EL EJÉRCITO CHILENO Y LA INDUSTRIALIZACIÓN DE LA GUERRA: 1885-1930. REVOLUCIÓN DE LA TÁCTICA DE ACUERDO A LOS PARADIGMAS EUROPEOS
Enrique Brahm García
HISTORIA Nº34, Santiago 2001., 5-38
ABSTRACT
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Starting from the central decades of the XIX Century a series of technical advances took place concerning the developemtn of fire arms wich gave the defensive a clear advantage on the tactical field. Nevertheless the strong nations faced the First World War convinced that the offensive tactics still were the strongest form of fighting, therefore originating the "holocaust" in the trenches. The present paper seeks to determine how the evolution of the European tactical thought was acknowledged before the problem created by the industrializadion of the war in the Chilean army during the years of the German influence.
Keywords: .
EL EJERCITO CHILENO Y LA INDUSTRIALIZACION
DE LA GUERRA, 1885-1930. REVOLUCION DE LA TACTICA
DE ACUERDO A LOS PARADIGMAS EUROPEOS
ENRIQUE BRAHM GARCIA
INTRODUCCÍON
El año 1882 la empresa británica Armstrong terminaba la construcción de un crucero para Chile que, en cuanto a velocidad y armamento, superaba a cualquiera de los navíos de guerra de la armada inglesa, en esa época, sin duda, la más poderosa del mundo
. Es un ejemplo ilustrativo de la velocidad con que se estaban sucediendo los cambios en la industria militar en las décadas finales del siglo XIX y en los años que anteceden al estallido de la Primera Guerra Mundial.
Según un historiador militar británico “los cuarenta años comprendidos entre 1830 y 1870 fueron testigos de un cambio en el modo de hacer la guerra, tanto en tierra como en el mar, mucho mayor que el experimentado en toda la historia moderna anterior, o en toda la historia previa” . Mientras que William Mc Neill ha sostenido que los inicios de la industrialización de la guerra pueden datarse en los años cuarenta, cuando la aparición de los ferrocarriles, la producción masiva, semiindustrializada de armas, la aparición de los fusiles de retrocarga alemanes y los esfuerzos franceses por utilizar la fuerza del vapor para terminar con la supremacía británica en el mar, comenzaron a transformar de raíz las estructuras militares de los países europeos.
Entre el siglo XV y hasta las primeras décadas del siglo XIX la evolución de los armamentos había sido mínima; apenas si se había progresado en lo que se refiere a la precisión y alcance de las armas de fuego . Hacia 1830 el arma típica de la infantería seguía siendo el mosquetón de chispa de ánima lisa, cargado por la boca, mediante el uso de una baqueta con la que se empujaba la bala de plomo y su cartucho por el cañón. Tan engorroso sistema traía como consecuencia el que rara vez pudieran dispararse más de dos tiros por minuto, los que además eran tan imprecisos que con dificultad se podía acertar a un blanco ubicado a más de cuarenta metros de distancia. De ahí que la infantería operara siempre a través de descargas cerradas y a muy corta distancia, única forma en que armas tan rudimentarias podían ser efectivas.
Pero a partir de fines de la década de los treinta estas condiciones empezaron rápidamente a cambiar, al introducirse el fusil de percusión, que usaba como cebo una pólvora explosiva, que reducía a un mínimo el fallo en los disparos, especialmente en épocas de humedad. Más importante aun fue la introducción del fusil rayado o estriado, perfeccionado a fines de la misma década por el capitán francés Minié. Esta nueva técnica trajo como resultado un gran aumento de precisión y de alcance del arma básica de la infantería. “A una distancia de 365 metros lograba más de un cincuenta por ciento de disparos sobre el blanco, mientras que el fusil de percusión, arma que había sido adoptada solo diez años antes, conseguía menos del 5 por ciento. Incluso a la distancia de 730 metros los tiradores lograban alrededor del 40 por ciento de blancos”. El fusil Minié y el algo más perfeccionado fusil estriado Enfield serían las armas con las que las potencias europeas enfrentarían la Guerra de Crimea.
Paralelamente, en Alemania se daba otro avance clave al adoptar el ejército prusiano en 1841 el “fusil de Aguja”, Dreyse, de retrocarga. Aunque su alcance era menor que los anteriores, su velocidad de fuego era tres veces superior (7 disparos por minuto en lugar de dos), permitiendo además el cargar y disparar sin levantarse del suelo, con lo que se ofrecía un mucho menor blanco al enemigo. Y ya durante la guerra civil americana se introducirían los fusiles de repetición, que se generalizarían en los ejércitos europeos durante la década de los ochenta.
La retrocarga posibilitó a su vez el invento de las ametralladoras por Gatling, tambien en Norteamérica durante la década de los sesenta.
Como consecuencia de este revolucionario aumento de eficacia de los infantes, la caballería iría perdiendo importancia, obligada a luchar desmontada o viendo reducido su papel al de la observación.
Por su parte, si bien el progreso de la artillería fue algo más lento que el del armamento de los infantes, la construcción de cañones estriados posibilitó un considerable avance en el alcance y precisión de sus tiros a lo que se agregaría la retrocarga, combinación que daría una clara superioridad a los alemanes sobre los franceses en la guerra franco-prusiana de 1870.
Debe considerarse además que el proceso de construcción de armas se aceleró y se fue haciendo masivo en la medida que a partir de esos años dejaron de ser un producto artesanal al industrializarse su proceso de fabricación. La revolución industrial y, sobre todo, la automatización y la fabricación en serie se impondrían también en el ámbito militar.
A todo lo anterior se uniría la revolución que tuvo lugar en el plano de los transportes y las comunicaciones. El impulso lo daría en este ámbito el explosivo desarrollo de los ferrocarriles desde la década de los treinta. La primera guerra europea que dejaría en evidencia el valor militar de los ferrocarriles sería aquella que enfrentó a franceses y austríacos en el norte de Italia en el año 1859. Un ejército francés de 120.000 hombres que trasladándose a pie hubiera demorado dos meses en dirigirse al campo de batalla, demoró solo 11 días utilizando el ferrocarril. Pero además de la velocidad que imprimía a las operaciones, el uso de las vías ferreas traía consigo otra serie de ventajas. Por ejemplo facilitaba el aprovisionamiento de las tropas, posibilitaba el que estas llegaran descansadas al lugar del combate, como también el que los enfermos y heridos pudieran ser retirados con rapidez a retaguardia.
En cuanto a las comunicaciones, la utilización del telégrafo eléctrico desde los años cincuenta, facilitaría la conducción de las tropas por los líderes políticos y los altos mandos y estados mayores de los ejércitos –paradigmático sería el caso del jefe del Estado Mayor prusiano Helmuth von Moltke– como también la información diaria de los corresponsales de guerra, lo que daría a la opinión pública de los países en conflicto una participación mucho más directa en los avatares de la guerra que la que habían tenido sus antepasados cuando los conflictos parecían ser una pura cuestión estatal.
La mayor parte de estos adelantos demostrarían su poder transformador del arte de la guerra en el conflicto de Crimea de 1854-1855. Si Francia e Inglaterra, pese a sus numerosos errores en la conducción de la campaña, terminaron por imponerse, ello se debió a la superioridad técnica que habían alcanzado sobre el ejército ruso, gran potencia mundial luego de terminadas las guerras napoleónicas. En efecto, la flota de buques a vapor de los aliados europeos occidentales les permitió abastecer a sus tropas de una manera muchísimo más eficiente que las carretas tiradas por bueyes de los rusos, los que todavía no entraban a la era del ferrocarril.
