, si no estamos equivocados, a don Anselmo Silva, residente ahora en Rancagua, dijera al señor Mendoza lo esperaba al día siguiente. El señor Silva, que con un cariño y fidelidad altamente laudables no se separó de Morante hasta el cementerio, cumplió sin duda su encargo.
Palacios se dirigió en la mañana siguiente a casa de Morante, sin llevar la protesta escrita, porque se proponía hacerlo bajo su dictado.
Apenas entró al patio, oyó con sorpresa la voz robusta del señor Mendoza que dictaba a Morante palabras de arrepentimiento y consuelo, y que Morante repetía con fervor y entonación que apagaba la de aquel antiguo sochantre de la Catedral.
Palacios habló con la señora de Morante sin dejarse ver de éste, y se retiró.
Según nuestra invencible costumbre de no visitar enfermos de gravedad, de acuerdo con Palacios, lo esperábamos en el Café de la Nación con el mayor interés. Allí supimos todo lo que hemos referido y calculamos lo siguiente respecto a las últimas resoluciones de Morante.
Al retirarse el señor Mendoza el día anterior, después de haberlo confesado por primera vez, debió pensar que aquel acto había tenido lugar más por con descendencia que por convicción. (Esto lo prueba la protesta proyectada). El señor Mendoza, no encontrándose capaz de convencer a Morante, acudió al señor Iñiguez, que por lo visto lo consiguió completamente en la conferencia referida.
Morante, después de recibir los sacramentos, vivió aún muchos días, dando pruebas de la sinceridad de su arrepentimiento, si no tan espléndidas como las de sus antiguos admiradores Lafinur y C. Henríquez, no menos claras y sinceras.
Su edad sería de 52 a 54 años.
Morante dejó varios manuscritos: entre ellos Los Templarios, tragedia traducida por él del francés, en verso, y de cuyo autor no estamos seguros, por haber conocido otras sobre el mismo argumento.
Morante, al traducirla, la había acompañado de extensas y numerosas notas históricas en que manifestaba su vasta erudición.
Hasta hace poco hemos conservado una “Despedida de mi patria y de mis amigos”, que suponemos escrita al emprender su último viaje a Chile.
En esta composición hacía recuerdos de su niñez y de su madre, que no era posible leer sin conmoverse. Era notable, sobre todo, el fin, por la exactitud con que describe el desamparo de los últimos años de su vida. 

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Fiestas y celebraciones tipicas de Chile

Fiestas y Celebraciones
de la Republica de Chile

Fiestas Patrias:

Se celebran durante todo el mes de septiembre, pero especialmente los días 18 y 19, con ramadas, juegos populares y desfiles; entre éstos el más importante es la Parada Militar que se realiza en Santiago, en la elipse del Parque O’Higgins el día 19 de septiembre, Día del Ejército.
En algunas localidades se celebra el llamado “18 chico” el fin de semana siguiente a las Fiestas Patrias; en estas fechas es también tradicional la fiesta de la Pampilla en Coquimbo.

Fiesta de la Vendimia:

Al final de la temporada de cosecha de uvas se reúnen hombres y mujeres vendimiadores en una gran fiesta. En ella se mencionan España y Francia, tanto en los brindis como en las canciones que los acompañan; ello se entiende al relacionarlo con la llegada de las primeras cepas de origen español y los primeros técnicos franceses.

Putre:

Carnaval de Putre: Esta celebración se realiza en los últimos días de febrero, antes de cuaresma. Acuden a ella habitantes aimaras de los poblados altiplánicos. Además de música y comida, hay bailes, máscaras y disfraces que representan la cosmovisión andina.

Codpa:

Fiesta de la vendimia de Codpa: Entre marzo y abril se realiza, en la localidad de Codpa, la fiesta de la vendimia de las uvas con las cuales se elabora el vino pintatani, grueso y frutoso.

Caspana:

Enfloramiento del ganado: Entre enero y marzo, se realiza en todos los corrales familiares del poblado andino de Caspana una particular ceremonia que incluye bailes, cantos y rogativas, en la cual se coloca lana a los animales.

Chiu Chiu:

Via crucis en Chiu Chiu: Entre marzo y abril, para Viernes Santo, se realiza en el pueblo altiplánico de Chiu Chiu un tradicional via crucis español que incorpora elementos criollos haciendo de la celebración un interesante espectáculo.

La Tirana:

Fiesta de la Tirana: Esta fiesta religiosa se lleva a cabo cada 16 de julio en la localidad nortina de La Tirana. La celebración se realiza en honor a la Virgen del Carmen y es una de las más importantes y conocidas del país. Destaca por los bailes, los cantos, la gran cantidad de fieles venidos de todo el país y en especial por las máscaras y disfraces de múltiples colores.

Pica:

Fiesta de Reyes: Se realiza en la localidad de Pica, a 117 km. al sureste de Iquique a 1.300 m. sobre el nivel del mar. Su celebración se extiende a grandes ciudades como Arica e Iquique, en las cuales los adornos navideños de casas y locales comerciales se mantienen hasta dicha fecha.

Aiquina:

Virgen de Guadalupe de Aiquina, 8 de septiembre. Se celebra en el poblado de Aiquina, ubicado a 75 km. al noreste de Calama y a 2.980 m. de altura. La fiesta tiene una duración de cinco días y se inicia tres días antes de la fecha indicada.

San Pedro de Atacama:

Carnaval atacameño: Durante la segunda semana de febrero, tanto en San Pedro de Atacama, como en Chiu Chiu, Caspana y los demás pueblos atacameños de la zona, se celebra un carnaval con disfraces, bailes típicos y degustación de gastronomía y bebidas típicas de la región.

Vallenar:

Fiesta del Roto Chileno: El fin de semana más cercano al 20 de enero se celebra en la quebrada de Pinte, hacia el interior de Vallenar, un festival costumbrista organizado por la junta de vecinos en el que se realizan competencias típicas chilenas.

El Tránsito:

Fiesta huasa de El Tránsito: Durante la segunda semana de febrero el club de huasos de la localidad de El Tránsito realiza una fiesta que consiste en competencias campesinas y espectáculos folclóricos.

San Félix:

Fiesta de la vendimia de San Félix: Durante todo febrero en el pueblo de San Félix, a doscientos kilómetros de Copiapó, en el valle del río El Carmen, se realiza la principal fiesta de la zona, que es organizada por la junta de vecinos. A los bailes en la plaza los fines de semana acuden habitantes de todo el valle y culmina con un festival gastronómico y un concurso de artesanías locales.

San Fernando/Copiapó:

La Candelaria, primer domingo de febrero. Su celebración se efectúa en la localidad de San Fernando, a 4 km. al este de Copiapó. También es venerada en otros puntos del país. La Virgen de la Candelaria se representa con una vela en las manos como símbolo de la purificación de la mujer. Es una de las fiestas más antiguas del norte y reúne a fieles de todo el país y de naciones limítrofes.

Tierra Amarilla:

Fiesta del Toro Pullay: En la localidad de Tierra Amarilla se celebra, a finales de febrero, esta antigua fiesta costumbrista con comparsas por las calles que acompañan a personajes disfrazados que representan el bien y el mal.

Los Choros:

San José Obrero: El santo carpintero es celebrado el 19 de marzo en Los Choros con una fiesta religiosa que cuenta con bailes chinos de la zona y de otras localidades y regiones.

La Serena:

Virgen del Rosario: Con cantos antiguos y tradicionales se manifiesta el 8 de enero en la localidad de Diaguitas, en La Serena, la devoción a la Virgen del Rosario. Una fiesta y una procesión cierran esta celebración.

Salamanca:

Señor de la Tierra: El segundo domingo del mes de enero se celebra en la localidad precordillerana de Cunlagua, cercana a Salamanca, la Fiesta del Señor de la Tierra, la más importante de la comuna y en la cual se pueden apreciar las faenas agrícolas y ganaderas.

Monte Patria:

Festival de Tulahuén: A 45 minutos hacia la cordillera desde Monte Patria se realiza, durante la segunda semana de febrero, una exposición de vinos, quesos y tejidos.

Vicuña:

Fiesta de la vendimia en el Valle del Elqui: Durante todo febrero en Vicuña se celebra la vendimia con bailes, música y actividades campestres. En Paihuano se realizan fiestas típicas, como la pampilla de verano, la noche de estrellas y el Festival de la Voz de la Uva.

Sotaquí:

Fiesta del Niño Dios, 6 de enero. Se celebra en el pueblo de Sotaquí, ubicado a 8 km. de Ovalle. En ella toman parte creyentes chilenos y argentinos. Destacan las hermandades de danzantes ataviados con vistosos trajes de vivos colores y muy adornados.

Combarbalá:

Encuentro artístico de Combarbalá: Durante semana santa en la localidad de Combarbalá, pueblo dedicado a la explotación de la piedra combarbalita, en la Región de Coquimbo, se realiza un encuentro de pintores y escultores nacionales y regionales.

La Ligua:

Tejidos de La Ligua: Cada mes de enero, durante una semana se realiza una feria de los tradicionales tejidos de La Ligua, organizada por la Municipalidad en la Plaza de Armas.

Calle Larga:

Fiesta en Calle Larga: En el mes de enero, en la localidad de Calle Larga se realiza una fiesta en torno a la cosecha del trigo. La actividad se inicia acumulando las gavillas y seleccionando las yeguas. Durante la trilla hay bailes campesinos, competencias, actuación de conjuntos folclóricos y gastronomía típica.

Olmué:

Festival del Huaso de Olmué: A fines de enero se realiza en Olmué este tradicional festival de la canción folclórica, uno de los más importantes del país, organizado por la Municipalidad.

San Bernardo:

Festival de San Bernardo: La última semana de enero tiene lugar el Festival Nacional de Folclor de San Bernardo, la competencia musical más importante en este género. Durante cinco días se presentan grupos nacionales y extranjeros en el anfiteatro de San Bernardo.

Culiprán:

Festival del choclo cabello rubio: Esta festividad que se realiza durante febrero en la localidad de Culiprán, famosa por su producción de choclos, reúne a las familias de los campesinos para la compra de productos agrícolas. Este es uno de los eventos más importantes de la zona para los agricultores de la comuna de Melipilla.

Los Andes:

Fiesta huasa y trilla a yeguas: En la primera semana de febrero, en San Esteban, Los Andes, se realiza un festival folclórico que se festeja con trilla de yeguas, carreras a la chilena y otras competencias campesinas, además de comidas típicas. Gran cantidad de público se reune en el Parque Municipal La Hermita.

Limache:

Virgen de las Cuarenta Horas: En el último domingo de febrero, gran cantidad de fieles se dirige a la parroquia Santa Cruz de Limache, donde, durante cuarenta horas, se celebra esta fiesta religiosa en honor a la virgen.

Casablanca:

Encuentro Nacional de Payadores: A mediados de marzo, durante dos días, se celebra en Casablanca, un encuentro nacional de payadores, al cual acuden cultores y estudiosos de esta expresión folclórica de todo el país.

Virgen de Lo Vásquez:

Virgen de Lo Vásquez, 8 de diciembre. Esta festividad se realiza en el Santuario de Lo Vásquez, a 32 km. de Valparaíso. Es la más significativa de las fiestas de V Región. Gran cantidad de peregrinos llegan a ella a pagar sus mandas.

San Felipe:

Fiesta de la vendimia en San Felipe: Con motivo de la vendimia, durante marzo se desarrolla en San Felipe una fiesta tradicional con actividades culturales y folclore, en la que participa un numeroso público.

Zona Central:

Fiesta de Cuasimodo: La fiesta de Cuasimodo, que se celebra entre marzo y abril, adquiere gran colorido y masividad en las localidades de Lo Abarca, Cuncumén, Lo Barnechea, Llay Llay, Casablanca, Maipú, Talagante, Conchalí e Isla de Maipo. En esta celebración religiosa callejera, que se realiza el domingo siguiente a la Pascua de Resurrección, el sacerdote lleva la comunión a los enfermos, acompañado por huasos en carros, caballos y bicicletas, adornados con flores, papeles, banderas chilenas y otras estampas.

San Clemente:

Encuentro chileno-argentino: Durante la primera quincena de enero se realiza el Encuentro chileno-argentino en el límite fronterizo Paso Pehuenche, en San Clemente. Se trata de un evento organizado por las municipalidades de ambos lados de la cordillera (San Clemente en Chile y Malargue en Argentina). Incluye música folclórica, bailes y competencias deportivas.

Cauquenes:

Fiesta de San Sebastián: Entre el 15 y el 21 de enero se celebra en Colbún la Fiesta de San Sebastián, en la que fieles y devotos peregrinan durante una semana para pagar favores y mandas al santo en la localidad de Panimávida. El 20 de enero se celebra al mismo santo en una peregrinación hasta Pelluhue, en Cauquenes.

Cachivo:

San Sebastián de Cachivo: El 20 de enero y el 20 de marzo, en Cachivo, camino a Las Lomas, se celebra a San Sebastián con una fiesta de gran colorido en la que intervienen gran cantidad de tradiciones locales. Miles de personas llegan a pagar sus mandas hasta el santuario, ya sea caminando, en carretelas o a caballo.

Pelluhue:

Festival de la Trilla: La última semana de enero, en el gimnasio municipal de Pelluhue, se celebra un festival de la canción con la participación de destacados folcloristas nacionales. Se trata de un certamen competitivo de gran nivel y trayectoria.

Quiñipeumo:

Festival de la Sandía: La última semana de enero se realiza en el pueblo de Quiñipeumo, Maule, este festival que reúne a agricultores y campesinos en torno al folclor. Juegos criollos, competencias deportivas y musicales, además de la elección de reina, forman parte de la celebración.

Pelluhue:

Trillas a yegua suelta en Pelluhue: A fines de enero y principios de febrero en la localidad de Pelluhue se realiza la trilla a yegua suelta con encuentros campesinos costumbristas, amenizados por grupos folclóricos y cantores populares. El dueño de casa, con apoyo de la municipalidad, ofrece comida y tragos típicos.

Amerillo:

Carnaval del agua: A fines de enero e inicios de febrero, en la localidad de Amerillo, por la ruta internacional El Pehuenche, se realiza una fiesta tradicional que incluye elección de reina, juegos criollos y un espectáculo artístico bailable.

Licantén:

Rodeo oficial de Licantén: El rodeo de Licantén, que se celebra la primera semana de febrero es el más importante del sector. De él salen representantes para la competencia nacional y regional. Hay demostraciones de riendas y amansaduras.

Linares:

Feria internacional de artesanía de Linares: Durante la segunda quincena de febrero se realiza en Linares una feria de artesanía que reúne exponentes seleccionados de la artesanía tradicional de diferentes países.

Coihueco:

Coihueco y sus raíces criollas: Durante la primera quincena de enero se realiza en Coihueco, Chillán, una fiesta de tres días para mostrar la música, el baile, la gastronomía y las actividades campesinas tradicionales de la zona. El evento se realiza en un escenario flotante en el embalse de Coihueco.

Yumbel:

San Sebastián de Yumbel: El 20 de enero y el 20 de marzo se celebra a San Sebastián en Yumbel. Miles de peregrinos, que recorren largas distancias caminando, e incluso de rodillas, llegan de todo el país a rezar y a pagar sus mandas a la iglesia parroquial, donde se encuentra la imagen del santo, en una muestra impresionante de devoción religiosa popular.

Santa Cruz:

Fiesta de la vendimia en Santa Cruz: Con motivo de la vendimia, durante marzo se desarrolla en Santa Cruz una fiesta tradicional con actividades culturales y folclore, en la que participa un numeroso público.

San Ignacio:

Rodeo oficial de San Ignacio: El primer fin de semana de febrero, en la medialuna de San Ignacio, se realiza un rodeo de alto nivel, que cuenta con la participación de destacadas colleras a nivel regional y nacional. Es organizado por el Club de Huasos Rodeo Chileno.

Yungay:

Fiesta de la Candelaria en Yungay: En la capilla de Yungay, a 69 kilómetros de Chillán, se celebra el 2 de febrero una misa en honor a la Virgen de la Candelaria, en la que se bendice la imagen de la divinidad. En la cercana localidad de Pangal del Bajo se realiza una fiesta criolla con ramadas, vinos y comidas típicas.

Tirúa:

Feria costumbrista de Tirúa: En la comuna de Tirúa se realiza, durante la primera quincena de febrero, una feria costumbrista con actividades culturales, muestra de artesanías, productos agrícolas y degustación de comidas típicas.

Puerto Saavedra:

Fiesta de San Sebastián en Puerto Saavedra: El 20 de enero se celebra en la localidad de Puerto Saavedra una fiesta religiosa en honor a San Sebastián con abundante comercio.