Más todavía, el sitio se Sebastopol fue de alguna manera un adelanto de lo que sería la lucha en el frente occidental durante la Primera Guerra Mundial. En consecuencia, complejos sistemas de trincheras y fortificaciones de campo, junto al fuego de barrera de la artillería, fueron los factores decisivos en la definición del conflicto. Solo faltaron las ametralladoras.
Pero quizá si la primera gran guerra de la era industrial fue la guerra civil americana. Ella dejó de manifiesto que las nuevas armas con que contaba la infantería terminaron por obligar a los soldados a protegerse en trincheras y parapetos, quedando en ventaja la defensa sobre el ataque, de una manera que no se había conocido hasta ese momento en la historia. Pero estas enseñanzas casi no fueron tomadas en cuenta por los orgullosos militares profesionales del viejo mundo quienes se consideraban muy superiores a los americanos.
En cambio, muchos se engañarían con los resultados del enfrentamiento entre franceses y austríacos del año 1859, que terminó con el triunfo de los primeros, cuya infantería, cargando en forma masiva, arrolló al ejército de los Habsburgo. Ello los llevaría a concluir que, pese al perfeccionamiento de las armas de fuego, la llave para alcanzar el triunfo seguía estando en el valor y en el arrojo y que por tanto el soldado francés debía seguir siendo fiel al espíritu ofensivo y al ataque en masa que había caracterizado a los gloriosos ejércitos del primer Napoleón, conclusión que los llevaría al fracaso en la guerra franco-prusiana de 1870-71.
En el último tercio del siglo XIX sería el modelo prusiano el que se impondría como paradigma para todos los ejércitos del mundo. Los triunfos rápidos y decisivos que obtendrían las tropas de los Hohenzollern sobre los daneses, austríacos y franceses, en contraste con la lentitud que caracterizó las acciones de la guerra civil norteamericana, parecían ser una convincente demostración de la superioridad militar de Europa o por lo menos de Prusia sobre los americanos. No se vio o no se quiso ver que las razones del rápido triunfo sobre los austro-húngaros se podían encontrar en la tradición de los Habsburgo de negociar rápidamente la paz luego de la primera derrota importante. Mientras que en el caso de la guerra con Francia, si bien Napoleón III fue derrotado ya al comienzo de la guerra, en una perfecta batalla de aniquilamiento como lo fue Sedán, los prusianos debieron seguir combatiendo varios meses en territorio francés.
En todo caso, no cabía duda de que el ejército prusiano conducido por Helmuth von Moltke había asimilado y desarrollado al máximo los elementos de la guerra moderna: organización y conducción de las operaciones por el Estado Mayor General, conformado por oficiales con un grado de formación superior, y utilizando ese nuevo medio técnico que era el telegrafo; ejércitos de masas gracias al sistema de conscripción; rapidísima movilización haciendo uso de los ferrocarriles; empleo de las armas más modernas como fusiles de retrocarga y piezas de artillería Krupp de última generación utilizadas de la forma más eficiente.
La conclusión de dichos conflictos, en lo que a la táctica de combate se refiere, sería el reconocimiento definitivo de la importancia que tenía el fuego en el combate moderno, con lo cual la defensiva se veía reforzada de tal manera que obligaría a los atacantes a eliminar el orden cerrado, el ataque en columnas, y diluir sus tropas para evitar los efectos mortíferos tanto de la fusilería como de las granadas de la artillería de campaña. Esta última arma alcanzó una gran importancia (los cañones Krupp neutralizaron la superioridad de los fusiles Chapessot franceses en Sedán y otorgaron el triunfo prusiano), no siendo ya posible alcanzar la victoria sin su apoyo, por lo que se requería su presencia adelantada en el campo de batalla para apoyar a la infantería propia y neutralizar las defensas enemigas. En definitiva, el fuego se imponía terminantemente sobre la táctica de choque, dominante desde las guerras napoleónicas.
Con todo ello la más antigua y prestigiosa de las armas, la caballería, perdía mucho de su importancia. Su razón de ser que era el choque, la carga contra la línea enemiga, pasaba a ser suicida, aunque los jinetes se negaran a reconocerlo; la doctrina oficial de la caballería no aceptaba en ninguna parte la conclusión de que no había lugar para ella en un campo de batalla dominado por las armas modernas. Mantenía en cambio y hasta acrecentaba su importancia para la exploración y en el desarrollo de operaciones rápidas dirigidas a cortar las líneas de comunicación enemigas, en los cada vez más extensos campos de batalla, como había quedado demostrado en la Guerra de Secesión norteamericana.
Las experiencias obtenidas por los militares profesionales en las guerras de unificación de Alemania se verían confirmadas en las guerras posteriores, como la ruso-turca de 1877-78, la de los Boers de 1899-1901 y la ruso-japonesa de 1904-05. Pese a que no todos lo quisieron ver, dichos conflictos mostraron con claridad que la infantería protegida por trincheras y fortificaciones y convenientemente armada con armamento moderno era capaz de provocar cuantiosísimas bajas a un ejército atacante. Más todavía si se considera que las armas habían seguido perfeccionándose al introducirse nuevos explosivos y generalizarse el uso del acero para la artillería la que, gracias a la introducción de carros que rectificaban el retroceso, había aumentado su velocidad de tiro.
Ejemplo notable de la superioridad de la defensa por sobre el ataque nos lo proporciona la guerra ruso-turca. El año 1877, en Plevna, las tropas de Osman Pachá impidieron el avance ruso durante cinco meses mediante fortificaciones realizadas sobre la marcha. Plevna enseñó al ejército ruso que la respuesta eficaz al rifle de retrocarga era la pala y la zapa, y al terminar la guerra toda su infantería iba equipada con las herramientas de hacer trincheras. La respuesta de los atacantes sería el uso de granadas, obuses y morteros, los que, sin embargo, no lograrían revertir la situación. Pese a todo, muchos especialistas seguirían desconociendo esas enseñanzas.
Otro llamado de atención para los ejércitos europeos lo daría la guerra de los Boers, en el sur de Africa, que ya por su duración –31 meses– no dejaría de sorprenderlos. Ello era una nueva demostración de las ventajas de la defensiva: los ataques masivos de los ingleses en la primera fase del conflicto fueron rechazados por los Mauser de los más débiles Boers, con el agravante de ocacionar fuertes bajas a los atacantes.
Ello llevaría a que el año 1902 los alemanes modificaran su reglamento de infantería en el sentido de que ella debía distribuirse aprovechando mejor el terreno, lo que sería criticado por quienes temían se perdiera así la unidad del mando. Mientras que el reglamento de infantería francés de 1904 dividió la táctica en dos fases: una inicial, cuidadosa, de aprovechamiento del terreno, para terminar con ataques masivos y compactos cuando se hubiera reconocido el punto clave de la defensa enemiga. En general los tácticos alemanes confiaban más en el fuego mientras que los franceses en el movimiento y la bayoneta.
La derrota final de los antiguos colonos holandeses fue atribuida a su estrategia defensiva: sin ataque la victoria se hacía imposible. Mientras que su tenaz resistencia frente a la primera potencia mundial se explicó por su vitalidad primitiva, por su fuerza moral, por el hecho de que eran un pueblo libre que luchaba por su patria, frente a los ingleses debilitados por la civilización y que luchaban solo por un sueldo.
La guerra ruso-japonesa de 1904-05, con todavía mayor realismo, al enfrentarse en ella dos ejércitos masivos, dotados del armamento más moderno y entrenados a la europea, vino a confirmar la mayor parte de las enseñanzas del conflicto anterior. El triunfo japonés fue atribuido a su espíritu ofensivo: los ataques japoneses, incluso en algunos casos con inferioridad numérica, y pese a sufrir fuertes pérdidas, habían sido capaces de doblegar las defensas rusas, a pesar del uso generalizado que estos habían hecho de trincheras y fortificaciones y que ya habían entrado en operación las ametralladoras.