Carahue:

Semana de Trovolhue: La cuarta semana de enero se celebra la semana de Trovolhue, en la localidad cercana a Carahue. La celebración incluye gastronomía, folclor y recreación.

Villarrica:

Muestra mapuche de Villarrica: Durante el verano se realiza una exposición en la feria mapuche de Villarrica. Allí se pueden encontrar trabajos de importantes artesanos, además de la reproducción a escala real de una ruca construida en totora y junquillo.

Futrono:

Nguillatún en Futrono: En la localidad de Futrono, a orillas del Lago Ranco, en la Región de los Lagos, desde el 12 hasta el 14 de febrero se realiza un nguillatún mapuche. Se trata de un ritual colectivo de acción de gracias y petición por las cosechas y el bienestar de la comunidad.

Niebla:

Encuentro costumbrista de la Costa: A 20 minutos de Valdivia, en Niebla, se realiza durante la segunda y la tercera semana de febrero un encuentro cultural, costumbrista y gastronómico en el cual se venden comidas típicas y artesanía.

Frutillar:

Exposición de artesanía local de Frutillar: Entre el 15 de enero y el 15 de febrero se realiza en el Colegio Bernardo Phillippi de Frutillar una muestra de artesanía local organizada por la Municipalidad.

Frutillar:

Fiesta criolla de los colonos en Frutillar: El primer domingo de febrero tiene lugar en la Colonia La Radio, en Frutillar, una festividad que incluye carreras a la chilena, juegos criollos, cabalgatas, paseos en carretón y espectáculos folclóricos. Hay un gran despliegue de comidas típicas: asados al palo de cerdo, de cordero y de vacuno, anticuchos, cazuelas, curanto, empanadas, sopaipillas, pastel de choclo, tortillas, kuchen, tortas, mote con huesillos, entre otras cosas.

Carelmapu:

Fiesta de la Candelaria en Carelmapu: El 2 de febrero se realiza, en honor a la Virgen de la Candelaria, una peregrinación de feligreses en la localidad de Carelmapu. Llegan allí gran cantidad de embarcaciones engalanadas, provenientes de la Isla de Chiloé. La celebración dura un día entero.

Caulín:

Festival santuario de las aves Caulín: Durante todos los fines de semana del verano, en la localidad de Caulín, a 9 kilómetros del Canal de Chacao, se lleva a cabo una fiesta costumbrista incorporada dentro de las actividades turísticas de Ancud que incluye artesanía, folclor y gastronomía.

Castro:

Fiesta tradicional de Nercón: Gastronomía, folclor y faenas tradicionales forman parte de la fiesta campesina que el 5 de febrero tiene lugar en Nercón, a pocos minutos de Castro. Al otro dia la celebración se repite en La Estancia, a 5 kilómetros de Castro.

Llau Llau:

Maja chilota: El 13 de febrero en la localidad chilota de Llau Llau, se realizan faenas tradicionales y una fiesta campesina para la elaboración y degustación de la chicha de manzana.

Quemchi:

Festivales costumbristas chilotes: A mediados de febrero, durante el fin de semana, en la localidad de Quemchi, a 60 kilómetros de Ancud, se organiza un festival musical que incluye gastronomía y artesania. En tanto, el tercer fin de semana del mes se realiza en el Parque Municipal de Castro el Festival Costumbrista Chilote, que incluye muestra cultural, folclor, faenas típicas, artesanía, gastronomía, y exposición de las distintas variedades de papas nativas. En Puerto Natales todos los años, en febrero, el Centro Hijos de Chiloé, que agrupa a inmigrantes de la isla, organiza un encuentro musical que busca preservar las costumbres chilotas.

Punta Arenas:

Ganado de Punta Arenas: La primera semana de febrero, durante tres días se realiza la Feria Ganadera Expogama en Punta Arenas, organizada por la Asociación de Ganaderos de Magallanes. Incluye exposición de ganado y gastronomía local.

banderas y escudos de Chile

banderas y escudos de Chile

cuatro siglos de uniformes en chile

Batallas y combates en la Historia de Chile

1485:
Batalla del río Maule: Los mapuches detienen el avance de los incas que lleguen en su dominación hasta las márgenes del río Maule. Tal acción hace que los habitantes del sur del Maule sean conocidos por los incas como "poromaucas, palabra que se españolizó como promaucaes. Existe una duda razonable sobre la fecha, que bien podría ser hacia 1520.

Septiembre 1536:

Batalla de Reinohuelén: Combate librado en 1536 entre conquistadores españoles al mando de Gómez de Alvarado y guerreros mapuches, en la confluencia de los ríos Ñuble e Itata, en Chile.
Enero 1541:
Combate del Mapocho: Don Pedro de Valdivia se puso en contacto con el cacique Vitacura, principal representante de los incas en estas tierras, manifestándole la intención de levantar una ciudad en la isla del cerro Huelen. El consentimiento de Vitacura provocó la indignación del cacique Michimalonco.

Enero 1541:

Escaramuzas en Aconcagua: Diversos enfrentamientos contra las fuerzas de Michimalonco, quien tendió variadas emboscadas a los expedicionarios y lo mismo hicieron Catiputo, Tanjalongo y otros caciques subalternos.
Mayo 1541:
Conquista de la fortaleza de Paidahuén: Pedro de Valdivia se dirige contra Michimalonco, Como rescate para recuperar la libertad, este ofrece los lavaderos de oro de Marga-Marga.
Agosto 1541:
Desastre de Con Con: Los caciques Trangolonco y Chigalmanga, queman un bergantín en construcción en la desembocadura del Estero Marga-Marga, matan a los españoles, negros e indios peruanos, escapando sólo Gonzalo de los Ríos con un esclavo negro.. Se desata un levantamiento general que comprende los valles de Aconcagua y Cachapoal.

11 de Septiembre 1541:

Destrucción de Santiago: Michimalonco, como caudillo (toqui) general de los indios de la comarca, encabezó contra la recién fundada ciudad de Santiago del Nuevo Extremo, un asalto el 11 de septiembre de 1541 que terminó en fracaso, merced a la sostenida resistencia de los españoles que guarnecían la plaza. En la defensa de la ciudad, se señaló particularmente doña Inés de Suárez que no dudó en dar muerte a Quilicanta y a siete caciques picunches entre los que se contaba el Cacique Apoquindo, prisioneros de los españoles que el ejército indígena pugnaba por libertar. De lo desigual del combate da fe la desproporción en el número de los combatientes, que fue de unos 10.000, por parte de los picunches, y de 55 soldados, más 5.000 yanaconas auxiliares, por los españoles.
Febrero 1544:
Combates en el Cachapoal y en el Maipo: Hasta esta fecha, Valdivia no había podido reconocer su gobernación más allá del Cachapoal, y su dominio efectivo sólo abarcaba los alrededores de Santiago, y con menor seguridad, el valle de Quillota. Con los refuerzos que le trajo Monroy, resolvió extenderlo hasta el sur sin trazarse límites y hacia el norte, hasta La Serena.

Agosto 1544:

Combate en el Limari: Pero Gómez se había encaminado al valle de Aconcagua con el propósito de someter a los indios radicados en él. Michimalongo lo obligó a retroceder hasta Santiago y el gobernador tuvo que dirigirse personalmente contra el célebre cacique.

20 de Febrero 1546:

Combate de Quilacura: Fue una batalla en la guerra de Arauco, combate nocturno, a cuatro leguas del Río Biobío, entre la expedición española de Pedro de Valdivia y una fuerza de guerreros mapuches, liderada por el toqui Malloquete. En este enfrentamiento fue capturado un mozalbete llamado Lautaro.

11 de Enero 1549:

Destrucción de La Serena: Cuando recién comenzaba a cimentar su historia, una sublevación de los indígenas provoca la muerte a casi todos los españoles (escapando, al parecer sólo un sobreviviente llamado Juan Cisternas), destruyendo e incendiando el poblado como represalia del mal trato recibido por los diaguitas de parte de los conquistadores españoles.

24 de Enero 1550:

Expedición a Arauco: Iba a empezar la guerra de Arauco. Cuarenta mil guerreros mapuches van a luchar durante tres siglos por el predominio y la supervivencia contra el invasor español y sus descendientes y contra los antiguos señores del suelo los representantes del pueblo chincha-chileno ahora aliado del nuevo invasor.

22 de Febrero 1550:

Combate de Andalién: Pedro de Valdivia, en su avance al sur, desea fundar una ciudad en la zona de Penco. En su intento es detenido por los mapuches y después de duro combate, los derrota. El ataque ocurrió en la noche y sólo se alcanzó la victoria una vez dejar los caballos y pelear aquí en lucha cuerpo a cuerpo.
12 de Marzo 1550:
Batalla de Penco: Fue una batalla entre 60.000 Mapuches bajo comando de su toqui Ainavillo con sus aliados de Arauco y de Tucapel y contra 200 españoles de Pedro de Valdivia con una gran cantidad de Yanaconas incluyendo 300 auxiliares de Mapochoes bsjo ordenes de su líder Michimalonco que defendía la fortaleza recosntruida en Penco.

14 Diciembre 1553:

Combate de Purén: Los indios se dieron cuenta del debilitamiento de los españoles y que, a pesar de su disimulo, no sabían ocultar su contento ante la proximidad de la venganza. La forma como se desarrolló la rebelión, manifiesta que venía preparándose desde hacía tiempo, pero los detalles nos son desconocidos.

25 de Diciembre 1553:

Batalla de Tucapel: Pedro de Valdivia muere a los 51 años, el conquistador español y sus soldados son derrotados y todos muertos por las huestes araucanas de Lautaro.
26 de Diciembre 1553:.
Los 14 de la Fama: Se conoce con este nombre al grupo de trece soldados españoles más su capitán, Juan Gómez de Almagro, que sostuvieron una dura resistencia en la cordillera de Nahuelbuta al ataque del fuerte San Diego de Tucapel en Cañete, provincia de Arauco por el toqui Lautaro y sus huestes.

26 de Febrero 1554:

Batalla de Marihueñu: Victoria mapuche bajo el mando de Lautaro. El sur de Chile queda en manos de los mapuches. Los españoles abandonan la ciudad de Concepción.
27 de Febrero 1554:
Destrucción de Concepción: Luego de la derrota de Marihueno, el espanto y la desazón se apoderaron de los habitantes de Concepción que sólo atinaron a huir. Los caminos que conducían a Santiago, comenzaron a llenarse de la gente que escapaba en medio de una confusión indescriptible.
02 de Noviembre 1555:
Expedición de Villagra y Defensa de La Imperial: Pedro de Villagra, que había quedado en La Imperial con 150 hombres empezó por fortificar y pertrechar la ciudad. La rodeó de fosos y de parapetos, y distribuyó la, gente en cuadrillas, cada una Con su caudillo y con la orden precisa de lo que debía hacer en caso de asalto. Pero los indios, distraídos con el triunfo de Marigüeñu o no sintiéndose capaces de atacar a los españoles dentro de la ciudad, no la asaltaron ni establecieron un sitio en regla.
12 de Diciembre 1555:
Segundo ataque a Concepción: A pesar de la mortandad, Lautaro pudo reunir un ejército que, po¬siblemente, fluctuaba alrededor de unos 4.000 mapuches, y atacó a Los Confines (Angol). Los españoles huyeron a La Imperial sin intentar si¬quiera la resistencia. Inmediatamente, el generalísimo mapuche dirigió su ejército sobre Concepción.
14 de Noviembre 1556:
Acción de Mataquito: Lautaro, habiendo cruzado el Maule, acampa en Mataquito. Diego Cano, enviado por el cabildo de Santiago sostiene contra él y es derrotado.

01 de Abril 1557:

Muere el cacique Lautaro en el combate de Peteroa. El y sus hombres fueron atacados por sorpresa en el pucará de Petorca.
09 de Agosto 1557:
Ataque al Fuerte San Luis: Tras la victoria de Peteroa, los españoles procedieron a levantar un fuerte que llamaron San Luis el que estuvo mandado por don Garcia Hurtado de Mendoza en las cercanías de la destruida Concepción, es decir donde hoy se levanta el puerto de Talcahuano. Ahí fueron atacados por tres escuadrones araucanos que estaban al mando de los toqui Grecolano, Petegolen y Tucapel.

08 de Noviembre 1557:

Batalla de Lagunillas: Fue la primera batalla en que las tropas del virrey Andrés Hurtado de Mendoza libraron contra los araucanos del cacique Caupolicán..En este enfrentamiento fue tomado prisionero el caudillo Galvarino, que, como castigo, sufrió la amputación de ambas manos.

30 de Noviembre 1557:

Batalla de Millarapue. El caudillo mapuche Caupolicán es derrotado por los españoles. Galvarino cae nuevamente prisionero y es ahorcado. Las fuerzas realistas acamparon en Millarapue, al interior de la Araucanía el 29 de noviembre. Los mapuches al mando de Caupolicán intentaron un ataque en la alborada del 30 de noviembre, por sorpresa al campamento enemigo. El número de atacantes era de 3.000 a 10.000 al frente de ellos venía Galvarino, que se mostraba con sus dos brazos cortados azuzando las pasiones de sus camaradas.
20 de Enero 1558:
Batalla de Cayucupil: Aquella mañana del 20 de enero lentamente ingresaban al desfiladero de Cayucupil o Quebrada de Puren llevando grandes cantidades de pertrechos. Cuando se hallaban a mitad de la Quebrada de Puren fueron atacados por cientos de mapuches que desde una altura superior arrojaban descumunales piedras y cuanto objeto ofensivo encontraban, causando numerosas bajas.

05 de Febrero 1558:

Sitio y Batalla del Fuerte de Cañete: Cañete fue rodeado y sitiado por más de 15.000 mapuches que establecieron un sitio al fuerte. La idea de Caupolicán era dejar morir de hambre a los sitiados. Andresillo abrió las puertas del fuerte y se introdujó una masa de mapuches en forma silenciosa, cuando ya casi estaban todos al interior del fuerte fueron recibidos por descargas de fusilería en forma alternada que dejaron una gran mortandad entre los atacantes que fugaron en desbandada.

13 de Diciembre 1558:

Batalla de Quiapo: Unos mil quinientos mapuches al mando del cacique Petegolen se dieron a la tarea de levantar un fuerte en los llanos de Quiapo ubicado en las cercanías de la Ensenada del Carnero, al norte de Lebu y muy próximo de donde los españoles tenían levantado un formidable recinto militar desde el cual como punta de lanza clavado en el pecho de los mapuche apoyaban las incursiones que en forma continua realizaban a las tribus para desalentarlos.

30 de Diciembre 1558:

Batalla del Fuerte de Arauco: La brillante victoria conseguida en Lincoya gracias a las especiales condiciones de estratega que tenía el toqui Petegolen, digno émulo de Lautaro, lo entusiasmaron para seguir en la lucha levantando un fuerte frente al de los españoles. Mas estos con la trágica experiencia de Lincoya, no hicieron movimiento bélico alguno y aceptaron con resignación la provocación de los indios. Hasta que un dia cansados de ser insultados desafiaron a los aborígenes a una batalla de caballería a muerte. En una planicie situada entre ambas fuerzas se libraría la primera batalla de caballería entre peninsulares y araucanos.

16 de Enero 1563:

Batalla Del Fuerte Lincoya: Un grupo de batidores exploró el terreno y comprobó que la fortificación mapuche adolecía de un grave defecto que facilitaba un ataque de caballería. Además que al ser de madera sería fácil incendiarla. Participó la artillería que con su cañoneo causo un incendio y bajas entre los indios. Tras el ablandamiento que fue brutal entró en acción la caballería al mando de don Pedro de Villagra.

Enero 1563:

Derrota de Catiray o Mareguano: Don Pedro de Villagra al llegar a Catiray fueron interceptados por una numerosa guerrilla araucana, trabándose en un sangrienta lucha donde los españoles perdieron 42 hombres debiendo emprender la retirada en franca derrota hacia el fuerte de Arauco llevando varios heridos.
24 de Enero 1563:
Asalto de Angol: Ese día llegó la primera a la vista de Angol. Avendaño, que mandaba en la Ciudad, dejó en ella a los soldados más heridos para que la defendieran de la más pequeña de las dos columnas que la amagaban.
03 de Febrero 1563:
Asalto a la Plaza de Arauco: Los mapuches se presentaron frente a Arauco. Pedro de Villagrá intentó repetir la defensa de La Imperial en 1554, dando golpes contundentes a los asaltantes. El y sus capitanes los derrotaron repetidas veces, pero al día siguiente amanecían más cerca de las murallas y más numerosos.
15 de Abril 1563:
Segundo Sitio de Arauco: Terminada la recolección de las cosechas, los mapuches se presentaron delante de Arauco en abril de 1563. Esta vez venían preparados para poner en la plaza un sitio en regla.

22 de Enero 1564:

Combate del pucará de Lebotacal: Los mapuches construyeron un pucará en Lebotacala a algunos kilómetros de Concepción. Luego de un breve combate logró desbaratarlo, pero fue informado de una concentración de 3.000 indios comarcanos al mando de un cacique de nombre Loble que estaba casi a las puertas de Concepción.

24 de Enero 1564:

Combate de Angol: Los mapuches, entusiasmados con la alianza de los indios de la zona comprendida entre Itata y el Maule, resolvieron destruir a Angol antes de iniciar el sitio de Concepción.
Febrero 1564:
Cerco de Concepción: Los caciques Millalelmu y Loble establecieron el cerco al fuerte de Concepción, encerrando a Villagra y toda la población en las empalizadas. El sitio duró alrededor de dos meses de continuas escaramuzas.
17 de Febrero 1565:
Segunda Combate de Reinohuelen: En el mismo lugar donde 29 años antes las fuerzas promaucaes (indios que Vivian al norte del Biobio) pero igualmente buenos guerreros que rechazaron la avanzada enviada por don Diego de Almagro al mando de Gómez de Alvarado en 1536 impidiéndole seguir al sur. Tres décadas después a mediados de febrero de 1565 una columna compuesta por 152 hombres de caballería y 700 indios amigos al mando de don Pedro de Villagra y de don Pedro Fernández de Córdova atacaron un fuerte que tenían los indios promaucaes.
19 de Febrero 1565:
Combate de Tolmillan: Dos días después de la batalla de Reinohuelen llegaba a marcha forzada el cacique Loble que venía a socorrer a sus compañeros que combatían en Reinohuelen, ignorando que estos habían sido derrotados y que los españoles le tenían tendida una emboscada en las cercanías del actual pueblo de Tormillan.
Marzo 1567:
Ataque al pucara de Cañete: Los indios habían construido un pucará en los cerros vecinos a Cañete, y el general comprendía que una rebelión se aproximaba. Sin consultar a la Audiencia, resolvió destruirlo antes que la concentración de los indígenas hiciera el asalto más difícil.
07 de Enero 1569:
2da Batalla de Catiray o Mareguano: En esta segunda contienda librada en este punto de la cordillera oriental de Nahuelbuta entre 220 soldados españoles y 600 yanaconas al mando del gobernador Melchor Bravo de Saravia, contra dos mil indios al mando de los caciques Lonconaval y Millalemo que unieron sus fuerzas para enfrentar al invasor.
Septiembre 1570:
Derrota de Purén: A toda prisa se dirigian 200 soldados españoles al mando de don Miguel Avendaño de Velasco a socorrer a los castellanos amenazados por los mapuches de ser arrollados en cualquier momento en Angol. No se habían alejado mucho del río Puren cuando fueron atacados por un batallón al mando del cacique Pailacar, que entró violentamente en batalla, poniendo en serios aprietos a los conquistadores.
08 de Marzo 1577:
Primera Campaña de Quiroga: El plan de pacificación que se iba a poner en práctica era obra del virrey del Perú, y Quiroga lo había aceptado con entusiasmo. Consistía en una enérgica campaña a través de Arauco, llevando el ejército concentrado. Se tomaría prisioneros a los indios más belicosos; se ejecutaría a uno que otro cabecilla, y los demás serían "trasladados a la provincia de Coquimbo, desgobernándolos.
27 de Noviembre 1578:
Segunda Campaña de Quiroga: A pesar de la extraordinaria crudeza del invierno de 1578, las hostilidades de los indígenas no cesaron. Amagaban el campamento en canoas y caían sobre los caballos durante el pastoreo y sobre los grupos que iban al campo a recoger comida.
20 de Diciembre 1584:
Campaña de Sotomayor: Estas fuerzas hicieron algunas campeadas sin importancia, que ni siquiera merecerían mencionarse, a no mediar la trampa en que estuvo a punto de perecer Bernal de! Mercado.
10 de Enero 1597:
Campaña de Oñez de Loyola: El nuevo mandatario se encontró imposibilitado para reabrir la campaña de Arauco. Logró, sin embargo, enviar al sur unos doscientos arcabuceros, al mando de su hermano Luis y dé Lorenzo Bernal del Mercado.

23 de Diciembre 1598:

Batalla de Curalaba: Esta batalla se convirtió en el inicio efectivo de la Rebelión Mapuche de 1598 que terminó finalmente con todas las ciudades al sur del río Biobío, excepto Concepción.
22 de Enero 1599:
Rebelión General del pueblo Mapuche: La sublevación se propagó con la rapidez del fuego que ha hecho por largo tiempo su camino subterráneo. El espíritu de rebeldía asomó casi instantáneamente desde el Maule hasta Osorno. Los españoles se encontraron pronto encerrados en las ciudades y fuertes, sin poder auxiliarse unos a otros.
06 de Abril 1599:
Batalla de Quilacoya: En Quilacoya junto al río Biobio pelentaro fue interceptado por las fuerzas españolas del recién designado gobernador don Pedro de Vizcarra, quien cayó por sorpresa sobre los mapuches, propinándole una contundente derrota.
09 de Octubre 1599:
Ataque a Chillán: Chillán fue atacada resultando muertos 4 españoles y llevándose los indios 30 mujeres y niños. La cifra total de muertos ascendía ya a 200 españoles, siete ciudades arrasadas, sitiadas o despobladas.
26 de Noviembre 1599:
Asalto de Valdivia: La derrota sufrida en Quilacoya no amilanó al cacique Pelantaro y decidió rehabilitarse y vengarse de esa derrota. Para ello cambio su estrategia en noventa grados, decidiendo no atacar Concepción y dirigir su accionar hacia Valdivia que por mucho tiempo vivía en paz. Pelantaro planificó el ataque a esta última ciudad con toda calma, sin dejar pasar un solo detalle, al igual como lo hubiera hecho el mas sagaz estratega moderno.
Noviembre 1601:
Muerte del coronel Francisco del Campo: El coronel resolvió trasladarse a Castro con todos los pobladores. Se dirigió personalmente con 60 soldados a la isla, a disponer los auxilios y las comidas "para llevar tantas mujeres, niños y trastes de casas y haciendas como tenían, y llegando a la primera bahía se alojó y repartió la gente a buscar algunas piraguas en que pasar aquel brazo de mar", quedando él con muy pocos soldados.
07 de Febrero 1602:
Destrucción de la ciudad de Villarrica: Los defensores de Villarrica al mando del capitán Rodrigo de Bastidas decidieron vender cara su existencia, cuando supieron que los indios lanzarían el ataque final antes que llegaran los refuerzos españoles. Los heroicos defensores resistieron los primeros ataques indígenas y lo harían hasta la muerte.
Enero 1603:
Campaña de 1603: En la campaña del verano de 1602: se construyó diversos fuertes en las márgenes del Biobío, en lugares bien escogidos y dispuestos en forma de poderlos socorrer. En la misma temporada procuró afianzar el dominio español, al norte de ese río, con numerosas expediciones; de suerte que al llegar el gobernador a Santiago, en junio de 1602, ya se consideraba definitivamente salvada esta parte del territorio.
Febrero 1603:
Asalto del Fuerte Santa Fe: Cuando llegó el momento de destruir el odiado fuerte de Santa Fe una noche silenciosamente lo indios se aproximaron al fuerte, pero fueron descubierto por un centinela que dio la alarma. Desde ese instante la batalla fue general, los mapuches fueron rechazados, pero volvieron con mas furia emprendiendo un sangriento asalto que resultó estéril. Mas toda la noche pujaron por ingresar y fueron rechazados. Comprendieron entonces que había que someter al fuerte a un durísimo sitio. Así se hizo y una hambruna que tuvo a muy mal traer a los sitiados.
Diciembre 1603:
Batalla Ciénagas De Lumaco: Después de sembrar el terror en las tribus retornó Alonso de Ribera al norte, siendo interceptado en un lugar cenagoso en Lumaco, donde los indios le presentaron un plan estratégico enseñado por Lautaro con excelentes resultados. Este consistía en internarse en el pantano donde la caballería no podía llegar porque se hundía en el barro. Pero olvidaron que el Gobernador Ribera era experto en el arte de la guerra, ordenando entonces que los yanaconas cubrieran con totora el camino y mandó la infantería, que con sus arcabuces dejó la mortandad.

Enero 1604:

Campaña de 1604 y 1605: En su penúltima campaña, la de la primavera de 1603 y verano de 1604, Ribera fundó un nuevo fuerte en el vado de Chepe, a la desembocadura del Biobío, que bautizó con el nombre de San Pedro de la Paz; y el 24 de diciembre fundó otro que denominó Nacimiento.
Diciembre 1605:
Campaña de 1606: García Ramón abrió su primera campaña en la primavera de 1605. Habla partido de Santiago el 6 de diciembre al frente de mil doscientos hombres, enterados con el contingente de España y los militares de los términos de la capital. En el sur le aguardaba otro ejército vecino a mil hombres, distribuidos en los fuertes. En Concepción recibió el socorro remitido por el virrey del Perú, con el cual pagó sus cuentas y atendió a los primeros gastos de la campaña.
Marzo 1606:
Desastre de Angol: Núñez de Pineda tenía orden de sacar de los fuertes hasta trescientos soldados, si los refuerzos de México no llegaban; pero temió debilitar mucho las guarniciones y se limitó a retirar ciento cuarenta y tres, para enterar doscientos.
Septiembre 1606:
Batalla de Boroa o de Palo Seco: La batalla se produjo cuando una guarnición española al mando del capitán Juan Rodulfo Lísperguer fue emboscada al salir del fuerte por entre 3.000 a 6.000 guerreros mapuches ocultos en los bosques ceranos muriendo todos los hispanos.
Febrero 1608:
Campaña de 1608: En las correrías del verano de 1608, García Ramón había contado con el recurso de unas mil lanzas amigas y había devastado los campos de los enemigos hasta reducirlos por la miseria a venir de paz y a establecerse en las inmediaciones de los fuertes, sin traspasar el radio de acción de estos establecimientos.
Diciembre 1610:
La Guerra defensiva de Luis de Valdivia: El padre Valdivia llegó al Callao a mediados de 1611, trayendo los despachos del gobernador para Alonso de Ribera y la real cédula de 8 de diciembre de 1610, que dejaba al criterio del virrey del Perú ensayar por tres a cuatro años la guerra defenslva.
1621:
Campaña Militar de Osores de Ulloa: Osores de Ulloa empezó por restablecer la disciplina en el ejército condenando a muerte a los desertores que logró capturar, y expurgando la oficialidad. Cuando creyó estar preparado, pasando por sobre las órdenes del rey dispuso una expedición, cuyo mando confió al maestre de campo Núñez de Pineda, a las ciénagas de Purén.
24 de Enero 1626:
Cesación de la guerra defensiva: En efecto, el 24 de enero de 1626, recibía Fernández de Córdoba una real cédula expedida en Madrid el 13 de abril de 1625, por la cual Felipe IV ordenaba reanudar la guerra con los mapuches y someter a esclavitud a los prisioneros.
1627:
Contraofensiva mapuche dirigida por Lientur: Como era de esperarlo, la contraofensiva araucana no tardó en de­sencadenarse. La dirigió un indio llamado Lientur, que hasta ese momento habla peleado como amigo en el campo español.
15 de Mayo 1629:
Desastre de Las Cangrejeras: Lientur jefe militar mapuche que luchó en la Guerra de Arauco. Su mayor victoria fue la Batalla de las Cangrejeras. Su actividad bélica concluyó cuando llevó a que los españoles firmaran paces temporales con la nación mapuche en el Parlamento de Quillín.
14 de Mayo 1630:
Sorpresa de Los Robles: Lazo de la Vega logró reclutar unos 150 españoles voluntarios en Santiago que pensaba sumarlos a los ya 1.600 soldados acantonados en el sur. Su idea era internarse en el mismo corazón de Arauco y dar una batalla armagedónica a los mapuches para terminar de una vez por todas con la guerra. El pánico general cundió cuando la población supo de las osadas intenciones del gobernador y el Cabildo le rogó que desisitiese de hacer ese tipo de guerra, pero fue inútil, Lazo de la Vega quería esa batalla decisiva.
13 de Enero 1631:
Batalla de La Albarrada: Lazo de la Vega salió del fuerte y eligiendo cuidadosamente el terreno fue a tender su línea de batalla en Petaco. La acción se inició con una carga de un escuadrón de indígenas que fueron contenidos con fusileros alternados protegidos por lanceros. Una vigorosa carga de caballería fue contenida por los escuadrones mapuches y el combate por unos instantes se tornó indeciso.
1632:
Campañas militares de 1631-1632-1633-1634: A la salida del invierno de 1631 las armas españolas habían tenido algunos éxitos locales de cierta importancia. Los indios auxiliares dieron muerte en el valle de Elicura a Quempuante.
06 de Enero 1641:
Parlamento de Quillin: El gobernador de Chile, Francisco López de Zúñiga, se reúnen en el llano de Quilín con los mapuches para firmar los acuerdos que reconocían la independencia de los indios, la devolución de cautivos españoles, el permiso para evangelizar el territorio indígena y sellar una alianza contra los enemigos del exterior. En favor de los mapuches se pactan la despoblación de Angol y la vuelta de la frontera a la línea del Biobío.
Enero 1651:
Las paces de Boroa: Acuña Y Cabrera, como la mayoría de sus predecesores, no tenia siquiera idea de los problemas que le aguardaban en su gobierno, y, a diferencia de ellos, tampoco era capaz de formársela.
14 de Febrero 1654:
Batalla de Río Bueno: Casi medio siglo de relativa calma vivieron los conquistadores, cuando en 1654 el ambicioso gobernador Antonio de Acuña y Cabrera envió a su cuñado, el maestre de campo don Juan Salazar con una fuerza de 900 españoles y 3.000 yanaconas atacaron al sur del río Bueno donde fueron rechazados por los huilliches, que los obligaron a repasar el citado río donde hicieron un puente de balsas para cruzarlo hacia el norte.
14 de Enero 1656:
Campaña mapuche del mestizo Alejo: Un soldado mestizo, que servía en el ejército español, generalmente conocido con el nombre de "el mestizo Alejo", había manifestado mucha viveza intelectual, valor, iniciativa y deseos de surgir. Solicitó que se le ascendiera a oficial, y como se le contestara con una repulsa, abandonó las filas y se pasó a los indios.
20 de Enero 1656:
Victoria de Conuco: Al sur del Biobío resistían las guarniciones de Valdivia y de Boroa. Los defensores de Valdivia recibieron provisiones por mar, y no sólo lograron rechazar los ataques de los roncos, sino que pudieron alejarlos de los alrededores de la ciudad.
Abril 1664:
Campaña militar de 1664: Tomás Calderón, que sucedió a Carrera como cuartel maestre, hizo una correría por Ilicura y Cayucupil, al llegar la primavera, y regresó con 300 cautivos, que se vendieron como esclavos, sin haber librado verdadero combate.
13 de Diciembre 1680:
Bartolomé Sharp incendia La Serena: En la mañana Sharp desembarcaba con 35 hombres en el puerto de Coquimbo para hacer agua y leña. Hecha la provisión, se encaminó a La Serena al frente de su pelotón.
1692:
Rebelión de Millapán: González de Poveda tenía prohibición real de hacer la guerra militar contra los mapuches a causa de la influencia de los mismos jesuitas ante la corte. Sin embargo, se alzó un cacique de la región de Maquegua, llamado Millapán quien realizó varios asesinatos a españoles. Poveda viendo que la insurrección iba creciendo se dio cuenta que si no actuaba pronto, la situación se desbordaría, así que después de negociar con autoridades eclesiásticas y con el apoyo de la población, sacó hacia el sur, una fuerza expedicionaria de 1.600 hombres, más 2.000 auxiliares. Viendo la determinación española, y la fuerza que se sustentaba, los indios corrieron a dar la paz en el Parlamento de Choque-Choque.
09 de Marzo 1723:
Abandono de los Fuertes al sur del río Bio-Bio: La rebelión se inició el 9 de marzo de 1723 con el asesinato del capitán de amigos Pascual Delgado en Quechereguas. Delgado era considerado uno de los máximos exponentes del sistema monopólico, odiado por su soberbia y los castigos "crueles y arbitrarios" que aplicaba.
Tras este suceso se generalizó el alzamiento, multiplicándose por toda la frontera del Biobío las incursiones de saqueo, el abijeato y el incendio de haciendas. Los fuertes españoles se hallaron de pronto incomunicados unos con otros. La rebelión terminó con el Parlamento de Negrete de 1726, en el que ambas partes firmaron la paces y establecieron un sistema de ferias regladas.
1766:
Levantamiento mapuche de 1766: Se produce una gran rebelión de los mapuche por oposición a la idea de reducirlos como pueblos.
1769:
Batalla de Laja:
1770:
Batalla de Negrete:
Marzo 1793:
Parlamento de Negrete, entre el Gobernador Ambrosio O´Higgins y 161 Toquis Araucanos.
01 de Abril 1811:
Motín de Figueroa: Ese día, las tropas del cuartel de San Pablo se insubordinaron y desconocieron el mando de Juan de Dios Vial y Juan Miguel Benavente. A los gritos de ¡Viva el Rey!, ¡Muera la Junta!, los soldados declararon que solamente obedecerían las órdenes de Figueroa.
01 de Abril 1813:
Toma de Concepción: A las 9 de la mañana del 2 de abril, supo en el camino que Antonio Pareja había desembarcado, y se había apoderado de Concepción. Carrera continuó su marcha. Por donde quiera que pasaba, organizaba tropas, buscaba pertrechos y víveres; y por medio de confinaciones, limpiaba la tierra de sarracenos, como entonces se denominaba a los partidarios de España. A las 8 de la noche del 5, estaba en Talca, y establecía allí su cuartel general.
24 de Abril 1813:
Combate de Linares: Las fuerzas de Pareja son rechazadas por las de Carrera. Elorreaga, cuya inteligente iniciativa se exteriorizó desde sus primeros actos en el servicio, intentó un reconocimiento, trabándose en un combate a distancia con las avanzadas patriotas, a las cuales hizo dos bajas. Atacado por fuerzas muy superiores, se retiró al sur.
26 de Abril 1813:
Batalla o Desastre de Yerbas Buenas: También se le denomina Sorpresa de Yerbas Buenas. En la batalla se enfrentaron las fuerzas chilenas al mando del coronel Juan de Dios Puga y las fuerzas españolas al mando del brigadier Antonio Pareja.
15 de Mayo 1813:
Combate de San Carlos: Tuvo como lugar San Carlos, en las cercanías de Chillán. En el se enfrentaron las tropas patriotas al mando de José Miguel Carrera contra las realistas al mando de Juan Francisco Sánchez. La batalla finalizo con la victoria realista.
28 de Mayo 1813:
Combate de Talcahuano: José Miguel Carrera, general del ejercito patriota, derrota a los realistas.
08 de Junio 1813:
Captura de la fragata española "Thomas": Poco más tarde, el 7 de junio, apareció en la bahía la fragata "Thomas", que venía del Callao, conduciendo algunos jefes y oficiales, pertrechos y dinero para Pareja. Ignorando la caída de la plaza en poder de los patriotas, fondeó en el puerto de Tomé. Al amanecer del día 8, los oficiales Nicolás García y Ramón Freire, con dos lanchas cañoneras y algunos botes, se apoderaron de ella, sin que opusieran la menor resistencia.
Julio - Agosto 1813:
Sitio de Chillán: Los patriotas chilenos iniciaron el sitio de Chillán procurando expulsar a los realistas. No lo consiguieron.
Agosto 1813:
Combate de Huilquilemu: El comandante Elorreaga, al frente de 350 fusileros montados, se apoderó de Los Angeles, de Nacimiento y de toda la Isla del Laja, y desbarató a O'Higgins, quien le salió al encuentro con unos 300 hombres, cerca de Huilquilemu. El propio O'Higgins fue derribado del caballo con su mon­tura. El capitán Agustín López Alcázar, más tarde comandante del batallón número 3 en Maipo, logró rescatarlo, y, montando el caballo que le cedió el soldado Gabino Guardia, prosiguió la fuga.
Agosto 1813:
Combate de Quilacoya: Días más tarde O'Higgins, convenientemente reforzado, derrotó en Quilacoya a las mismas fuerzas de Elorreaga y Quintanilla. Tuvo que replegarse otra vez a Concepción, pero en octubre, el frente de más de 500 hombres, obligó a Elorreaga a evacuar las fronteras y volverse a Chillán.
17 de Agosto 1813:
Combate de Quirihue: Tuvo lugar la villa de Villa de Quirihue, actual Región del Biobío. En el se enfrentaron las tropas patriotas al mando de José Joaquín Prieto contra las realistas al mando de Juan Antonio Olate. El combate finalizo con la victoria patriota.
23 de Agosto 1813:
Combate de Cauquenes: Fue un enfrentamiento llevado a cabo entre las fuerzas realistas del chileno Juan Antonio Olate y las fuerzas patriotas chilenas al mando del coronel Juan de Dios Vial. El combate finalizo con la victoria patriota.
24 de Agosto 1813:
Sublevación de Arauco: Los habitantes de Arauco estaban desesperados con las prorratas y exacciones. Sánchez, desde Chillán, y el franciscano fray Juan Ramón, misionero de la plaza, explotaron el descontento.
17 de Octubre 1813:
Batalla de El Roble. Luego del sitio de Chillán, las tropas patriotas al mando del General en Jefe, José Miguel Carrera y del, por entonces, Coronel Bernardo O'Higgins, se guarecieron en el paso de El Roble, en el río Itata en la tarde del 17 de octubre. En total, eran 800 soldados de las tres armas. Pasaron al reposo en la ribera sur, con la intención de cruzar el obstáculo en la mañana del día siguiente y se extremaron las medidas de seguridad contra una posible sorpresa de los guerrilleros realistas.
29 de Octubre 1813:
Combate de Santa Rosa de Trancoyan: Un pequeño desastre, ocurrido días más tarde, acabó con las ilusiones de los pocos entusiasmados con la victoria del Roble.
23 de Febrero 1814:
Resistencia en Cucha Cucha: El oficial chileno Santiago Bueras, contiene al enemigo con si intrepidez y coraje, hasta que unos 100 efectivos del cuerpo auxiliar de Buenos Aires, al mando de Juan Gregorio Las Heras, cargaron en un ejemplar orden y empuje que despertaron la emulación de las tropas chilenas.
Marzo 1814:
Desastre de Urizar: En un intento por sorprender a un destacamento realista, en un ataque nocturno sorpresa, el coronel Fernando Urizar tuvo una derrota inesperada perdiendo tropa y 2 cañones.
03 de Marzo 1814:
Derrota del Gomero: Fue efectuada por las tropas realistas de Gabino Gaínza al mando de Ildefonso Elorreaga, en contra de los patriotas que sólo en número de 300 deberían defender la ciudad al mando de Carlos Spano.
04 de Marzo 1814:
Toma de Talca: El comandante realista Ildefonso Elorregada se apodera de Talca, la cual estaba bajo el mando del español pasado a las tropas patriotas, Carlos Spano, quien murió en el centro de la plaza abrazado a la bandera chilena diciendo: "Muero por la patria, por la patria que me adoptó entre sus hijos".
19 de Marzo 1814:
Combate de El Quilo: Tuvo como lugar Ránquil, Región del Biobío, cerca de Ñipas, en la ribera sur del río Itata. En el se enfrentaron las tropas patriotas al mando de Bernardo O’Higgins contra las realistas al mando de Manuel Barañao. La batalla finalizo con la victoria patriota.
20 de Marzo 1814:
Combate de Membrillar. Fue librado en la ribera norte del río Itata. En ella se enfrentaron la división del ejército patriota chileno comandada por el coronel de ingenieros jefe de Estado Mayor, Juan Mackenna, y el ejército realista al mando de Gabino Gaínza.
29 de Marzo 1814:
Los realistas triunfan en Cancha Rayada. Durante la guerras de la independencia, Talca fue tres veces ocupada por los ejércitos enfrentados y en sus inmediaciones se libraron importantes batallas. Un destacamento patriota comando por Manuel Blanco Encalada atacó por error al grueso del ejército realista en Yerbas Buenas, arrastrando, en su huida a la capital, al resto de las fuerzas chilenas. Ello fuerza la firma de una tregua en Lircay y permite la retirada de los realistas a Concepción, donde podrán recuperar su poderío.
03 de Abril 1814:
Bernardo O'Higgins efectúa frente a las fuerzas patriotas el llamado "Paso del Maule". y Combate de Tres Montes del 7 de Abril, pequeña victoria patriota dirigida por Enrique Campino.
08 de Abril 1814:
Toma de Quechereguas: Tuvo como lugar el fundo Quechereguas. En el se enfrentaron las tropas patriotas al mando de Bernardo O’Higgins contra las tropas realistas de Gabino Gaínza. La batalla finalizo con la victoria patriota.
26 de Agosto 1814:
Combate de las Tres Acequias. Se enfrentaron los ejércitos de Bernardo O'Higgins Riquelme con los de José Miguel Carrera Verdugo, obteniendo este último el triunfo. O'Higgins derrotado se retiró a buscar más soldados, pero al saber de la llegada el país del realista Mariano Osorio, reconoció a Carrera como general en jefe del ejército.
1 y 2 de Octubre de 1814:
Batalla de Rancagua. Enfrentó a las fuerzas independentistas chilenas, al mando del general Bernardo O`Higgins, y a las tropas realistas españolas, a cargo de Mariano Osorio, a la cabeza de 5 mil soldados, se dirigía a Santiago. Bernardo O'Higgins y José Miguel Carrera lograron reunir más de tres mil hombres, pero no soldados. Con la mitad de ellos O'Higgins se encerró en la plaza de Rancagua.
10 de Octubre de 1814:
Combate de Los Papeles: Enfrentó la retaguardia patriota, que resguardaba en esos momentos a los últimos grupos de civiles que emprendieron el cruce de la cordillera con destino a Mendoza, de la persecución y seguro apresamiento por parte de la caballería realista enviada en su persecución.
Enero 1817:
Manuel Rodríguez sorprende a los españoles que resguardan Melipilla y se apodera de la ciudad, confiscando para la causa patriota, los fondos acumulados por los recaudadores de Marcó del Pont y llevándose las armas de la guarnición.
12 de Enero 1817:
Salas y Silva se apoderan de San Fernando: ciento cincuenta de sus hombres al mando de Francisco Salas asaltan de noche a San Fernando. La guarnición realista resiste el ataque; entonces Inmediatamente los montoneros pusieron en movimiento unas rastras de cueros con piedras que producían un ruido idéntico al rodado de cañones. Los realistas, creyéndose atacados por una gran fuerza militar, huyeron. Así, Salas se apoderó de San Fernando.

22 de Enero 1817:

Primer enfrentamiento de una avanzada patriota con un destacamento de los Talaveras.

25 de Enero 1817:

Un destacamento de Las Heras, se enfrenta a una unidad realista.
04 de Febrero 1817:
Combate de Achupallas: El mayor Arcos, desprendiéndose de la división de So­ler, al frente de otros 200 hombres, dispersaba a la guarnición de Las Achupallas y le hacía 3 prisioneros.
04 de Febrero 1817:
Combate de Guardia Vieja: Al ponerse el sol, el mayor Enrique Martínez atacó el puesto español de Guardia Vieja con 150 fusileros y 30 jinetes. El combate duró una hora y media a sable y bayoneta, los españoles en número de 94, tuvieron 25 muertos y 43 prisioneros.

04 de Febrero 1817:

Combate de Cumpeo: Freire ataca a un destacamento realista de 100 soldados, dirigidos por el coronel Morgado, causándole la baja de 18 hombres y la captura de otros 20.
07 de Febrero 1817:
Combate de Las Coimas: Enfrentamiento entre el realista Atero y un destacamento de Necochea.
12 de Febrero 1817:
Batalla de Chacabuco: Se llevo a cabo en la hacienda Chacabuco, el 12 de febrero de 1817, donde combatieron el Ejército de los Andes y el Ejército Realista. Finalizo con la victoria patriota y que trajo como consecuencia la recuperación de Chile a manos patriotas, de ese modo finalizo la reconquista y comenzó la Patria Nueva. El capitán San Bruno, odiado jefe de los talaveras, es capturado y fusilado menos de 24 horas después.
12 de Febrero 1817:
Liberación del Norte: Las tropas del comandante Juan Manuel Cabot, toman Copiapo, La Serena y Coquimbo.
26 de Febrero 1817:
Captura del bergantín español "Aguila": Primer barco de nuestra Escuadra. Los patriotas apresaron en Valparaíso al bergantín de comercio español "Aguila", mediante el ardid de mantener izada la bandera española en tierra; fue armado y puesto al mando del oficial irlandés de Artillería, don Raimundo Morris.
04 de Abril 1817:
Combate de Curapalihue: En este combate se enfrentaron las tropas de Juan Gregorio Las Heras por el lado de los patriotas y las tropas de Juan José Campillo por lado de los realistas. El combate finalizo con la victoria patriota.
11 de Mayo 1817:
Asalto y Toma de Nacimiento: Mientras se practicaban los reconocimientos de las fortificaciones de Talcahuano y se acumulaban los elementos para el asalto, O'Higgins dispuso la ocupación del territorio español que quedaba al sur del Biobío y de la plaza de Arauco, a fin de privar de recursos a Ordóñez. El capitán José Cienfuegos, partiendo de la villa de Los Angeles, se dirigió a la plaza de Nacimiento, que era la fortaleza más inexpugnable. El asalto empezó el 12 de mayo, y la plaza tuvo 20 bajas entre muertos y heridos. La guarnición de Nacimiento se retiró a Arauco. San Pedro se rindió sin disparar un tiro.
27 de Mayo 1817:
Toma de la plaza fortificada de Arauco: Los patriotas comandados por Ramón Freire se toman la plaza fortificada de Arauco, en Talcahuano, la cual era el centro de abastecimiento de los realistas ubicados en la zona.
01 de Junio 1817:
Combate del Cerro Gavilán: Se desarrollo en las cercanías de concepción. Por lado de los patriotas liberaban los generales Bernardo O’Higgins y Juan Gregorio Las Heras y por lado de los realistas el comandante José Ordóñez. La batalla finalizo con la victoria patriota.
23 de Julio 1817:
Asalto a Talcahuano: El coronel José M. Ordoñez rechaza el intento del general Juan Gregorio Las Heras.
10 de Septiembre 1817:
Combate de Cerro Manzano: En el cerro Manzano (al Sudeste de Talcahuano), en dos acciones sorpresivas el cuarto escuadrón de granaderos a caballo, aniquiló a una fracción enemiga de 30 hombres, de los cuales se salvó sólo uno, y a otra de 25 hombres le causó 4 muertos y le tomó 3 prisioneros.
06 de Diciembre 1817:
Sitio y Asalto de Talcahuano: Tuvo como lugar Talcahuano. En el se enfrentaron las tropas patriotas al mando de Bernardo O’Higgins contra las realistas alo mando de José Ordóñez. La batalla finalizo con la victoria realista.
15 de Marzo 1818:
Combate de Quechereguas: Tuvo como lugar Quechereguas, cerca de Molina. En el se enfrentaron las tropas patriotas al mando de Ramón Freire contra las realistas al mando de Joaquín Primo de Rivera. El combate termino con la victoria Realista.
19 de Marzo 1818:
Sorpresa de Cancha Rayada: Batalla que pone en peligro la Independencia de Chile. La fuerzas patriotas acampaban en el llano de Cancha Rayada, al norte de Talca, cuando en la noche cayeron sobre ellas los realistas y derrotaron a las fuerzas del general San Martín.
05 de Abril 1818:
Batalla de Maipú. Diecisiete días después de Cancha Rayada, en los llanos del río Maipo, el ejército dirigido por San Martín venció completamente a los realistas. Desde ese momento, la Independencia de Chile quedó definitivamente consolidada. O’Higgins había salido de la capital esa misma mañana y se dirigía hacia Maipú con unos mil milicianos alcanzando a participar en el desenlace final de la batalla. Al llegar al campo de batalla O'Higgins se abraza con San Martín dialogando lo siguiente. "O'Higgins: ¡Gloria al salvador de Chile! - San Martín: General, Chile no olvidará jamás al ilustre inválido que se presenta herido al campo de batalla".
27 de Abril 1818:
Combate Naval de Valparaíso: Entre la fragata chilena "Lautaro" y la fragata española "Esmeralda". En esta acción, por una desinteligencia, muere el comandante contratado por el gobierno de Chile, Jorge O'Brien.
28 de Octubre 1818:
Captura de la fragata "María Isabel": En este combate se enfrentaron las tropas patriotas al mando de Manuel Blanco Encalada contra las realistas, en Talcahuano. La batalla finalizo con la victoria patriota.
14 de Noviembre 1818:
Captura de cinco transportes: El comandante Blanco Encalada captura cinco transportes españoles en Talcahuano.
21 de Febrero 1819:
Inicio de la Guerra a Muerte, Combate de Santa Juana: El montonero realista Vicente Benavides derrota al teniente José A. Rivero. Se inicia la "Guerra a Muerte".
28 de Febrero 1819:
La fragata O´Higgins ataca El Callao: La escuadra chilena al mando de Cochrane, ataca el puerto de El Callao, en Perú.
01 de Marzo 1819:
Asalto de Los Angeles: Intentado por las fuerzas realistas quienes tenían una fuerza auxiliar de 3.000 indios que tomaron parte en este sitio. En la ciudad sólo había el batallón patriota "Coquimbo" sin armamentos suficientes para su defensa. Los sitiadores habían tomado el fuerte, si no hubiese sido por la oportuna intervención del mariscal Andrés Alcázar y Zapata, quien llegó con su caballería. Entró en Los Angeles el 10 de marzo, después de batir a los sitiadores, salvando la situación que ya era desesperada.
11 de Abril 1819:
Sublevación de los Prieto: Entre las turbulencias que logró provocar la propaganda carrerina, la más importante es, sin disputa, la de los hermanos Prieto, en las cordilleras de Talca.
01 de Mayo 1819:
Combate de Curalí: Fue una batalla ocurrida en el marco de la llamada Guerra a Muerte, entre tropas realistas españolas dirigidas por Vicente Benavides y patriotas del gobierno provisorio chileno liderados por el coronel Ramón Freire, desarrollado en los campos de Curalí, cerca de la ribera norte del río Biobío. Fue una sorpresa y derrota total de Benavides, quien terminó escapando hacia La Araucanía.
Marzo a Septiembre 1819:
Diversas acciones de la Guerra a Muerte: Armadas todas aquellas partidas, que rara vez pasaban de un centenar de hombres por cada parte, comenzaron a salir las urnas contra las otras y con tal brío y rapidez que durante los seis primeros meses de la guerra (de marzo a septiembre de 1819) todo el sur de Chile no parecía sino un vasto palenque de matanzas.
19 de Septiembre 1819:
Combate de Quilmo: Al saber Victoriano en Tucapel la inesperada pérdida de Chillan, sin vacilar un instante, corrió al encuentro del enemigo, no tomando acuerdo de su número y seguido del puñado de hombres que tenía a sus órdenes.
01 de Noviembre 1819:
Combate de Tritalco: Irritado Benavides por el descalabro de Quilmo, inexplicable después de las ventajas conseguidas, y por el número de muertos de los suyos, resolvió vengar la derrota de Elizondo enviando a Bocardo con sus indios para atacar a Victoriano en Chillan y quitarle de nuevo a que el pueblo y su comarca.
20 de Noviembre 1819:
Combate de Hualqui: Tuvo como lugar Hualqui, cerca de Concepción. Por lado de los patriotas estaban las tropas de José Tomás Huerta y por lado de los realistas Vicente Benavides. La batalla finalizo con la victoria patriota.
06 de Diciembre 1819:
Combate de Pileo: Fue una batalla ocurrida en el marco de la llamada Guerra a Muerte, entre realistas españoles y patriotas chilenos desarrollado en la subdelegación de Pileo.
09 de Diciembre 1819:
Asalto de Yumbel: Realizado contra la ciudad de Yumbel al atacar las tropas realistas la plaza defendida por los patriotas al mando de Quintana, quién disponía de 100 hombres y los realistas de 658. Hay noticias de que en realidad las fuerzas realistas eran de 300 fusileros y 700 indios. El ataque duró 5 horas y terminó al aparecer una partida de 200 hombres en el cerro de la Parra. En este encuentro estaba Manuel Bulnes, de 19 años de edad, que entonces tenía el grado de subteniente de Cazadores.
10 de Diciembre 1819:
Combate de El Avellano: Fue una batalla ocurrida en el marco de la llamada Guerra a Muerte, entre montoneras realistas españolas y patriotas chilenos comandadas por Pedro Andrés Alcázar en las cercanías de Los Ángeles.
29 de Diciembre 1819:
Combate de San Pedro: Tuvo como lugar el fuerte de San Pedro en las cercanías de Concepción. En el se enfrentaron las tropas patriotas al mando de Pedro Agustín Elizondo contra las realistas al mando de Vicente Benavides. La batalla finalizo con la victoria patriota.
05 de Enero 1820:
Ataque a San Carlos: Los Pincheira ignorantes de que hubiesen llegado tropas de Santiago, descendieron en la noche del 4 enero de su malal del Roble huacho, y atacaron de sorpresa la indefensa villa de San Carlos.
30 de Enero 1820:
Acciones de Palpal y Coihueco: La matanza de Monte Blanco no escarmentó a los salteadores de la montaña. Era preciso que el infatigable Victoriano, seguido como siempre de la muerte, penetrase de nuevo en sus guaridas y les persiguiese hasta en sus últimos asilos.
02 de Febrero 1820:
Toma de los fuertes de la Aguada, San Carlos y el Castillo: Lord Cochrane aparece en Corral con tres buques y se toma los fuertes de la Aguada, San Carlos y el Castillo y, después, toma a Valdivia.
03 de Febrero 1820:
Asalto y Toma de Valdivia: En este combate se enfrentaron las tropas patriotas al mando de Thomas Cochrane contra las realistas al mando de Manuelo Montoya. La batalla finalizo con la victoria patriota lo que conllevo a la recuperación de Valdivia.
18 de Febrero 1820:
Combate de Agüi: El combate de Agüi fue un enfrentamiento bélico, el cual se desarrollo entre fuerzas realistas y patriotas en la isla de Chiloé. En el los patriotas dispusieron sus fuerzas para derrotar a los Españoles que dominaban la isla de Chiloé, ya que su permanencia en la isla fue considerada por los patriotas una amenaza para la independencia de Chile.
06 de Marzo 1820:
Combate de El Toro: Tuvo como lugar la hacienda El Toro, en el se enfrentaron las tropas patriotas contra las tropas realistas al mando de Gaspar Fernández de Bobadilla. La batalla finalizo con la victoria patriota.
22 de Junio 1820:
2do Combate de Quilmo: El 22 junio se presentó en la colina de Quilmo, en el mismo sitio en que Victoriano había escarmentado a Elizondo un año atrás, el jefe de partidas Gervasio Alarcón.
20 de Agosto 1820:
Expedición Libertadora del Perú. Zarpa de Valparaíso la escuadra con 17 transportes, 9 buques de guerra y 11 lanchas cañoneras, comandados por el vicealmirante británico Lord Thomas Cochrane. Una salva de 21 cañonazos anunció la partida de la Escuadra y el director supremo Bernardo O’Higgins Riquelme, la despidió con estas palabras: “De estas cuatro tablas dependen los destinos de América”.
23 de Septiembre 1820:
Combate de El Pangal: Desarrollado en el lugar llamado Pangal, en la rivera norte del Laja, los contendientes eran las tropas de Benavides comandadas por su lugarteniente Juan Manuel Picó con un total aproximado de 1.700 hombres, y las fuerzas patriotas en número de 500 soldados al mando de Benjamín Viel Gomets y Carlos María O´Carroll.
25 de Septiembre 1820:
Combate de Tarpellanca: Tuvo lugar en Tarpellanca, en el río Laja. En el se enfrentaron las tropas patriotas al mando de Pedro Andrés Alcánzar contra las tropas realistas al mando de Vicente Benavides. La batalla finalizo con la victoria realista.
05 de Noviembre 1820:
Captura de la corbeta española "Esmeralda": Recién pasada la medianoche, Lord Cochrane se apoderó de la corbeta española "Esmeralda", en la rada de El Callao. El buque tenía 44 cañones y su conquista fue una hazaña de valor y astucia.
25 de Noviembre 1820:
Combate de Las Vegas de Talcahuano: Tuvo como lugar en las cercanías de Talcahuano. En el se enfrentaron las tropas patriotas al mando de Ramón Freire contra las tropas realistas al mando de Vicente Benavides. Finalizo con la victoria patriota.
27 de Noviembre 1820:
Combate de la Alameda de Concepción: El combate de la Alameda de Concepción fue una batalla entre patriotas y realistas. Ramón Freire se dirigió a la ciudad de concepción donde Benavides presentó batalla en el lugar. La batalla finalizo con la victoria Patriota.
27 de Noviembre 1820:
Combate de Cocharcas: La vanguardia de la Segunda División derrota a las fuerzas del guerrillero José María Zapata.
12 de Enero 1821:
Combate de Lumaco: Los indios de Venancio Coihuepán y las tropas del capitán Salazar derrotan a las montoneras realistas de Carrero y Catrileo.
10 de Octubre 1821:
Combate Vegas de Saldías: Las fuerzas revolucionarias del realista Vicente Benavides Llanos, se enfrentaron al Ejército de Chile al mando de José Joaquín Prieto Vial y comandado por Manuel Bulnes Prieto en la Batalla de Vegas de Saldías en el contexto de la Guerra a Muerte, batalla que finalizó al día siguiente con el triunfo patriota. Sin embargo, esta guerra continuó por dos años más, dirigida por Juan Manuel Picó.

15 de Noviembre 1821:

Motín de Osorno: Unos cuantos sargentos las sublevaron. El mayor Letelíer. los capitanes Baldovinos y Cartes y los tenientes Anguita. Vial, Cavallo y Alfonso que intentaron sofocar el motin, fueron muertos por los soldados.

26 de Noviembre 1821:

Combate de Hualehuaico: Las tropas de Manuel Bulnes vencen a un cuerpo realista apoyado por indigenas.

27 de Noviembre 1821:

Combate de Niblinto: Las tropas de Manuel Bulnes vencen a montoneras realistas apoyadas por indigenas.
12 de Diciembre 1821:
José Joaquín Prieto recupera Chillan: Con la formación de un nuevo regimiento y la dirección de Prieto se logra controlar el sur de Chile.
26 de Diciembre 1821:
Combate de La Imperial: No han quedado demasiados detalles de aquel terrible hecho de armas, lo que demuestra con evidencias que fue un desastre para los patriotas, dirigidos por el capitán Bulnes.
Diciembre 1821:

Nueva fisonomía de la lucha en Arauco: Campañas de Prieto, de Ruines y de Lantaño

09 de Abril 1822:
Combate de Pile: Las tropas de Clemente Lantaño y de Manuel Bulnes vencen a grupos indigenas.
Mayo 1822:

La expedición de Beauchef a Boroa: La guerra del sur hacia 1822 y 1823.

08 de Octubre 1822:
Asedio de Arauco: A las cuatro de la tarde del 8 octubre el recinto de Arauco estaba completamente rodeado por tres divisiones de indios que mandaba Ferrebú en persona.
23 de Octubre 1822:
Acción de Pitrufquén: El teniente coronel Beauchef derrota al guerrillero Palacios.
14 de Diciembre 1822:
Acción de Río Diguillín: El teniente coronel Torres derrota a las montoneras de Bocardo y Zapata.
26 de Marzo 1823:
Acción de Linares: Los Pincheira dan muerte al gobernador Sotomayor en dicha población.
21 de Febrero 1824:
Acción de Tucapel: Las bandas del cacique Venancio Coihuipán dispersan a las fuerzas que en los campos de Tucapel había reunido el cura Ferrebú.
24 de Marzo 1824:
Fracaso del canal de Chacao: La expedición del General Ramón Freire Serrano entra al canal de Chacao en su intento para la liberación de Chiloé. La expedición fracasa.
10 de Abril 1824:
Batalla de Mocopulli: En esta batalla se enfrentaron las tropas patriotas al mando del comandante Jorge Beauchef contra las tropas realistas al mando de José Rodríguez Ballesteros. La batalla finalizo con la victoria realista.
11 de Abril 1824:
Combate de Albarrada: El sargento mayor Gaspar derrota al cura Ferrebú.
20 de Abril 1824:
Acción de Colcura: Una partida proveniente del fuerte de Colcura cae sobre el campamento de una columna realista enviada por el cura Ferrebú y la dispersa.
30 de Agosto 1824:
Acción de Laraquete: Una partida proveniente del fuerte de Colcura, mandada por el comandante Gaspar, cae sobre el rancho donde dormía el cura Ferrebú y lo captura.
28 de Octubre 1824:
Acción de Coronado: Una columna patriota mandada por Lorenzo Coronado y Angel Salazar, cae sobre el rancho donde dormía el comandante Pico.
02 de Septiembre 1824:
Fusilamiento de Ferrebú y muerte de Pico: En la guerra de la frontera del Maule.
30 de Septiembre 1825:
Acción en el río Bureo: Un destacamento enviado desde Yumbel por el coronel Barnechea ataca a la montonera del comandante Senosiaín, causandole numerosas bajas.
27 de Noviembre 1825:
Sorpresa de Parral: Los Pincheira y Senosiaín caen con su montonera unida sobre el pueblo de Parral, donde había un destacamento de soldados bajo el mando del capitán Agustín Casanueva. Dicho destacamento pudo rechazar ese ataque.
27 de Noviembre 1825:
Acción de Longaví: Un destacamento patriota de dragonesal mando del comandante Manuel Jordán, trata de cerrar el paso a la montonera realista que se retiraba de Parral; perecieron el comandante jordano y 51 de sus hombres.
11 de Enero 1826:
Manuel Blanco Encalada en Ancud: Durante la Expedición de Liberación de Chiloé, aún en posesión de la corona española, el Vicealmirante Manuel Blanco Encalada entra al puerto de San Carlos de Ancud, bajo los fuegos de las baterías del Coronel español Antonio de Quintanilla.
13 de Enero 1826:
Batalla de Pudeto: Tuvo logar en Chiloé. En el se enfrentaron las tropas patriotas contra las realistas. El fin de este combate era la expulsión de los Españoles de Chiloé. La batalla finalizo con la victoria patriota.
14 de Enero 1826:
Combate de Poquillihue: Las fuerzas chilenas de Freire obligan a las realistas de Quintanilla a abandonar el fuerte de Poquillihue.
14 de Enero 1826:
Batalla de Bellavista: El Combate tuvo como lugar Chiloé. Se llevo a cabo entre el general Ramón Freire y los españoles. Su propósito fue el de incorporar la provincia de Chiloé al territorio Chileno. La batalla finalizo con la victoria patriota.
19 de Enero 1826:
Liberación de Chiloé: Con el propósito de incorporar la provincia de Chiloé al territorio de la República de Chile. Triunfan los chilenos sobre los españoles, logrando además, abrir el paso para la toma de la ciudad de San Carlos de Ancud. Las tropas chilenas encuentran dura oposición de los lugareños que son, en su mayoría absoluta, partidarios de la monarquía.
25 de Febrero 1826:
Acción de Neuqén: un destacamento mandado por el coronel Barnecheacae sobre el campamento de montoneros e indígenas de Senosiaín y de uno de los hermanos Pincheira, dispersando los y rescatando a numerosas mujeres cautivas.
31 de Agosto 1826:
Acción de Antuco: una montonera realista caer sobre el villorrio de Antuco y ejecuta al oficial Herquíñigo y a su guarnición de siete hombres.
Enero 1827:
Operaciones militares contra los Pincheira y las bandas de Senosiaín.
25 de Enero 1827:
Levantamiento de Enrique Campino: El coronel Enrique Campino ingresó a caballo al Congreso Nacional con intenciones de dar un Golpe Militar.
21 de Julio 1827:
Motín de Talca: Un escuadrón de Cazadores se sublevo, comandado por algunos cabos y sargentos.
31 de Diciembre 1827:
Acciones en San Fernando: El gobernador Silva apresó a algunos individuos afectos a la asamblea. El comandante Francisco Porras se colocó al frente de los partidarios del bando vejado, organizó algunas compañías de milicianos y aventureros y se dirigió a San Fernando.
Enero 1828:
Campaña contra Los Pincheira de 1828: El ministro de la Guerra repitió en el verano de 1828 la expedición que había realizado el año anterior contra los Pincheira, con menos fuerzas. Las pequeñas columnas comandadas por Viel y Bulnes no lograron dar alcance a los bandidos.
18 de Julio 1828:
Sublevación de Colchagua: Revolución federalista-o'higginista de Urriola. Los estanqueros y los pelucones salvan el gobierno.
25 de Agosto 1828:
Motín del Maule: Manuel Bulnes al frente de la guarnición de Parral, somete a los insurgentes al mando de Gregorio Murillo.
06 de Junio 1829:
Motín Militar: Un estrafalario motín, que debe considerarse más como incidente del proceso electoral que como pronunciamiento militar, acabó de exacerbar las pasiones, ya muy enconadas.
06 de Diciembre 1829:
Toma de Valparaíso: Portales y Rodríguez Aldea descubrieron e! plan de Novoa, y a fin de desbaratarlo, resolvieron impedir la salida de! "Aquiles", apoderándose de Valparaíso.
14 de Diciembre 1829:
Batalla de Ochagavía. La Acción de Ochagavía fue el primer choque armado producido entre tropas gubernamentales del bando pipiolo o liberal, y las del bando pelucón o conservador, acaecida durante la Guerra Civil de 1829-1830.
15 de Diciembre 1829:
La Revolución de Coquimbo: Pedro Uriarte y algunos hacendados se alzan contra el gobierno.
03 de Enero 1830:
Contrarrevolución de Sur: El coronel Cruz recupera Concepción.
02 de Marzo 1830:
Toma de Concepción: Viel se apodera de Concepción y pone sitio a Chillan y exige la rendición de Cruz.
17 de Abril 1830:
Batalla de Lircay. Este combate tuvo lugar a orillas del río Lircay, en el marco de la Guerra Civil chilena comenzada un año antes con la denominada revolución de 1829. Dicha revolución corresponde al enfrentamiento definitivo entre los estanqueros, o’higginistas y pelucones ("fuerzas conservadoras"), contra los pipiolos (liberales). Esta etapa, y con ello la denominada "anarquía chilena" (1823-1830), finalizó con la batalla de Lircay.
14 de Enero 1832:
Combate de Coyahuelo-Lagunas de Pulán: Las tropas de Manuel Bulnes caen sobre la montonera de los hermanos Pincheira, derrotando las completamente.
21 de Agosto 1836:
Captura de Buques de la Confederación: El ministro Portales envía a Victorino Garrido a tomar por asalto durante la noche el puerto de el Callao, logrando capturar tres de los seis barcos peruanos. Los botes del bergatín "Aquiles" capturaron la barca "Santa Cruz", el bergatín "Arequipeño" y la goleta "Peruviana" en el puerto peruano de El Callao, movimientos previos a la guerra contra la Confederación peruanaboliviana..Garrido se entrevista con Santa Cruz, acordando la devolución de las naves peruanas después de firmado un tratado de paz.
29 de Agosto 1836:
Sublevación de Freire: Las fuerzas chilenas lograron controlar a las sublevadas en el sur del territorio nacional, comandadas por el general Ramón Freire Serrano, quien tenía intenciones de derrocar el gobierno del presidente José Joaquín Prieto Vial y reconstruir el virreinato del Perú.
03 de Junio 1837:
Motín de Quillota: Es apresado por el Regimiento Maipo, el ministro Diego Portales, mientras pasaba revista a las tropas acantonadas en Quillota. Este hecho es conocido por la historia como el "Motín de Quillota".
06 de Junio 1837:
Combate de Cerro Barón y asesinato del Ministro Diego Portales: El Ministro se dirigió a Quillota, para revistar un cuerpo de ejército acantonado allí. De un instante a otro la oficialidad lo apresó y se amotinó contra el estadista. El coronel José Antonio Vidaurre dirigió el movimiento. Los amotinados se trasladaron a Valparaíso y se llevaron a Portales en un pequeño carruaje. En la madrugada del 6 de junio tras un combate en el cerro Barón, se escucharon los primeros disparos. El oficial Santiago Florín, que custodiaba al Ministro, le ordenó a un subordinado: ¡Baje el Ministro!. Este se arrodilló y de inmediato disparó sobre él.