Los instructores de la infantería francesa se preocuparían de vencer la natural inclinación de los soldados a refugiarse en el terreno, manteniéndolos en movimiento para que no sucumbieran al miedo y el ataque se hiciera imposible. Paradójicamente se incentivaba el espíritu ofensivo, no en razón del desconocimiento del poder de las modernas armas de fuego, sino como reacción a su reconocido poderío.
La insistencia de los principales ejércitos europeos, franceses y alemanes, por ejemplo, en destacar las bondades de la ofensiva, contra la evidencia del terrible poder destructivo de las armas de fuego, tiene su explicación en la central importancia que se daba a los factores morales. El coronel Lombard, observador directo del conflicto ruso-japonés, afirmaba: “Estoy profundamente convencido de que el secreto del triunfo japonés radica en el factor moral. Todo lo demás es secundario”. Mientras que su similar alemán podía señalar que la clave había estado en “el buen espíritu de la tropa, capaz de soportar grandes pérdidas sin tambalear”. No en vano ya en 1903 el general francés Langlois había afirmado que en la conducción de la guerra la moral tenía más importancia que el armamento; mientras que para el general Foch la ecuación correcta era “triunfo = voluntad”; y ya llevando las cosas al extremo Grandmaison podía afirmar: “Los factores morales no son los más importantes; ellos son los únicos que cuentan en la guerra. Los demás tienen valor solo en la medida en que afectan a la moral”. El Presidente francés Falliéres, por su parte, decía en enero de 1912, resumiendo el consenso al que se había llegado en su país: “Estamos decididos a marchar directamente y sin reservas hacia el enemigo; el temperamento de nuestros soldados se identifica con la ofensiva y debe asegurarnos el triunfo”.
En el mismo sentido se interpretó la victoria que los pueblos balcánicos obtuvieron sobre los turcos en la primera Guerra de los Balcanes de 1912. El secreto de la victoria del ejército considerado más débil (el Imperio Turco seguía contándose entre las grandes potencias y su ejército había recibido la influencia de instructores alemanes) habría estado en los temerarios ataques de los búlgaros. La derrota de los turcos ocultó a los europeos las fortísimas pérdidas con que este se consiguió. Más todavía, se dio muy poca atención a la segunda parte del conflicto, cuando las tropas turcas, siguiendo las prescripciones de los reglamentos alemanes, se fortificaron en torno a su capital, rechazando todos los ataques de los aliados balcánicos. Pese a esta última evidencia, la conclusión del observador alemán sería que para obtener la victoria había que aferrarse al espíritu ofensivo que buscaba la aniquilación del enemigo.
Era evidente que, en general, las elites militares de los países europeos no lograban, o no querían, imaginarse a cabalidad, lo que debía ser la guerra del futuro; la Primera Guerra Mundial que se acercaba a pasos agigantados. Y ello pese a que la profesionalización de las fuerzas armadas, que había tenido lugar en los últimos decenios del siglo XIX, las había dotado de un nivel de formación muy superior al de sus antecesores de comienzos de siglo. Sin embargo, el desafío que enfrentaban era gigantesco, pues nunca antes se habían dado cambios tan rápidos y radicales en la tecnología militar como los ocurridos en los años que antecedieron al gran conflicto europeo. De ahí que, ante la magnitud de los problemas, se los enfrentara de una forma indirecta, a través del elemento moral.
En la ofensiva a ultranza llevada adelante por el impulso del patriotismo exacerbado de las masas, estaría la receta para alcanzar un rápido triunfo. Esta parecía ser la opinión dominante. Pero también existían quienes podían imaginarse algo distinto.
En su último discurso ante el Reichstag, pronunciado el 14 de mayo del año 1890, señalaba el Mariscal Helmuth von Moltke, la figura militar más influyente de Europa en la segunda mitad del siglo XIX y forjador del paradigma militar dominante: “Señores, si la guerra, si esa guerra que desde hace más de 10 años pende sobre nuestras cabezas cual espada de Damocles, llega a estallar, no se vislumbra ni su duración ni su fin. Se enfrentarán en esta guerra las más grandes potencias europeas, armadas como nunca antes en la historia; ninguna de ellas puede ser derrotada totalmente en una o dos campañas, de tal manera que no se pueda recuperar y renovar la lucha. Señores, puede ser esta una guerra de 7 o de 30 años”. Mientras que en 1887 Federico Engels anunciaba una guerra mundial de una extensión y ferocidad que no era posible imaginar y el banquero suizo Ivan Bloch, en su monumental obra en 6 tomos “Der Krieg“, predecía con singular exactitud el carácter catastrófico de una gran guerra europea .
Incluso en vísperas mismas del estallido de la guerra, escribía el jefe del Estado Mayor alemán, sobrino del héroe de las guerras de unificación, Helmuth von Moltke: “Debemos prepararnos para una larga campaña con duros y largos combates, hasta que podamos derrotar a alguno de nuestros enemigos”; campañas que además terminarían por desangrar a la cultura europea.
La realidad, a partir del año 1914 sobrepasaría todo lo previsible, iniciándose una carnicería que demostró que los profesionales de las armas en Europa no estaban a la altura de las circunstancias.
A modo de epílogo de esta introducción, debe recordarse que recién en el último período de la guerra los profesionales de la misma descubrieron las fórmulas que a la larga permitirían superar el empate de las trincheras, y devolver a la ofensiva la iniciativa en los campos de batalla. En efecto, los ingleses desarrollaron los tanques, cuyo uso en el campo de batalla sería teorizado por los oficiales británicos J.F.C. Fuller y B. Liddell Hart. El ejército alemán, por su parte, perfeccionaría las tácticas de infiltración a través de fuerzas especiales, las que demostrarían su eficacia en la última gran ofensiva ordenada por Ludendorff en el mes de marzo de 1918, aunque terminarían fracasando ante la superioridad de las fuerzas de la Entente.
Tras la guerra, sin embargo, los ingleses tendieron a descuidar el arma blindada, mientras que en Francia se impuso una doctrina militar defensiva a ultranza, expresada de manera paradigmática en la construcción de la Línea Maginot. Solo los alemanes, sacando experiencias de la derrota, y aplicando a la guerra mecanizada la experiencia obtenida con su táctica de infiltración y sumándole el apoyo aéreo, alcanzarían la fórmula definitiva para imponer la ofensiva como la forma más fuerte en la guerra. De ahí que la Segunda Guerra Mundial tuviera desde un comienzo un carácter tan distinto a la Primera.
Si tantas dificultades de adaptación, asimilación y comprensión ocasionaba a los ejércitos europeos la verdadera revolución que había tenido lugar en el ámbito tecnológico militar a partir de la segunda mitad del siglo XIX, ¿cómo reaccionó frente a dichos cambios el pensamiento militar chileno? ¿Qué lecciones sacaron de la observación de las guerras que se sucedieron en Europa y el mundo hasta la Primera Guerra Mundial y de la doctrina militar que se generó en torno a ellas?
I. LA MIRADA HACIA EUROPA
En otro lugar
ya hemos señalado cómo tras la Guerra del Pacífico se dio un proceso de autocrítica dentro del ejército chileno, nacido de comparar la forma como se había conducido dicho conflicto con las más recientes guerras europeas. El resultado fue un encandilarse con el modelo prusiano vencedor de Francia y de las tradiciones napoleónicas, que se convertiría en el nuevo paradigma y en un impulso y acicate para reformar nuestro propio ejército . La llegada de Körner y de los primeros instructores alemanes, el envío permanente de misiones militares chilenas a Europa, la suscripción a un sinnúmero de revistas militares extranjeras, las profundas reformas que se introdujeron en la instrucción de la oficialidad a partir de la creción de la Academia de Guerra, todo provocó un remezón en nuestros soldados que los hizo practicamente mimetizarse con sus congéneres del otro lado del Atlántico y centrarse en el estudio y análisis de prácticamente los mismos problemas .
También seguirían con particular interés los distintos conflictos bélicos del período, por lejano que estuviera su escenario, así como también la forma como reaccionaban frente a ellos las potencias europeas a las que consideraban como modelos.
Guerras en principio tan lejanas y ajenas a nuestros intereses, como la ruso-turca, eran analizadas con detalle. En este caso concreto ella habría confirmado “las experiencias obtenidas por nosotros en nuestra reciente guerra, y coloca la herramienta de trinchera casi al mismo nivel que el fusil” .
Por ejemplo, a propósito del nuevo reglamento de ejercicios para la infantería del Ejército japonés, publicado en el mes de noviembre del año 1906, en el Memorial del Estado Mayor General del Ejército de 1908 se señalaba que este era de especial interés para el Ejército de Chile, pues, “tanto el Japón como Chile han imitado y copiado los principios de los reglamentos alemanes; y puede decirse que el triunfo de los japoneses en la guerra última es también un nuevo triunfo para el sistema y táctica alemanas. Por otra parte, la infantería chilena acaba de adoptar como reglamento de ejercicios la traducción fiel y exacta del nuevo reglamento de ejercicios para la infantería alemana, del 29 de mayo de 1906. Tiene por lo tanto un doble interés el hacer un estudio de ese reglamento y ver hasta dónde han acompañado hoy los japoneses, después de su última experiencia guerrera, a su primer maestro, el modelo alemán” .
En otros artículos del mismo Memorial se analizaban aspectos particulares de las modificaciones tácticas exigidas por el uso de las nuevas armas en la guerra ruso-japonesa. Es el caso de las ametralladoras, cuya efectividad se destacaba, pero haciendo ver, por el lado negativo, que consumían muchas municiones. De ahí que se concluyera que su intervención debía reservarse “para fases decisivas del combate, esto es, en la ofensiva para quebrantar puntos importantes de la resistencia y para repeler un contraataque; en la defensiva para preparar un contraataque y para reforzar puntos especialmente amenazados”.
También se destacaba, en el campo de la artillería, la importancia que había demostrado tener en la guerra ruso-japonesa, el tiro indirecto. Así, el mayor Medina ponía el énfasis en el éxito con que había actuado la artillería japonesa “debido no tanto a la preponderancia sino que muy especialmente a sus buenos procedimientos de tiro. Las baterías dirigían sus fuegos desde posiciones cubiertas, pero el capitán tenía en su mano todos los elementos para la dirección de su tiro; aunque lejos de la batería, él elegía un buen observatorio y con la ayuda de sus observadores auxiliares y del teléfono impartía las órdenes a las baterías”.
Gran interés despertó también en el ejército chileno la primera Guerra de los Balcanes. Como bien se sabe, en ella los papeles se invirtieron: ahora fueron las tropas formadas de acuerdo al modelo germano, los turcos, las derrotadas. Como consecuencia, los oficiales chilenos y sus instructores alemanes trataron de justificar la victoria de los pueblos balcánicos tomando en consideración factores que no fueran atribuibles a la formación ni a la aplicación de los reglamentos alemanes. De ahí que se insistiera en el atraso del imperio turco otomano, en factores culturales, en su falta de preparación.
Hans von Kiesling, por su parte, teniente coronel asimilado al Ejército chileno, centraba su defensa del modelo alemán destacando el espíritu ofensivo de los aliados como factor fundamental de la victoria, conclusión similar a la que llegaron los observadores europeos. “Es el empuje irresistible del infante, secundado por cierto por la potente eficacia de la artillería, el que obtiene la victoria con los más sangrientos sacrificios (…) El que aprecia debidamente las grandes pérdidas jamás superadas de esta última guerra, sacará inmediatamente la única conclusión lógicamente posible para un profesional militar, de que fueron los siempre repetidos ataques brutales de la infantería búlgara, los que dieron por resultado sus rápidos éxitos, aunque a costa de inmensos sacrificios”.
Pero, sin duda, el conflicto bélico que sería seguido con mayor interés por la oficialidad del ejército chileno fue la Primera Guerra Mundial. En efecto, en ella durante cuatro años, de manera total y haciendo un uso masivo de tropas y de las más modernas armas, se enfrentaron las principales potencias europeas y luego del mundo, entre ellas aquellas que habían servido de modelo inspirador a las fuerzas armadas chilenas. De esta forma no puede extrañar que hayan sido muchos los oficiales chilenos destinados al viejo mundo con el objetivo de observar directamente los combates, que se leyera con fruición la literatura militar extranjera relativa a la guerra y que las revistas militares chilenas estuvieran plagadas de artículos que la analizaban tratando de sacar las conclusiones más adecuadas para aplicar en Chile.
De partida, se tendería a cuestionar el modelo alemán seguido por nuestro ejército, sobre todo desde el momento en que Alemania terminó por perder la guerra. Sin embargo, en general, la línea dominante entre los militares intérpretes del conflicto, buscaría exculpar a los reglamentos alemanes, manteniendo su fidelidad a los mismos.
Lo verdaderamente complejo, en cambio, se daría en el hecho de que la derrota alemana llevó a que su ejército fuera reducido por los vencedores, en el Tratado de Versalles, a su mínima expresión. Ello hacía difícil, considerando las características necesariamente especiales que tendría este ejército alemán profesional de solo 100.000 hombres y al que se prohibía tener armamento pesado, que pudiera seguir siendo un modelo adecuado. De ahí que pudiera concluir un conocido autor militar: “Alemania ha cesado en su actividad militar y nosotros que nos habíamos acostumbrado a imitar pacientemente todo lo que tenía etiqueta alemana, nos encontramos ahora frente a una situación nueva, que nos obliga a emplear facultades que habíamos dejado de ejercitar. De la simple y ciega adopción debemos tratar de pasar hoy a la adaptación inteligente, producto de un estudio concienzudo de nuestras verdaderas necesidades y de los medios de que podemos echar mano para satisfacerlas. De las esperiencias de la guerra europea debemos tratar de deducir, nosotros mismos lecciones útiles para nosotros, seguros de que en Europa nadie se ha de preocupar de buscar soluciones que sean de interés para nuestro ejército”. En todo caso, más allá del pretexto buscado, la situación del ejército alemán tras el Tratado de Versalles, es obvio que se estaba criticando también la excesiva sumisión que se había tenido frente al modelo alemán.
En aspectos propios de la táctica, naturalmente que lo que más llamó la atención a los oficiales chilenos fue la guerra de trincheras. Respecto a ella, aunque se reconoció el problema de fondo que la explicaba, el rápido progreso de las armas de fuego tendió a predominar la opinión de que ella no se daría o por lo menos no de la misma forma, en los teatros de guerra sudamericanos. En efecto, se pensaba que la enorme extensión de nuestros territorios y su variedad, unido a la pequeñez, por lo menos en comparación a los europeos, de los ejércitos americanos, unidos a la debilidad económica de estos países, harían imposible se diera una repetición del estancamiento tan característico del frente occidental durante la guerra mundial. Por ejemplo, el adicto militar en Autria-Hungría, sostendría que “esta clase de guerra de trincheras en vasta escala, será siempre la excepción en las posibles contiendas militares que puedan desarrollarse en el continente sudamericano, debiendo continuarse, por consiguiente, la educación de nuestro ejército antes que todo para ser empleado en la guerra de movimiento, que será la norma en países como los nuestros, de mucha extensión territorial y de poca densidad de población y, por consiguiente, de relativamente pequeños contingentes armados”.