11 de Septiembre 1837:

Inicio de la primera expedición; Durante la guerra contra la Confederación peruana-boliviana, zarpó la Escuadra Nacional comandada por el almirante Manuel Blanco Encalada.

29 de Septiembre 1837:

Desembarco en Quilca: Se inicia la marcha hacia Arequipa.
07 de Agosto 1838:
Segunda expedición chilena: Al mando del general Manuel Bulnes Prieto, las fuerzas chilenas se apoderaron del puerto de El Callao, durante la guerra contra la Confederación peruana - boliviana. Bulnes impuso a Perú una indemnización de 20 millones de pesos de la época, pero como los peruanos no accedieron a la petición, el general se apoderó de Lima, luego de una sangrienta batalla.
17 de Agosto 1838:
Captura de la corbeta "Socabaya": En el puerto peruano de El Callao, por las naves de la escuadra del capitán de navío Carlos García del Postigo Bulnes, durante la guerra contra la Confederación peruanaboliviana.
21 de Agosto 1838:
Combate de Portada de Guías. Luego de desembarcar la escuadra chilena, a cargo del Almirante Simpson, se llevó a cabo el combate de Portadas de Guía, adueñándose el ejército chileno de la ciudad de Lima el 21 de agosto de 1838. El General Bulnes cita un cabildo abierto, el que proclama un gobierno provisional en Perú a cargo de Agustín de Gamarra.
18 de Septiembre 1838:
Combate de Matucana. Las tropas chilenas avanzan hacia el interior del Perú, enfrentando y venciendo a las tropas de Santa Cruz.
17 de Diciembre 1838:
Combate del puente de Llac Lla: El ejercito confederado ocupó el pueblo de Recuay y a la vez el “chilenoperuano” estaba en Huaraz de donde salió mas al interior llevando centenares de enfermos, en busca de climas benignos. Al llegar al puente LlacLla fueron alcanzados por las tropas Confederadas y mientras Torraco apresuraba el paso de los enfermos, el soldado Lorenzo Colipí con 10 compañeros del batallón Carampangue, lucharon sin descanso permitiendo la evacuación desde Chiquian.
06 de Enero 1839:
Combate de Buin: En la Guerra entre la Confederación Perú-Boliviana y el Ejército Restaurador Chile-Perú. Hacia el norte de la ciudad de Lima, las tropas de la confederación se baten en un combate con el ejército chileno, desarrollándose la batalla de Huaras.
12 de Enero 1839:
Combate Naval de Casma: Ambas armadas se enfrentaron en el Combate Naval de Casma, convirtiéndose en el último con buques a velas. El triunfo chileno nos permitió el dominio del mar.
20 de Enero 1839:
Batalla de Yungay. A orillas del río Santa ocurre la decisiva en la Guerra contra la Guerra entre la Confederación Perú-Boliviana y el Ejército Restaurador Chile-Perú. El presidente Santa Cruz había fortificado el fuerte de Yungay y el cerro Pan de Azúcar, el cual fue asaltado por la infantería chilena, desatándose la Batalla de Yungay. Este día, el 20 de enero de 1839, las tropas chilenas vencen a las de la Confederación, declarándose disuelta. Las tropas del General Bulnes llegaron el 18 de febrero a Lima, dando fin a la guerra.
20 de Abril 1851:
Motín de Urriola: Un motín cívico militar estalla en las calles de Santiago de Chile, por oposición al gobierno de Bulnes y a la candidatura presidencial de Manuel Montt. Urriola y cinco mil revolucionarios se tomaron las principales calles de Santiago, mientras que el gobierno preparó una contraofensiva desde la Alameda y el Cerro Santa Lucía. El combate duró cerca de 5 horas, tras las cuales fue abatido Urriola y hubo más de 200 muertos.
25 de Septiembre 1851:
Operaciones sobre Huasco, Vallenar e Illapel: Con erogaciones forzosas de los vecinos y prorratas de caballos y elementos de transporte, logró Vicuña Mackenna reunir una partida o montonera, que llegó a contar con 150 fusileros y 172 jinetes, que, en su inconsciencia militar, creía capaces de arrollar las fuerzas que el gobierno le opusiera.
28 de Septiembre 1851:
Revolución de La Serena y Captura del "Fire Flay": La necesidad de procurarse armas y municiones, para organizar un ejército eficiente de unas dos mil plazas, se imponía al más elemental sentido común. Carrera concibió el proyecto, de dudoso éxito inmediato, de adquirirlas en Lima. Con este objeto, se apoderó a viva fuerza del pequeño vapor "Fire Flay", de propiedad de Carlos Lambert, que navegaba con bandera inglesa, sin prever las complicaciones que el acto iba a ocasionar.
14 de Octubre 1851:
Batalla de Petorca: Mientras el ejército de Vicuña Mackenna operaba en Illapel. Carrera y Arteaga, informados de que Santiago estaba desguarnecido, después del envío de las tropas al sur, resolvieron operar sobre Aconcagua, reforzarse con los cívicos de San Felipe y proseguir a la capital.
14 de Octubre 1851:
Combate de Peñuelas: En el norte, la revolución seguía prendida. No obstante, la derrota de los liberales en Petorca los hace mantenerse en la provincia de Coquimbo, al tiempo que algunos empresarios mineros proclives al gobierno deciden crear un ejército contrarrevolucionario al mando de Ignacio José Prieto, quien logra derrotarlos en Peñuelas el 14 de octubre.
28 de Octubre 1851:
Sublevaciones de Aconcagua y Valparaíso: Los caudillos de La Serena exigían a los revolucionarios de Aconcagua, Santiago y Valparaiso, que aliviaran la presión de las fuerzas que los amagaban, intentando sublevaciones en el centro mismo de los recursos del gobierno.
07 de Noviembre 1851:
Sitio de La Serena: En el momento de iniciarse el sitio, La Serena contaba con unos 600 soldados: 300 cívicos, 200 mineros, que se organizaron-en un batallón intitulado "Defensores de La Serena", y una brigada de artillería.
19 de Noviembre 1851:
Combate de Monte de Urra: El 13 de septiembre, cinco días antes de la asunción de Montt, se declaró una asonada al mando del ex candidato Cruz, quien no aceptando la derrota electoral, y temiendo que las familias conservadoras de Concepción perdieran protagonismo en la dirección del país, consiguió armar un grupo de cinco mil hombres, entre partidarios y mapuches del cacique Colipí.
24 de Noviembre 1851:
Motín de Cambiaso: Durante la noche estalló en la ciudad de Punta Arenas, XII Región, el "Motín de Cambiaso", como consecuencia de la Guerra Civil de ese año. Luego de una gran masacre, su líder el teniente Miguel José Cambiaso Tapia, organizó su huida, pero fue detenido, condenado a muerte y ajusticiado el 4 de abril de 1852.
08 de Diciembre 1851:
Sublevación de Copiapó: La provincia de Atacama había sido objeto de un largo y activo trabajo de zapa contra el orden y las autoridades, realizado por una verdadera legión de agentes enviados desde el vigoroso foco pipiolo de La Serena.
08 de Diciembre 1851:
Batalla de Loncomilla: La batalla se desarrolló en el llano cercano al río del mismo nombre, cerca de donde después se fundaría San Javier, en la provincia de Linares. El bando leal al gobierno fue dirigido por Manuel Bulnes, mientras que el bando opositor estuvo a cargo de José María de la Cruz.
08 de Enero 1852:
Acción de Linderos de Ramadilla: El teniente coronel Victorino Garrido derrota a los revolucionarios mandados por Bernardo Barahona y ocupa Copiapó el 9 de enero, poniendo fin a las acciones armadas de la revolución.
06 de Enero 1859:
Toma de Copiapó: El militar retirado Pedro Pablo Zapata se presentó, seguido de 20 hombres, a las puertas del cuartel de policía. Urrutia, quien estaba a cargo de él, lo entregó, después de un simulacro de defensa.
19 de Enero 1859:
Toma de Talca: A las doce del día, el teniente retirado Samuel Vargas y el ex sargento Valenzuela, encargados de capturar al comandante de cívicos, sargento mayor José Antonio Bustamante, se acercaron a él, en los momentos en que se dirigía al cuartel.
02 de Febrero 1859:
Asonada de Concepción: El teniente coronel Basilio Urrutia derrota a los montoneros al mando de don Juan José Alemparte.
28 de Febrero 1859:
Sitio y Toma de San Felipe: Las tropas gobiernistas, al mando del teniente coronel Tristán Valdés asaltan y derrotan a los revolucionarios que mantenían en su poder la ciudad de este el 12 de febrero.
28 de Febrero 1859:
Asonada de Valparaíso: El general Juan Vidaurre-Leal somete a los insurrectos que intentaron asaltar la intendencia y los almacenes de la aduana.
14 de Marzo 1859:
Batalla de Los Loros: En el contexto de la Guerra Civil del '59. En este episodio, las fuerzas revolucionarias de Pedro León Gallo vencen a las del gobierno.
12 de Abril 1859:
Combate de Maipón: Nicolás Tirapegui logró sublevar la guarnición de la plaza de Arauco; y con las armas que se procuró en ella, organizo una nueva montonera de 400 hombres, y se reunió con Videla en Santa Juana.
20 de Abril 1859:
Combate de Pichidegua: Las montoneras de Colchagua, Talca y Maule cesaron de constituir un peligro para las ciudades bien guarnecidas, desde que el ministro Rafael Sotomayor organizó fuertes divisiones de milicias cívicas
29 de Abril 1859:
Batalla de Cerro Grande: A 5 Kilómetros al sur de la Serena, entre las fuerzas del Gobierno y las revolucionarías de Gallo, siendo éstas derrotadas.
12 de Mayo 1859:
Recuperación de Copiapó: el teniente coronel José Antonio Villagrán derrota en las últimas fuerzas revolucionarias que mantenían la ciudad en su poder desde el 4 de enero.
04 de Enero 1862:
Captura del "Rey de la Araucanía": El Comandante Cornelio Saavedra capturó a Antoine de Tounens, el "Rey de la Araucanía". A fines de 1861, Orelie Antoine de Tounens, de nacionalidad francesa, se asentó en la Araucanía y se autoproclamó rey de la zona y de la Patagonia. Aprovechando la escasa presencia de chilenos en la zona, que abarcaba entre los ríos Biobío y Toltén, el aventurero logró convencer a algunos caciques que aún resistían la autoridad chilena, y organizó una especie de reino en la zona.

26 de Noviembre 1865:

Combate Naval de Papudo. Durante este episodio de la "guerra con España", el almirante Juan Williams Rebolledo, al mando de la Esmeralda, se apodera de la corbeta española Covadonga, frente a la rada de Valparaíso. Juan Williams Rebolledo, logró capturar a la goleta española Covadonga. Ante esta derrota, el almirante español José Manuel Pareja, líder de las fuerzas hispanas, se suicidó. Fue reemplazado por Casto Méndez Núñez.

07 de Febrero 1866:

Combate Naval de Abtao. Sostenido entre la Escuadra aliada chileno-peruana y la Escuadra Española en el canal de Chayahué, provincia de Chiloé.
02 de Marzo 1866:
Combate Naval de Huito: Los jefes peruanos temían que las fragatas lograran forzar la boca de la ensenada de Huito, y en este evento bastaban los cañones de la "Numancia" para destruir impunemente toda la escuadra aliada.

31 de Marzo 1866:

Bombardeo a Valparaíso. Fue un episodio de la Guerra Hispano-Sudamericana, durante el cual el puerto de Valparaiso fue bombardeado y parcialmente destruido por ordenes del almirante español Casto Méndez Núñez.

11 de Noviembre 1877:

Motín y Destrucción de Punta Arenas: Se ha atribuido a esta rivalidad influencia casi decisiva en el motín de los artilleros. Dublé Almeida murió en el convencimiento de que el padre Matulski fue su principal o uno de sus principales instigadores. Los cronistas, por su lado, dando de mano a esta imputación desmentida por el desarrollo y las finalidades del motín, creen que el fanatismo antirreligioso envolvió al gobernador "en vahos de infierno y olores a Lucifer".

14 de Febrero 1879:

Se inició la Guerra del Pacífico con la toma de Antofagasta -que en ese tiempo era una ciudad boliviana-, por el ejército chileno, se inició la Guerra del Pacífico (1879-1883). Este conflicto bélico, que enfrentó a Chile con Perú y Bolivia, se debió a problemas territoriales y al interés por controlar la producción del salitre -nitrato usado como fertilizante y para la fabricación de pólvora-, que era u muy buen negocio en esa época. Como Bolivia procurara apropiarse de las salitreras de Antofagasta, el Gobierno chileno ordena ocupar esa plaza. Las tropas chilenas ocupan Antofagasta: Desembarcan dos Compañías, 1 de Artillería y 1 de Artillería de marina (198 hombres) las que bajo el mando del Coronel Emilio Sotomayor y ocupan la ciudad. A partir de ese momento Antofagasta queda en poder de Chile.
16 de Febrero 1879:
La Corbeta O'Higgins ocupa Mejillones: Los buques Blanco Encalada y O'Higgins marcharon el primero a Tocopilla y Cobija en protección de los chilenos, y el segundo a Mejillones.
16 de Febrero 1879:
Ocupación de Caracoles. Un destacamento de 70 hombres de la Artillería de Marina, al mando del Capitán Francisco Carvallo, ocupa Caracoles.

20 de Marzo 1879:

Ocupación de Cobija: Las tropas chilenas toman Cobija, al mando de William Rebolledo. Los buques Blanco Encalada y O'Higgins marcharon el primero a Tocopilla y Cobija en protección de los chilenos.

21 de Marzo 1879:

Ocupación de Tocopilla: Las tropas chilenas toman control de Tocopilla. Ese día desembarca en Tocopilla la tripulación del Cochrane al mando de Enrique Simpson.