Como consecuencia, se siguió considerando a la ofensiva como la forma fuerte en el combate. “Por encima de las opiniones de los soñadores que estiman que la guerra moderna es solo cuestión de material, el rol preponderante de la infantería es y será siempre el mismo: conquistar y conservar el terreno por la combinación del fuego con el movimiento”. “El espíritu ofensivo debe primar al perseguir cualquier objetivo, aun cuando se esté en inferioridad de medios bélicos con respecto al enemigo”.
Por lo tanto, en general la tendencia sería, contra la experiencia europea, desestimar la importancia de la artillería pesada para los eventuales teatros de guerra latinoamericanos, donde no se pensaba como posible el que los frentes se estabilizaran en complejos de fortificaciones inexpugnables. Si de alguna manera llegara a darse algo parecido, la artillería nunca sería decisiva. “El único secreto de la victoria descansa, como antes y como siempre, en la sorpresa del ataque de la infantería y en la capacidad maniobrera de esta arma, completada por cierto material de acompañamiento que ella necesita”.
Si esta era la posición de infantes y artilleros, no puede llamar la atención que el arma de caballería tampoco se hubiera dejado impresionar por la experiencia de la guerra mundial. Sus oficiales consideraban que no había nada fundamental que cambiar en los reglamentos vigentes, sin perjuicio de que pudieran introducirse algunas mejoras. Consideraban que no había que dejarse “impresionar por esta larga guerra de trincheras, que solo se debe a factores y circunstancias especiales, que ambos adversarios deberán hacer cesar si quieren llegar a una decisión (…) Aquí no veremos esos enormes ejércitos que abarcan toda una frontera y que apoyan sus alas en países neutrales o en el mar, ni la aviación alcanzará el desarrollo ni encontrará las mismas facilidades que en los teatros de guerra europeos (…) El espíritu de nuestros reglamentos, bien poco ha tenido que cambiar en la presente guerra”.
Más todavía, se llegaba a considerar, incluso, que “las cargas legendarias de la caballería en las grandes unidades han perdido –es cierto– gran parte de su prestigio; pero de ahí a consagrar definitivamente la frase en boga de que la aparatosa teatralidad de los choques en masa a carrera tendida ha pasado a la historia hay alguna diferencia”; sin perjuicio de que debiera mejorarse la formación de las fuerzas de caballería para el combate a pie.
Por último debe señalarse que sí se supo reconocer de inmediato la importancia creciente que tendrían las ametralladoras en las guerras del porvenir.
Interesa ahora destacar la forma como, durante el período en estudio, fue evolucionando el pensamiento táctico del ejército chileno en las distintas armas, cómo reacción a la evolución del armamento y de las técnicas militares y como fruto de la atenta observación de los modelos extranjeros, sobre todo europeos.
II. LA INFANTERÍA ANTE LOS NUEVOS DESAFÍOS
DE LA INDUSTRALIZACIÓN DE LA GUERRA
Finalizada la Guerra del Pacífico, ciertos sectores del Ejército de Chile iniciaron un proceso de creciente autocrítica. Pese al triunfo obtenido ante Perú y Bolivia, no se estaba conforme con la forma como se había conducido la guerra. La razón de ello es que se contrastaba dicho conflicto con los que se habían dado contemporáneamente en Europa –en particular los triunfos del modelo prusiano en las guerras de unificación de Alemania–, y las rudimentarias formas de combatir de nuestros valientes soldados salían malparadas. Debían reformarse las formas de combatir de acuerdo a los modelos europeos de fines de siglo, parecía ser la conclusión que se imponía.
En lo que se refiere específicamente a la táctica de infantería, el primer problema que se planteó y tema obligado de las revistas militares que empezaron a circular en Chile en la década de los ochenta del siglo XIX, fue el de la conveniencia de introducir el orden disperso como forma de enfrentar el problema causado por el creciente poder de las armas de fuego. Lo que por lo demás denota que, al menos en teoría, se entendía lo que iba a ser el problema clave en las guerras del porvenir y que, al no asimilarse en plenitud por los ejércitos europeos, terminaría por tener tan trágicas consecuencias durante el primer gran conflicto mundial.
El papel de la infantería en las batallas, se decía en uno de los primeros números de la Revista Militar de Chile, “se reduce en la actualidad a combatir en orden disperso haciendo sus fuegos con rapidez y oportunidad; a aprovechar todos los accidentes del terreno para ofender con ventaja al enemigo, y a evitar, en cuanto se pueda, los fuegos del contrario”. De tal forma que los movimientos en masas compactas debían pasar a ser la excepción. A ellos debía recurrirse solo para defenderse de una carga de la caballería enemiga o cuando se tratara de cargar a la balloneta. “Estos dos casos cada día tendrán que hacerse más y más raros por el perfeccionamiento de las armas y rapidez de los fuegos”. Por último, se consideraba que este nuevo orden táctico de combate de la infantería coincidía con “la tendencia y la inclinación nacional del soldado chileno”. “El espíritu de las tácticas modernas se amolda perfectamente a la propensión de nuestros soldados a combatir en orden disperso y en pequeños grupos. Durante la última guerra ha habido repetidas ocasiones para observar esa propensión natural”.
Esta última conclusión llevaba a que algunos oficiales chilenos, sin perjuicio de adherir al nuevo esquema de combate (“necesidad absoluta que hay de suprimir la profundidad de las formaciones, o lo que es lo mismo, la adopción del orden disperso”), siguieran sin embargo aferrados a fórmulas que, teniendo en consideración la precisión, velocidad de tiro y alcance de las nuevas armas, podían resultar suicidas. “Para el soldado chileno, afirmaba Juan Carlos Salvo, nos lo dice la experiencia, el fuego más nutrido que pueda producir con su arma, es solo un medio, su fin es la bayoneta”.
Toda la discusión en torno a la introducción en Chile del orden disperso estaba motivada, como ya se ha señalado, en la observación de la experiencia europea. En general, quienes propiciaban la introducción de la nueva forma de combatir, tendían a copiar los reglamentos extranjeros que la contenían. Ello generó importantes discusiones dentro de las filas del ejército, pues hubo quienes miraban con recelo esta sumisión a las fórmulas europeas.
“No tenemos por qué ceñirnos muy ciegamente a los sistemas extranjeros en lo tocante a organización y táctica militar”, decía Jorge Wood en la Revista Militar. “No somos franceses, ingleses ni prusianos”.
Fundamentando la posición anterior, otro oficial chileno señalaba que “la idea de introducir entre nosotros una táctica moderna de una nación extranjera”, no podía aceptarse “ni por un instante en vista de las siguientes razones: para que esa introducción surtiera el efecto que se persigue en el servicio militar sería preciso que hubiera sido escrita en vista del territorio, en virtud del carácter y costumbres de sus habitantes, de los medios de que se puede disponer, de la fuerza numérica que hay que armar, de la topografía del terreno y sus fronteras, etc.”.
Frente a ellos, y desde el momento en que ya teníamos en Chile instructores extranjeros trabajando en el ejército, se imponía la posición que dirigía esperanzada su mirada al viejo mundo. Uno de sus exponentes más representativos, traductor de alguno de los reglamentos de infantería fraceses, era el famoso general Estanislao del Canto, quien consideraba que ya los “hombres de la ciencia y arte militar” habían dicho sobre el nuevo orden de combate todo lo que era necesario. “¿Y qué podría uno decir tendiente a ilustrar o criticar las obras de aquellos verdaderos sabios en milicia y que constantemente se están ocupando de la profesión? Nada, absolutamente nada. Somos, comparados con ellos, muy chicos, verdaderos pigmeos. Nuestra cordura y franqueza está en reconocerlo, y de ninguna manera en seguir las huellas extraviadas y ridículas de algunos pretenciosos que, con su vanidad, llegan hasta a creerse de que son capaces de marchar a la vanguardia en la dirección de los nuevos inventos, ya sean de armas o ya de tácticas”.
Por lo demás, en esos momentos en Chile la influencia europea era algo que se materializaba de manera muy concreta por la presencia de los instructores alemanes. El mismo Emilio Körner se encargaría de analizar en detalle –en las revistas militares chilenas– los efectos que la introducción de armas más efectivas traerían aparejada para la táctica militar. Al respecto, el punto de partida de su análisis estaría dado por la afirmación de que en la táctica moderna, “en primer lugar se trata de utilizar la potencia de fuego contra el enemigo; en segundo, de sustraerse a la acción del fuego de este. Y a las dos condiciones habrá que obedecer a la vez: eso es lo que dificulta la cuestión”. Respecto a lo primero, resultaría clave asegurar la precisión “tiro por tiro”. Para ambos efectos se imponía el orden disperso como forma de ordenar a las tropas en el campo de batalla. Ello sin perjuicio de que siempre debía conservarse parte de la tropa en formación cerrada. “Esta tropa cerrada tiene por objeto formar la base segura de los movimientos de las guerrillas, el centro sólido del vaivén tan líquido de su combate, el punto de reunión y último sostén de la compañía en las angustias de la lucha infeliz”. Ella sería la base para resguardar los flancos y para conseguir la decisión en el momento clave de la batalla.
Las nuevas armas de fuego cuyo uso se estaba generalizando en el último tercio del siglo XIX hacían concluir a Körner que la infantería debía actuar de formas muy distintas en el campo de batalla, según si actuaba en función ofensiva o a la defensiva. “En la última, la infantería se desviste casi absolutamente de su índole como arma independiente del terreno, allegándose estrechamente a este y aprovechando de sus abrigos, hasta transformarlos, por medio de las construcciones de la fortificación pasajera, en fortalezas improvisadas, con el fin de asegurarse de todos modos su posesión”.
Frente a ella, la ofensiva aparecía en dificultades pues el infante que ataca “tiene que recorrer largas distancias antes de llegar al empleo de su fuerza de combate, y si la defensiva no ha dejado de reconocer y preparar debidamente su posición para el combate, tienen que ejecutarse estos movimientos bajo su vista y bajo sus fuegos más concentrados”. Según Körner, “la acción de las modernas armas de fuego es tan destructora, que hay solo dos medios de paralizarlas: el aprovechamiento del terreno y la mayor abreviación posible del tiempo en que se puede ejercerla. El primero de estos dos medios se puede y se tiene que aplicar sin perjuicio a la tendencia principal del ataque”, sostenía con razón el instructor prusiano, pues esa era la única forma de reducir el número de bajas. “El segundo, continuaba, es materialmente irreconciliable con una precipitación del fuego”, porque al disparar se reduce la velocidad del ataque. De ahí que el agresor debía “tratar de disminuir en lo posible el tiempo que transcurre entre su entrada a la vista del enemigo y el ataque al arma blanca, excluyéndose, por eso mismo, cada tiro que no fuera indispensable. La tendencia de acercarse sin fuego a la posición del enemigo sería la consecuencia más estricta de esta deducción”, lo que naturalmente sería imposible e iría en contra de la misma naturaleza humana. Körner se encargaba incluso de señalar cuál era la oportunidad precisa para iniciar el fuego, “el momento en que las pérdidas causadas por el fuego del defensor principien a influir sobre el orden y la rapidez del movimiento hacia adelante”. Parece todavía no se captaba en su plenitud el mortífero poder destructor de las armas de fuego. Por lo demás este pronto quedaría en evidencia en los campos de batalla de Concón y Placilla.
Sin perjuicio de ello, otro de los temas tácticos que aparece con relativa frecuencia en nuestras primeras revistas militares, es el de la importancia que estaban tomando las trincheras en la guerra moderna. Más todavía, y en directa relación a lo anterior, se destacaba la fuerza que había ido adquiriendo la defensiva como forma de lucha. Ya en el año 1886 se destacaba “el papel más y más preponderante que tiende a representar la fortificación en la guerra moderna”, “pues la acción siempre creciente de las armas de fuego hace casi imposible el combate a pecho descubierto e impone la necesidad de proteger a las tropas mediante abrigos metódicamente improvisados”.
Ello llevaba a pensar a los oficiales del ejército chileno “que las guerras del porvenir” serían “caracterizadas por una ofensiva estratégica enérgica y una defensa táctica activa”. Lo anterior se deducía del análisis de los reglamentos europeos, en los cuales había tomado un gran desarrollo el combate a pie de la caballería, el énfasis que se ponía en la fortificación pasajera y “las distancias asignadas al empleo de los fuegos de artillería”.
En los años posteriores, durante la guerra mundial y luego del término de esta, la discusión entre los oficiales de infantería se centraría fundamentalmente en dos temas. Por una parte, la influencia que sobre la forma de combatir de los infantes ejercerían las nuevas armas, los nuevos adelantos técnicos aplicados en el campo de batalla y, por otra, y ya que debían reformarse los reglamentos de la infantería, si con ese objeto debían seguirse copiando los modelos alemanes o si correspondía separarse definitivamente de ellos para dar forma a una “táctica nacional”.
Respecto a lo primero, se dio particular importancia al creciente papel que estaban jugando las ametralladoras en la guerra moderna. El general Körner, gran promotor de su introducción en nuestro ejército señalaba que el fusil-ametrallador, “representa la acción más concentrada” del antiguo fusil, “hasta el extremo de poder reemplazar con ventaja a un pelotón de infantería”. Desde el punto de vista operativo, la conclusión del instructor prusiano era que ellas debían integrarse a todas las unidades y no reunirse y operar en forma autónoma.
Frente a las trincheras y, en general, a la superioridad que estaba demostrando tener la defensa en los últimos conflictos bélicos, los oficiales del ejército chileno impulsaban diversas soluciones alternativas para romper el empate en beneficio de la ofensiva. Así se destacaba el papel que debían cumplir las tropas técnicas a través del uso de minas y contraminas, granadas de mano, etc. . Frente a las líneas de tiradores, típicas de la infantería del siglo XIX, se insistía en la necesidad de recurrir al “grupo de combate”, tal cual se había introducido en los ejércitos europeos –sobre todo en el alemán– en los años finales de la Guerra Mundial. “Esta formación de combate ha impreso a la batalla de nuestros días una fisonomía muy particular: en vez de esas grandes líneas paralelas que se estabilizaban eternamente una frente a la otra, lo que ahora se observa es un conjunto de mil pequeñas acciones parciales que se traban en diferentes sectores, con frentes diversos, con suerte variable”. Por último, también se discutía, sobre cuál debía ser el arma más apropiada para el acompañamiento de la infantería: un cañón liviano, que algunos estimaban no sería necesario fuera capaz de enfrentar a los tanques “pues, según he oído decir a jefes de reconocida preparación, los tankes (sic) no tendrán en Sudamérica el mismo desarrollo que en Europa”.
Con todo ello se seguía pensando que la ofensiva táctica, pese al desarrollo de las armas y la experiencia de las últimas guerras, seguía siendo posible y hasta necesaria.
En los años que siguen inmediatamente al fin de la Primera Guerra Mundial se desarrollaría una gran discusión que tenía por objeto determinar la forma como debían ser reformados nuestros reglamentos, particularmente el de infantería, en vista de las enseñanzas que ese conflicto había dejado. Ella no quedaría limitada a un mero análisis técnico, apoyado en las experiencias de la guerra europea, sino que tendría un componente más pasional, relacionado con el hecho de que el Imperio Alemán, el gran derrotado, había sido nuestra fuente de inspiración en materia militar desde fines del siglo anterior. Ello llevaría a que hubiera quienes quisieran aprovechar la oportunidad para safarse de ese modelo.