23 de Marzo 1879:

Combate de Calama Fue el primer hecho de armas de la Guerra del Pacífico. Tropas chilenas al mando del Comandante Eleuterio Ramírez se enfrentaron contra las fuerzas bolivianas comandadas por el Coronel Ladislao Cabrera, obteniendo el triunfo el Ejército chileno...Por lo anterior, se fijó este día como: "El Día de Calama". Las tropas chilenas sufren 12 bajas, 7 muertos y 5 heridos, los Bolivianos 52, 20 muertos y 32 prisioneros (entre estos últimos se encuentra un ciudadano chileno de apellido Alfaro).
25 de Marzo 1879:
Un destacamento chileno llega a Chiu Chiu.
05 de Abril 1879:
Bloqueo de Iquique: El Bloqueo al Puerto de Iquique marca la primera acción ofensiva de Chile sobre territorio peruano.

12 de Abril 1879:

Combate Naval de Chipana: Fue el primer enfrentamiento naval, entre la cañonera chilena "Magallanes" y la corbeta peruana "Unión" y la cañonera "Pilcomayo". Las naves peruanas a raíz del bloqueo y por presión popular, Prado les ordena salir como estén a practicar operaciones "inteligentes y de consecuencia" entre Antofagasta e Iquique.
18 de Abril 1879:
Bombardeo de Pisagua: Este acto más que servir para un objetivo táctico o importante, fue más que nada en represalia por el ataque a sus embarcaciones menores.
01 de Mayo 1879:
Combate de Mejillones: El Cochrane y la O’Higgins combaten con los defensores de tierra, 10 hombres bajo el mando del Teniente Coronel Graduado Luis Reina dos marinos chilenos resultan heridos por un accidente.

21 de Mayo 1879:

Combate Naval en la rada de Iquique. Mueren heroicamente el comandante de la Esmeralda, Arturo Prat, y gran parte de la tripulación. Luego de un épico combate el Huáscar hunde a la Esmeralda, mueren 146 marinos chilenos y otros 57 caen prisioneros, por el lado peruano muere un oficial y salen heridos 7 tripulantes.

21 de Mayo 1879:

Combate Naval de Punta Gruesa. En Punta Gruesa en tanto la habilidad del Comandante Condell y una buena cuota de suerte terminan con la Independencia encallada y perdida totalmente, mueren 3 chilenos y resultan heridos 6, por el lado peruano, mueren 5 y salen heridos 23 tripulantes.
26 de Mayo 1879:
Combate Naval de Antofagasta: Fue el primer bombardeo naval nocturno de la guerra. Este combate se dio durante la primera correría del blindado peruano Huáscar.
28 de Mayo 1879:
El Huáscar recaptura a la goleta "Coqueta": La nave había sido recientemente capturada por los chilenos, la embarcación marchaba rumbo a Antofagasta, son capturados tres marinos chilenos, la goleta es enviada a Arica, con tripulación de presa.
06 de Julio 1879:
La Unión en Tocopilla hunde a la barca "Matilde": Después es perseguida por el Blanco Encalada.
09 de Julio 1879:
Segundo Combate Naval frente a Iquique: No pudiendo encontrar al Abtao (que ya había solucionado sus problemas de maquinaria y cambiado su fondeadero por seguridad) intenta hundir al Matías Cousiño, pero los disparos dirigidos contra este transporte atrajeron a la cañonera "Magallanes", la que se midió valientemente contra el Huáscar a pesar de su inferioridad, la llegada del Blanco determinó que Grau emprendiera la huida. Resultan heridos 3 marinos chilenos.
18 de Julio 1879:
Incursiones del Huáscar: El Huáscar inicia una serie de incursiones contra puertos y caletas chilenos del norte (Chañaral, Carrizal, Pan de Azúcar y Huasco).
23 de Julio 1879:
El Huáscar y la Unión capturan al transporte Rimac: En el buque estaba el Regimiento Carabineros de Yungay que estaba embarcado en la nave chilena, constaba de 250 jinetes, armados y municionados; todos ellos pertenecientes a las mejores familias de Santiago.
28 de Agosto 1879:
Segundo Combate de Antofagasta: El Huáscar se acerco al puerto de Antofagasta con la intención de cortar el cable submarino para evitar la comunicación del centro de operaciones enemigas con el resto de Chile sin darse cuenta que el Abtao se encontraba entre los buques neutrales.
10 de Septiembre 1879:
Combate de Río Grande: Un destacamento del Regimiento de Caballería Chilenos "Cazadores" destroza una montonera boliviana en las cercanías de San Pedro de Atacama, muere una docena de bolivianos, y salen heridos 5 chilenos.

08 de Octubre 1879:

Combate Naval de Punta Angamos. Se enfrentaron el blindado chileno "Almirante Cochrane" al mando de Juan José Latorre Benavente, y el monitor peruano "Huáscar", comandado por el contraalmirante Miguel Grau Serrano. Fue capturado el "Huáscar", la embarcación enemiga más poderosa. Sin embargo, falleció Grau, llamado el "caballero de los mares". Perú sufre 33 muertos y 26 heridos en un épico combate.
10 de Octubre 1879:
Combate de Quillagua.
02 de Noviembre 1879:
Tropas chilenas asaltaron y se apoderaron de Pisagua. Nuestros soldados se dividieron en dos grupos, uno por la playa y otro por los cerros, así tomaron entre dos fuegos a las tropas peruanas y bolivianas. Luego de un sangriento combate, los chilenos se apoderaron de la ciudad. El Estado Mayor evalúa en un centenar los muertos aliados y 56 prisioneros.
06 de Noviembre 1879:
Combate de Agua Santa o Pampa Germanía. Después de un corto tiroteo los chilenos quedaron dueños del campo y de la línea del ferrocarril de Pisagua a Agua Santa. Los "Cazadores" despedazan el destacamento de retaguardia aliado en Pampa Germanía, los aliados pierden unos 60 hombres muertos, entre ellos el Teniente Coronel Sepúlveda, los chilenos 3 muertos y 6 heridos.
18 de Noviembre 1879:
El "Blanco Encalada" captura al barco peruano "Pilcomayo"
19 de Noviembre 1879:
Batalla de Dolores o San Francisco. Luego de diversos vaivenes el Coronel Emilio Sotomayor concentra y atrinchera sus 6.500 soldados en el Cerro San Francisco, donde es atacado por Buendia con 11 mil peruanos, venciendo los chilenos en la Batalla de Dolores o San Francisco, las tropas peruanas se retiran hacía Tarapacá.
22 de Noviembre 1879:
Las tropas chilenas ocuparon Iquique, mientras que las autoridades peruanas abandonaban la plaza, sin quemar ningún cartucho.
27 de Noviembre 1879:
Batalla de Tarapacá. La Campaña de Tarapacá, fue una de las fases de la Guerra del Pacífico, finalizó con la Batalla de Tarapacá, la que se desarrolló en la quebrada del mismo nombre. Esta campaña tenía como objetivo la posesión de la Provincia de Tarapacá. La hazaña de los soldados chilenos, permitió una victoria impensada. Chile se adueñó de la región, y la gesta tuvo un hondo efecto en la población. La valentía demostrada por Eleuterio Ramírez en el combate, lo llevó a ser elevado a héroe nacional. En el centro de San Lorenzo de Tarapacá, un monumento conmemora la contienda del 27 de noviembre de 1879; en una cripta están enterrados los soldados chilenos y un busto recuerda a Eleuterio Ramírez.
06 de Diciembre 1879:
Combate de Tambillo (San Pedro de Atacama): Un destacamento de 25 Granaderos es atacado, mueren 8 y otros 11 son tomados prisioneros, los bolivianos del "Francotiradores" sufren 2 muertos y 1 herido.
01 de Enero 1880:
Combate de Camarones: Muere un granadero y es capturado otro.
27 de Febrero 1880:
Combate Naval de Arica: Lo cierto es que más que un combate, se trata de tres acciones que ocurrieron el mismo día. En el muere el comandante del Huáscar Manuel Thompson.
09 de Marzo 1880:
El Blanco Encalada y el Loa en las islas Lobos: Hunden seis lanchas y capturan 29 animales, llevándose además prisioneros al Capitán de Corbeta Rosas y al Coronel Alaiza.
14 de Marzo 1880:
Fuerte escaramuza entre Chilenos y Peruanos en el frente de Moquegua, resultan heridos 2 soldados del regimiento "Buin" 1º de Línea y muerto 1 Gendarme de Moquegua.
21 de Marzo 1880:
Durante la noche un destacamento de 20 soldados de la Compañía de Cazadores del batallón peruano Grau incursiona sobre el campamento del regimiento de caballería chileno "Cazadores" dando muerte a 3 soldados, mientras tanto las tropas chilenas ya se han puesto en marcha para asaltar la excelente posición peruana.
22 de Marzo 1880:
Batalla de Los Angeles: Las tropas chilenas atacan y se apoderan del cerro de Los Angeles, considerado como inexpugnable. Las fuerzas peruanas estaban bajo las órdenes de Coronel Agustín Gamarra. Antes del medio día, gracias especialmente a una espectacular ascensión por senderos inaccesibles del batallón "Atacama" Nº1 las tropas chilenas derrotan completamente a las peruanas, las que sufren no menos de 28 muertos y 64 prisioneros.
01 de Abril 1880:
Ocupación de Locumba: La Patrulla de Duble Almeida ocupa el pueblo de Locumba, donde son atacados por las tropas del Coronel Albarracin, quienes matan a 3 chilenos y capturan 10, a cambio muere 1 soldado peruano y otro resulta herido.
18 de Abril 1880:
Combate de Buena Vista: Un fuerte destacamento de Caballería Chileno, bajo el mando de José Francisco Vergara destruye un grupo de milicianos peruanos y obliga al Coronel Albarracín a retirarse con los restos de su Escuadrón "Gendarmes de Tacna".
23 de Abril 1880:
Combate Naval de Torpederas en el Callao: Resulta herido el Teniente Manuel Señoret.
10 de Mayo 1880:
Segundo bombardeo del Callao: Los buques chilenos intentan sin éxito un segundo bombardeo del Callao, el monitor Huáscar resulta averiado, en tierra mueren 2 cantineras y 1 soldado, a la vez que salen heridos 24 personas. durante la Guerra del Pacífico.
25 de Mayo 1880:
Combate de torpederas en el puerto de El Callao: Hundimiento de la torpedera peruana "Independencia" y de la chilena "Janequeo", además mueren 2 marinos chilenos y 3 peruanos, salen heridos dos marinos chilenos y son capturados 7 marineros peruanos.
26 de Mayo 1880:
Batalla de Tacna o del Alto de la Alianza: El 1º Ejército del Sur Peruano y el ejército Boliviano (unos 10.000 hombres agrupados en 9 divisiones) son derrotados por el ejército chileno (14.147 hombres agrupados en 4 divisiones) los bolivianos no volverán a participar en una gran batalla contra Chile, mueren más de 500 chilenos y entre 1.000 y 1.200 aliados.
06 de Junio 1880:
Bombardeo de Arica: Se inicia el bombardeo chileno desde las baterías de tierra así como por el mar por los buques Loa, Covadonga, Magallanes y Cochrane. Las defensas peruanas utilizan la Batería Norte, Batería del Morro, Batería del Este y los cañones del monitor BAP Manco Cápac. El Cochrane recibió un impacto de un cañón Voruz de las baterías del morro, que lo hizo explotar provoncado 27 heridos, de los cuales murieron 7 después.
07 de Junio 1880:
Asalto y Toma del Morro de Arica: Las tropas chilenas toman por asalto el Morro de Arica. Ultimo reducto de los peruanos, desde entonces esta ciudad pertenece al territorio nacional. Luego de un cruento combate de alrededor de una hora y media, las tropas chilenas derrotan a la guarnición de esta plaza fuerte, mueren más del 30% de los defensores de la plaza, cumpliendo lo señalado por el Coronel Bolognesi de "luchar hasta quemar el último cartucho"
16 de Julio 1880:
Combate de Palca: Después de la Batalla de Arica, las fuerzas chilenas organizan expediciones a la sierra de Tacna, en donde se encuentra organizada las guerrillas de Pacheco Céspedes, Leoncio Prado y Gregorio Albarracin. Así se realiza el combate entre la guerrilla de Pacheco Céspedes contra el Regimiento Lautaro.
19 de Julio 1880:
Expedición de Salvo a Moquegua: Baquedano despachó contra ellos una expedición a Tarata, al mando de Barbosa, y otra a Moquegua, a las órdenes del sargento mayor Wenceslao Bulnes.
22 de Julio 1880:
Combate de Tarata: Las tropas chilenas del Coronel Barboza despedazan a los guerrilleros peruanos del Coronel Leoncio Prado, quienes sufren 26 muertos, 3 heridos y 21 Prisioneros, los chilenos por su parte sufren 1 muerto.
04 de Septiembre 1880:
La expedición Lynch: Lynch debía desembarcar en los puertos peruanos, empezando en el norte por Paita, para terminar en Quilca; internarse en los valles feraces; imponer contribuciones en dinero o en especies a la propiedad particular; inutilizar los ferrocarriles, y destruir las propiedades, cuyos dueños rehusaran pagar los cupos, teniendo cuidado de no perjudicar a los neutrales.
13 de Septiembre 1880:
Hundimiento de la "Covadonga": Alrededor de las 15:15 estalló el artefacto explosivo, que un marinero sobreviviente comparaba al estallido de cuarenta cañonazos a un tiempo, hundiéndose la Covadonga en dos minutos.
16 de Septiembre 1880:
Nuevo combate de Torpederas en el Callao: Resulta 1 herido en la chilena "Guacolda" y 1 muerto en la peruana "Urcos".
22 de Septiembre 1880:
El Cochrane bombardea Chorrillos: Buques de la escuadra chilena bombardearon los puertos peruanos de Ancón y Chancay, en represalia de la celada que hizo volar la "Covadonga", en el contexto de la Guerra del Pacífico.
23 de Septiembre 1880:
El Blanco Encalada bombardea Ancón.
23 de Septiembre 1880:
La Pilcomayo bombardea Chancay.
05 de Diciembre 1880:
Combate de lanchas en El Callao: Donde murió el aspirante a marina Juan Antonio Morel Zegers.
11 de Diciembre 1880:
Bombardeo del puerto de El Callao: Por el transporte "Angamos". Falleció el teniente Tomás Pérez al explotar un cañón.
24 de Diciembre 1880:
Combate de Pachacamac: A las 2 de la mañana un destacamento compuesto por dos compañías del “Buin”, 2 del “Esmeralda” y 200 “Cazadores” salen hacía Machay a marchas forzadas, a las 4 de la mañana llegan a Pachacamac, poco después sostienen un intenso combate con tropas peruanas emboscadas, sufriendo un muerto, un herido y con el Sargento Mayor Silva Contuso la tropa se repliega llevándose 3 soldados peruanos prisioneros.
27 de Diciembre 1880:
Combate de El Manzano o Pueblo Viejo: Entre tropas chilenas y peruanas, donde murieron los comandantes de ambos ejércitos, en el contexto de la Guerra del Pacífico. El Regimiento Curicó sorprende y prácticamente destruye a la I Brigada de Caballería “Rimac”, en el Manzano por la parte chilena muere el 2º Comandante del Curicó Teniente Coronel José Olano y son heridos 4 soldados, por la parte peruana mueren 16 soldados y son capturados 112 soldados peruanos, entre ellos el Comandante de la Brigada, Coronel Sevilla. Para celebrar el acontecimiento, por orden del día se ordena que todas las bandas de las unidades chilenas toquen el Himno Nacional inmediatamente frente a sus campamentos.
02 de Enero 1881:
Combate de Humay: Las Tropas del Comandante Echevarria atacan y causan serios daños a una montonera peruana en Humay, los chilenos pierden 5 hombres, 2 muertos y 3 heridos, entre los primeros 1 capitán.
09 de Enero 1881:
Combate de Ate: Un destacamento chileno de la II/2ª División bajo el mando del Coronel Barboza, asalta el sector escasamente defendido por los peruanos, luego de un corto combate desalojan a los defensores y quedan dueños del campo, los chilenos se retiran poco después, han sufrido 1 muerto y unos 20 heridos.
13 de Enero 1881:
Batalla de Chorrillos: Las tropas chilenas asaltan las posiciones peruanas, tras un sangriento encuentro capturan una tras otra las posiciones de Villa Santa Teresa, San Juan, Chorrillos y el Morro Solar, mueren más de 2000 hombres por bando en tal ves la batalla más grande de la historia de Latinoamérica.
15 de Enero 1881:
Batalla de Miraflores: Transcurre esta batalla en las proximidades de Lima, donde las tropas chilenas, al mando del general Baquedano, vencen a las peruanas consiguiendo de esta forma el triunfo de la guerra que se iniciara en 1879.
16 de Enero 1881:
Combate de Lurín: Una partida de caballería peruana ataca en las cercanías de Lurín a un destacamento de “Cazadores”, pero estos últimos les vencen, causandoles varias bajas.
07 de Abril 1881:
Combate de San Jeronimo: Lagos envía al Comandante José Miguel Alcérreca, al mando de una fuerza compuesta por tropas del Carabineros de Yungay y del Buin al interior. Ese mes en San Jerónimo, cerca a Santa Eulalia, se inicia la campaña de la Breña con las fuerzas organizadas por el coronel José Agustín Bedoya que se enfrentan a las fuerzas de Alcérreca, las cuales luego de un tiroteo dispersan a los hombres de Bedoya, para luego incendiar el lugar y retornar a Lima.
27 de Junio 1881:
Combate de Sangra: En la sierra peruana, las fuerzas chilenas comandadas por el capitán José Luis Araneda Carrasco, se enfrentaron al enemigo y luego de 13 horas de lucha, se retiró el ejército peruano. De los 36 "buines" que iniciaron el desigual combate, sólo 10 quedaron con vida, a los que la historia reconoce como: "Los diez de Araneda", "Los diez de Sangra".
08 de Agosto 1881:
Combate del puente Verrugas: Las guerrillas de sargento mayor José Osambela obtienen otra victoria en el puente Verrugas.
15 de Agosto 1881:
Combate del puente Purguay: Se libra el combate del puente Purhuay, saliendo de Chosica donde el nuevo batallón Zepita comandado por el teniente coronel Villegas y las guerrillas del coronel Manuel Tafur triunfan sobre las fuerzas chilenas.
02 de Septiembre 1881:
Combate de Calientes: Se produce en la región de Tacna.
03 de Septiembre 1881:
Combate de Pachía: En la región de Tacna se produce el combate, en donde las tropas chilenas derrotan a las guerrillas peruanas, dominando la región.
10 de Octubre 1881:
Combate de Motupe.
21 de Octubre 1881:
Combate de Cienaguilla.
26 de Octubre 1881:
Combate de Guadalupe.
05 de Febrero 1882:
Primer Combate de Pucará: Cáceres pasa por Tarma y Jauja y ocurre el combate con las fuerzas chilenas al mando de Del Canto. Cáceres continúa su marcha ocupando Izcuchaca, Acostambo, Huancavelica, Acobamba.
22 de Febrero 1882:
Combate de Acuchimay: Cáceres vence a las fuerzas rebeldes del coronel Arnaldo Panizo que contaba con 1.500 hombres, tomando sus tropas. Luego de este suceso Cáceres ingresa a Ayacucho.
06 de Marzo 1882:
Combate de Comas.
29 de Marzo 1882:
Combate de Pazos.
31 de Marzo 1882:
Segundo Combate de Pazos.
Marzo a Mayo 1882:
Suceden diversos enfrentamientos como los combates de: Sierralumi, Huaripampa, Huancaní, Llocllapampa, Sicaya, Chupaca, Pazos, Acostambo, Ñahuimpuquio. Las fuerzas chilenas estaban diezmadas por el tifus y la viruela, así Lynch autoriza a Del Canto a volver a Lima con el 2º de Línea trayendo a los heridos y a los enfermos. Los batallones "Pisagua" 3º de Línea y "Santiago" 5º de Línea son enviados como refuerzos.
03 de Junio 1882:
Combate de Marcavalle: Se enfrentan guerrillas peruanas con el batallón chileno Santiago destacado en Marcavalle.
28 de Junio 1882:
Nuevamente se enfrentan guerrillas peruanas con el batallón chileno Santiago destacado en Marcavalle.
09 de Julio 1882:
Segundo Combate de Pucará: Después de que los chilenos se retiran de Marcavalle, fueron perseguidos por dos compañías del Tarapacá, “Fueron empujadas sobre pucará, donde reforzados (los chilenos) por las restantes compañías de su batallón opusieron nueva resistencia.
09 y 10 de Julio 1882:
Combate de la Concepción. A las dos y media de la tarde de este día comienza el combate, considerado por el pueblo chileno, uno de los hechos más dramáticos de la Guerra del Pacífico. Se desarrolló los días 9 y 10 de julio de 1882 en el pueblo peruano de La Concepción. La guarnición completa del regimiento Chacabuco, compuesta por 77 jóvenes entre 16 y 18 años, resistió durante dos días el ataque de dos mil soldados peruanos, que tuvo como resultado la muerte de todo el contingente chileno. La valentía demostrada por los jóvenes, que mantuvo heroicamente alzada nuestra bandera, hizo que el 9 de julio fuera establecido como el día oficial de nuestro emblema patrio.
10 de Julio 1882:
Segundo Combate de La Oroya. Se enfrentan las fuerzas peruanas de Máximo Tafur y las chilenas del 3º de Línea, al mando del Teniente Francisco Meyer en el puente de La Oroya. La guarnición chilena mantiene el control del lugar.
15 de Julio 1882:
Combate de Tarmatambo. La compañía del batallón Lautaro se enfrenta en el caserío de Tarmatambo a las fuerzas dirigidas por el Coronel Juan Gastó y Máximo Tafur en el Combate de Tarmatambo.
16 de Julio 1882:
Combate de San Juan Cruz: Las fuerzas de Cáceres se enfrentan con una compañía del batallón 2° de Línea. Cáceres decide no atacar el pueblo, sino apostar la segunda división y los guerrilleros de San Jerónimo en las alturas cercanas a Tarma.
Febrero 1883:
Combate de Ungatá: Una compañía del Lautaro se enfrenta en Ungará al sur de Lima a guerrilleros locales, los chilenos son apoyados por un escuadrón de Granaderos y mantienen su posición.
14 de Marzo 1883:
Combate de Puruguay.
03 de Abril 1883:
Cáceres llega a la costa de Chancay, para luego atacar a la guarnición del Aconcagua. El coronel Urriola se retira de Chancay y se embarca en la Corbeta Chacabuco recibiendo luego refuerzos desde Lima del 3º de Línea y del Coquimbo por lo cual Cáceres se retira hacia Canta.
20 de Abril 1883:
Segundo Combate de Purhuay. Antes de ordenar una nueva ofensiva contra el ejército de Cáceres, Lynch ordenó la reparación del puente de Purhuay y la línea telegráfica que los montoneros de Chosica habían destruido lo que impedía el transito de las tropas chilenas hacia las zonas ocupadas por la resistencia peruana. Con tal misión partió de Lima el mayor Julio Quintavalla quien arribó a Chosica el 14 de abril, en los días siguientes la fuerza chilena fue constantemente hostilizada por las montoneras peruanas formadas por el batallón Guerrilleros del Rimac al mando del mayor Wenceslao Inchaústegui. El 20 de abril tuvo lugar el combate de Purhuay, a dos millas y media del puente del mismo nombre, tras el cual Quintavalla tuvo que retirarse sin haber logrado cumplir su misión y habiendo tenido 29 bajas entre muertos y heridos y 17 dispersos.
10 de Julio 1883:
Batalla de Huamachuco: Le correspondió ser el último hecho de armas que puso fin a la Guerra del Pacífico. Al ver a las fuerzas de Cáceres en el cerro Cuyulga, Gorostiaga deja el poblado de Huamachuco y se posiciona en el cerro Sazón al norte del pueblo. Se enfrentan ambos ejércitos, Gorostiaga vence a las tropas de Cáceres, quien pierde la mitad de sus hombres. Cáceres retorna a Ayacucho con el fin de organizar un nuevo ejército.
01 de Agosto 1883:
Combate de Coari: Enfrentamiento en el sur del Perú.
02 de Agosto 1883:
Combate de Mirave: Pacheco Céspedes se enfrenta al destacamento chileno al mando del Mayor Duberli de Oyarzun.
20 de Octubre 1883:
Tratado de Ancón: Tratado que pone fin a la guerra del Pacífico, de Chile contra Perú y Bolivia. Perú cede a Chile las provincias de Tacna, Arica y Tarapacá y Bolivia pierde la provincia de Antofagasta.
06 de Enero 1891:
Sublevación de la Escuadra: La Escuadra se levanta contra el Presidente José Manuel Balmaceda.
08 de Enero 1891:
Operaciones de la Escuadra en el sur: Para reunir contingentes y armas para los batallones, se emprendieron diversas expediciones. La "Esmeralda" ancló en Talcahuano e! día 8 de enero y tomó los elementos que había en el buque•escuela N° 2.
12 de Enero 1891:
Acciones en Coquimbo y La Serena: Primeras acciones de la Armada durante la Guerra Civil de 1891.
19 de Enero 1891:
Acciones en Pisagua, Zapiga, Alto Hospicio y Taltal: Primeras acciones de la Armada en el norte, durante la Guerra Civil de 1891.Conocido como el "Combate de los Abrazos", por la confusión que tuvieron los contrincantes en uno de los primeros enfrentamientos de esa guerra.
06 de Febrero 1891:
Captura de Pisagua. Los congresistas tenían su Cuartel General en la zona norte del país, tratando de avanzar hacia el centro del país. Los balmacedista intentaron frenar en esta zona a los congresistas, razón por la cual desarrollaron una serie de combates y batallas en esta región.
15 de Febrero 1891:
Batalla del Cerro Dolores o San Francisco: Las fuerzas gobiernistas afines al Presidente José Manuel Balmaceda fueron derrotadas por los congresistas, en el Cerro Dolores o San Francisco, cerca de Pisagua, provincia de Tarapacá.
17 de Febrero 1891:
Combate de Huara: Entre las tropas gobiernistas contra las congresistas en la estación de ferrocarril de Huara, que unía Iquique con Pisagua, en la I Región.
19 de Febrero 1891:
Combate de la Aduana de Iquique. Desde Iquique fueron enviadas fuerzas balmacedistas hacia el interior, por lo que esta ciudad quedó desprotegida. Aprovechando esta situación, las naves congresistas avanzaron hacia el puerto, llegando alrededor de las 05:00 hr.. A seis kilómetros de Iquique, se pudo divisar a cuatro embarcaciones congresistas alumbrando con sus proyectores los cerros para disparar sobre la tropa balmacedista que intentara descender al puerto.
07 de Marzo 1891:
Batalla de Pozo Almonte: Los balmacedistas habían perdido la mayoría de sus hombres y municiones, lo que sumado a la alta deserción de sus partidarios, generó el envío de 1.000 hombres desde Santiago.
19 de Marzo 1891:
Ocupación de Antofagasta Tacna y Arica: Apenas la provincia de Tarapacá estuvo libre de fuerzas enemigas, se planteó a los congresistas la necesidad de adueñarse inmediatamente de las provincias de Tacna y Arica, Antofagasta y Atacama.
23 de Abril 1891:
Hundimiento en Caldera del "Blanco Encalada": Los balmacedistas hunden en la rada de Caldera el barco "Blanco Encalada".
07 de Julio 1891:
Combate de Vallenar: El coronel Orrego, jefe de la división de Coquimbo, ignorando que venían en camino tropas constitucionales de infantería, dio orden al teniente coronel Almarza que atacara por sorpresa.
18 de Agosto 1891:
Desembarco en Quintero: Las fuerzas congresistas desembarcan en Quintero. 300 soldados del Pisagua N° 3, conducidos por botes que se desprendieron del "Biobio", se posesionaban sin oposición del pueblecito de Quintero.
21 de Agosto 1891:
Batalla de Concón: Fue la penúltima acción de la Guerra Civil de ese año y el primer enfrentamiento de las fuerzas revolucionarias o congresistas, comandadas por el coronel Estanislao del Canto Arteaga. Las fuerzas congresistas se concentraron en la bahía de Quintero y estaban al mando del General Estanislao del Canto.
28 de Agosto 1891:
Batalla de Placilla. La Guerra Civil de 1891 finalizó el 28 de agosto de 1891 en la Batalla de Placilla, pequeño pueblo situado a la bajada del Alto del Puerto, en el camino de Casablanca, lugar donde se enfrentaron las fuerzas que apoyaban al gobierno del presidente José Manuel Balmaceda Fernández, con las fuerzas de los congresistas o revolucionarias, obteniendo el triunfo estos últimos.