Ya en el Memorial del año 1921 se insistía en que no se debía volver “a caer en el enorme yerro de copiar a fardo cerrado los reglamentos de otros Ejércitos”. Y agregaba: “Nos hemos limitado por espacio de muchos años a copiar servilmente los reglamentos alemanes, que si eran buenos y aun óptimos para ellos, no podían ser lo mismo para nosotros. Nunca se ha hecho, siquiera, una labor de adaptación al implantar en nuestro Ejército esos reglamentos; jamás se tomó en cuenta ni siquiera la idiosincrasia de nuestro pueblo, nuestras condiciones étnicas, la diferencia de cultura; las disposiciones de nuestras leyes, y ni siquiera los factores geográficos o topográficos de nuestro país, sus vías de comunicación, y así, mil otros factores que debieron contemplarse en nuestra variada reglamentación”.
El teniente-coronel Téllez, por su parte, en el Memorial de 1923, afirmaba con énfasis: “Lucho, desde hace muchos años, contra lo que yo considero funesta tendencia de copiar servilmente los reglamentos estranjeros, en vez de adoptarlos a nuestra especial situación de país pequeño, pobre y de poca población. Pero de aquí a suponer que yo pretendo inventar una táctica local, hay la misma distancia que entre creerme normal y creerme desequilibrado”.
El enfrentamiento definitivo en estas materias se daría, ya en la década de los treinta, entre los generales en retiro Francisco Javier Díaz, de reconocida y constante tendencia germanófila, y Carlos Sáez.
Díaz dedicaría una serie de artículos, publicados originalmente en El Mercurio, a defender la conveniencia de seguir fieles al modelo germano, “escuela que hemos seguido en más de cincuenta años, escuela que ya conocemos a fondo, que está incorporada a nuestras costumbres, que en ninguna forma choca con nuestro carácter nacional y que otros ejércitos hispanoamericanos han introducido en vista de los buenos resultados que nosotros abrazamos mediante su aplicación”. En otro lugar agregaba: “No hemos tenido que arrepentirnos de haber seguido durante ese tiempo las normas alemanas, porque estas han probado su eficacia en los campos de batalla y porque su aplicación en otros ejércitos, de variadas condiciones, ha dado los mejores resultados, debido a que ellas permiten adaptarlas a las circunstancias tácticas, geográficas y topográficas y hasta al carácter de las personas. No hay pues ningún motivo que aconseje desviarnos de ellos; lo importante es introducir cuanto antes las modificaciones que han experimentado”.
Frente a él se levantaría la figura del general Carlos Sáez: “yo estoy con los que piensan que es posible crear una táctica nacional”, diría con fuerza; “más aún creo que esto es indispensable. ¿De qué se trata al fin y al cabo? De que los procedimientos de combate consultados en los reglamentos correspondan a los medios de acción disponibles”.
No se renegaba de los reglamentos alemanes que habían servido de base a la modernización de nuestro ejército, pero ya que era imperioso reformarlos, se quería ahora se tuviera en consideración la realidad nacional: geografía, armamentos, educación de los soldados, etc. .
III. LA CABALLERÍA Y SU TENAZ DEFENSA DE LA
TRADICIÓN FRENTE A LOS AVANCES DE LA TÉCNICA
Si hubo un arma que resultó afectada por el rápido progreso que tuvieron las armas de fuego en el último tercio del siglo XIX, esa fue la caballería. En efecto, mientras los vertiginosos adelantos técnicos que menudearon en el período que antecedió al estallido de la Primera Guerra Mundial obligaron a infantes y artilleros a modificar radicalmente sus tácticas de combate, la caballería empezó a vislumbrar su posible desaparición. Resulta evidente, hasta para un lego, que los fusiles de repetición y las ametralladoras, sin contar a los tanques y a los aviones, parecen poco compatibles con las bizarras cargas de caballería, tan comunes todavía durante las guerras napoleónicas.
Para los estudiosos del arma de caballería chilena, el punto de quiebre en la evolución de esa rama del ejército aparece representada por la guerra franco-prusiana de 1870. Recién con ese ejemplo se hizo evidente que estaba pasando la época más gloriosa y romántica de la caballería; que debía cambiar su forma de luchar, sus funciones dentro del campo de batalla. “Dando una mirada a la guerra franco-prusiana, se decía en la Revista Militar,encontraremos a la caballería, conservando su favorita formación de ataque, batiéndose con la infantería que ya había cambiado el suyo por el disperso, en cuyos repetidos y terribles encuentros la primera de estas armas no pudo alcanzar sobre la segunda resultados verdaderamente de consideración, sino que por el contrario, en casi todas fue rechazada o por lo menos tuvo que experimentar numerosas pérdidas; en una palabra, no pudo de ninguna manera obtener sobre la infantería, ni aun con superioridad numérica (Sadowa), las ventajas de otros tiempos”.
De manera similar a como ya lo hemos destacado para la infantería, paradójicamente en la década de los ochenta y noventa se observa entre los oficiales de caballería un mayor realismo para reconocer la real situación de su arma que en los años posteriores. En vista de que resultaba evidente que las antiguas cargas que le habían dado su gloria ya eran cosa del pasado, se trataba de descubrir misiones alternativas que la siguieran haciendo indispensable: la conclusión era que mientras disminuía su importancia táctica se acrecentaba su utilidad en el plano estratégico.
“La caballería dirige ahora el objetivo de sus esfuerzos no tanto al ataque por medio de las grandes cargas en masa como a la esploración de los contornos de su propio ejército, a las sorpresas de los convoyes, y en general, a la investigación de todo lo concerniente al enemigo”, decía en la Revista Militar de Chile, J.C. Salvo. Por consiguiente, el rol de la caballería no ha sido restringido en la táctica moderna sino que ha desarrollado su acción con más amplitud en otra esfera de vital importancia para los ejércitos”.
El papel estratégico de la caballería incluía, según señalaban los oficiales especialistas, observar los primeros avances del enemigo, apreciar sus fuerzas e intentar detener las cabezas de sus columnas, cortarle sus vías de comunicación o retirada y perseguir a la caballería enemiga. Se destacaba por ello que en su nueva faceta, sobre todo de exploración, se debía dejar a la caballería una gran libertad de acción.
Sin perjuicio de lo anterior, había también quienes se resistían a abandonar el papel decisivo que tradicionalmente había correspondido en los combates a las cargas de caballería. “Creer que la caballería no podrá intentar ya nada contra la infantería, a pretexto de que esta está armada de un fusil de tiro rápido y de largo alcance, señalaba el sargento mayor de caballería Francisco Flórez, es suponer gratuitamente que las sorpresas no serán ya posibles, que los jefes no cometerán ya errores, que las tropas se mantendrán siempre sólidas, llenas de sangre fría, inaccesibles al pánico y a las emociones de un combate desgraciado” .
En un detallado artículo publicado en el Memorial del Estado Mayor General del año 1908 se analizaban las distintas formas como debía pasar a la ofensiva la caballería en el campo de batalla, denotándose una clara falta de realismo frente al creciente poder ya demostrado a cabalidad, en distintas guerras, por las modernas armas de fuego. Por ejemplo, en el caso de que se ataque a la caballería enemiga, debía sacar ventajas “aquella masa que, avanzando en magnífico orden, en absoluta cohesión, sin que se produzca en sus filas el más pequeño claro, con perfecto dominio de sus cabalgaduras, aun cuando no avance más que al elegante aire del trote. Será aquella en cuyas almas predomine el inquebrantable propósito de llegar en esta forma difícil y de serenidad a toda prueba, contra la muralla erizada de penetrantes aceros”. En el caso del ataque a la infantería se creía este todavía era posible al inicio del combate, aun cuando conservara sus posiciones y orden inalterable, avanzando derechamente contra su frente. Además de aprovechar el terreno, se debía “tratar de disminuir en lo posible el efecto mortífero del fuego, desplegándose para ello lo más temprano que se pueda, tomando el galope a gran distancia y alargando este aire gradualmente”. Para concluir agregaba: “se ha dicho con insistencia que la infantería nada debe temer de la caballería, gracias a su arma poderosa de repetición. A pesar de lo dicho, esta infantería verá su moral quebrantada por las bajas que le ocasionará la infantería y artillería contrarias y es en esos precisos y fugaces momentos en los cuales la caballería manejada diestra y enérgicamente” podrá terminar de derrotar a los infantes enemigos.