Bernardo O´Higgins

Bernardo O´Higgins

Ramon Freire

Ramon Freire

Joaquin Prieto

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Mujeres Destacadas de la Historia de Chile


Paula Jaraquemada Alquizar: (Santiago junio de 1768 - † falleció el 7 de septiembre de 1851). Hija de Domingo de Jaraquemada y Cecilia de Alquizar, fue uno de los personajes femeninos más importantes en la lucha por la independencia de Chile. ir a Bio,,,

Francisca Javiera Eudoxia Rudecinda Carmen de los Dolores de la Carrera y Verdugo (Santiago, 1 de marzo de 1781 - † ibídem, 20 de agosto de 1862), más conocida como Javiera Carrera, fue una patriota chilena que destacó por el apoyo a la lucha por la Independencia de Chile y por bordar la primera bandera patria del país, llamada actualmente bandera de la "Patria Vieja". Los Carrera eran descendientes de vascos. ir a Bio...

Catalina de los Ríos y Lisperguer: (*Santiago de Chile, 1604 - † 1665), más conocida como La Quintrala, fue una terrateniente chilena de la época colonial, famosa por su belleza y la crueldad con la que trataba a sus inquilinos. Se convirtió en un ícono del abuso y la opresión colonial. Su figura, fuertemente mitificada, pervive en la cultura popular de Chile como el epítome de la mujer perversa y abusadora. Para tildar a una mujer de abusadora en Chile se le dice "Quintrala". ir a Bio...

Candelaria Pérez: (* Santiago de Chile, 1810 - † 28 de marzo de 1870), también conocida como Sargento Candelaria, fue una militar chilena que participó en la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana. ir a Bio...

Irene Morales Infante (La Chimba, Santiago, 1 de abril de 1865 — † Santiago, 25 de agosto de 1890) Militar chilena, Sargento segundo y Cantinera del Ejército de Chile durante la Guerra del Pacífico. ir a Bio...

Janequeo o Yanequén: Fue una mujer lonco, de origen mapuche-pehuenche. Esposa del Lonco Hueputan, quien murió bajo tormentos por mandato del gobernador Alonso de Sotomayor. Su preparación militar y cualidades de líder, hicieron que se ganara el apoyo de los estrategas militares de su pueblo. ir a Bio...

María Isabel Riquelme y Meza: (* Chillán Viejo, Región del Biobío, Chile 1758 - † Lima, Perú 21 de abril de 1839), fue la madre del Libertador General de Chile, Bernardo O'Higgins. ir a Bio...

Rosa O'Higgins: (* Chillán Viejo, Región del Biobío, Chile 1781 - † Lima, Perú 1850), chilena hija de Isabel Riquelme y Félix Rodríguez Rojas. En los años de la lucha de la independencia chilena adoptó el apellido de su medio hermano Bernardo O'Higgins con quien viviese sus primeros años de su niñez. ir a Bio...

Eloísa Díaz Insunza: (* Santiago de Chile, Chile, 25 de junio de 1866, † Id. 1 de noviembre de 1950), primera mujer estudiante de medicina de la Universidad de Chile y primera médica de Chile y América del Sur. ír a Bio...

Guacolda: La existencia de Guacolda, mujer de Lautaro, así como la de Fresia, mujer de Caupolicán, es materia de discusión puesto que mientras para unos es sólo una leyenda, para otros se trata de una persona real. ir a Bio...

Fresia: La existencia de Fresia, mujer de Caupolicán, así como la de Guacolda, mujer de Lautaro, es materia de discusión, puesto que sólo aparece en el poema épico "La Araucana", escrito por Alonso de Ercilla y Zúñiga (1533-1594) durante su estadía en Chile y publicado en Madrid en tres partes (1569, 1578 y 1589). ir a Bio...

Inés de Suárez o Inés Suárez: (Plasencia, Extremadura, España, 1507 - Chile, 1580) fue una mujer española reconocida en el período de la conquista de Chile y compañera del conquistador Pedro de Valdivia. ir a Bio...

Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga: Conocida por su seudónimo Gabriela Mistral (Vicuña, 7 de abril de 1889 – Nueva York, 10 de enero de 1957), fue una destacada poetisa, diplomática y pedagoga chilena. ir a Bio...

HITOS:

1865 Mujeres de Clases alta y católicas se expresan en el Periódico “El Eco de las Señoras de Santiago”

1875 Clotilde Garretón se inscribe en los registros electorales, porque cumple con las exigencias de la ley.

1877 Promulgación del Decreto Amunategui, da derecho a las mujeres para que ingresan a la Universidad.

1884 Martina Barros intelectual que comienza a dar discursos sobre el voto femenino.

armón de un cañon de 1810

armón de un cañon de 1810










Eric Hobsbawm: "El SigloXX"

El Choque de las Civilizaciones. Samuel Huntington

El Fin de la Historia. Francis Fukuyama