Todavía en el Reglamento de ejercicios para la caballería del año 1909 se seguía considerando el choque, como forma de combate, aunque fuera tan solo para enfrentar a la caballería enemiga: “En el combate de caballería, es la carga o ataque conducida en orden compacto la que da la victoria por medio de la potencia de su choque. Cada jinete debe tener la firme voluntad de penetrar en las filas enemigas sin consideración de ninguna especie y tratar de desmontar a los jinetes enemigos por medio de la lanza. Los oficiales son los primeros en penetrar en las filas enemigas”.
Llama la atención el que, ya iniciado el siglo XX, y cuando se contaba con la experiencia de guerras sangrientísimas, en las que había quedado demostrado sin lugar a dudas, el inmenso poder destructivo de las armas de fuego –la ruso-japonesa y luego la Primera Guerra Mundial, por ejemplo– se siguiera pensando en la posibilidad de que la caballería pudiera todavía cumplir sus roles tradicionales[80 Cfr. Echavarría, Agustín, "La caballería alemana en las maniobras imperiales de 1912", Memorial. 1913, 912. "Los alemanes tienen una profunda y viva fe en su Caballería. Más positivos y con mayor reflexión que aquellos que tienden a no considerar a la Caballería sino como una institución de lujo y ya en desuso, piensan, por el contrario, en reforzarla aún más por medio de la creación de nuevos regimientos".]
“Cualquiera que sean los progresos de las armas de fuego”, se señalaba en el Memorial en un momento en que ya se vivía una carnicería de dimensiones gigantescas en las trincheras del frente occidental durante la gran guerra, “no lograrán descartar en absoluto los terribles ataques de una caballería enérgica y bien mandada, sobre todo cuando el terreno –que es factor decisivo– se ponga de su parte”.
En 1926, cuando las enseñanzas de la guerra mundial ya estaban suficientemente decantadas, un mayor de la caballería chilena insistía en “probar a mis compañeros que no solo en la guerra ruso-japonesa sino también en la última gran guerra ha habido cargas de caballería con éxitos muy alagadores”.
El gran defensor del arma de caballería en estos años fue el coronel Ortiz Wolmald, quien en innumerables artículos y libros buscó demostrar que esta mantenía y hasta había acrecentado su vigencia. Para el oficial chileno, “ataques de caballería como los dados por nuestra propia caballería por ejemplo en Chorrillos, estarán en condiciones de efectuarlos siempre las caballerías del vencedor”. Haciendo unos cálculos cuyo origen es difícil reconocer, afirmaba con gran seguridad que “si nos fijamos bien, siempre el mayor porcentaje de las bajas le ha correspondido al defensor y no al ofensor, y la caballería en su combate como tal es netamente ofensiva y no defensiva”.
Consideraba, por ejemplo, que los japoneses no habían obtenido todo el provecho que correspondía de su victoria frente al imperio de los zares, debido a que no dispusieron de una caballería suficientemente poderosa; por ejemplo, de haber dispuesto de las fuerzas adecuadas hubieran podido cortar el transiberiano, aislando a las tropas rusas en el frente de operaciones.
Su optimista conclusión era que “la circunstancia de ser múltiples las misiones de la caballería le permiten adueñarse del futuro, ya que esta multiplicidad de funciones: encubrir, taponear, combatir, proteger, perseguir, etc., le crean la consideración de que si es verdad que uno u otro de esos roles puede decaer, nada permite pensar que todos puedan desaparecer”.
La verdad es que, ya en la década de los veinte, la tendencia dominante sería destacar estos nuevos papeles de la caballería; tratar de justificar su existencia y funcionalidad en medio de la guerra mecanizada en los campos de batalla de Chile y América. “Fuera de las montañas, fuera de la guerra de posiciones o de trincheras”, se sostendría en el Memorial, “en la guerra de movimiento, que es la que deberá ocurrir como etapa final, ya que dos beligerantes estacionados no resolverán nada decisivo, especialmente en la América hispánica donde los extensos frentes inamovibles son inverosímiles por escasez de efectivos, la caballería ha enriquecido sus roles, y para el cumplimiento y cabal ejercicio de ellos, habrá que dotarla de armamentos que antes no requería (…) Hoy la caballería en terreno llano, dotada de material aéreo, bandadas de aviación de observación y escuadrillas de bombardeo, de caza, etc.; armada con carabinas alargadas; acompañada por infantería a tracción mecánica (camiones, motocicletas, sidecar, etc.); con fusiles automáticos; con ametralladoras pesadas y livianas; con cañones de acompañamiento arrastrados a lomo, de montaña y de campaña; con armas blancas, etc. constituye un organismo de acción táctica y estratégica, completo y único, totalmente desconocido en la preguerra 1914-1918″.
Esa modernización del armamento debía ir en contra de la tradicional lanza, aunque también hubo discusión al respecto, que debía dejar de ser arma de combate para pasar a adornar los casinos de los regimientos.
En definitiva, y más allá de los problemas que se presentaban para su empleo debido a la evolución de las armas de fuego, al desarrollo de la aviación y de los vehículos motorizados, todavía en la década de los veinte se confiaba en que la caballería debía cumplir un papel importante en las guerras del porvenir: exploración estratégica y táctica, ocupación y mantenimiento de líneas adelantadas, acciones contra las comunicaciones enemigas, movimientos envolventes contra las alas y espaldas del enemigo, perseguirlo en su retirada. No se pensaba en la posibilidad de desaparición de esta tradicional arma del ejército .
IV. LOS NUEVOS MEDIOS TÉCNICOS DE LA GUERRA
Como se ha venido señalando en estas páginas, en el período en torno al cambio de siglo los ejércitos del mundo se vieron enfrentados a la aparición de una serie de armas destinadas a tener un efecto revolucionario en el futuro de las guerras. Particularmente importantes lo serían aquellas que dicen relación con el desarrollo de la guerra aérea y la aplicación bélica del motor de combustión interna, lo que se concreta en el uso cada vez mayor que se hará de los vehículos motorizados y de los tanques. ¿Qué actitud adoptó el ejército chileno en estos ámbitos?
Del análisis de las revistas militares del período se desprende que fueron los aparatos aéreos los que causaron mayor impacto. En efecto, desde muy temprano, y mucho antes que estos se dieran a conocer de manera definitiva en el transcurso de la Primera Guerra Mundial, ya había quienes llamaban la atención sobre su importancia y perspectivas.
En forma casi premonitoria se señalaba en la Revista Militar el año 1887 que era “indudable el hecho de que todos los inconvenientes que hasta la fecha puede haber presentado o presenta la navegación aérea por medio de globos, tiene por causa el no poder ser dirigidos a voluntad por el que los gobierna; pudiéndose en consecuencia, asegurar que no solo se subsanarían todos esos inconvenientes sino que los usos de ellos se multiplicarían si algún día se llega a conseguir su dirección” .
También se destacaba la importancia que tenía el medio aéreo en tareas de reconocimiento (se citaba la experiencia española en la guerra de Melilla), aunque sin desconocer que con el tiempo sus tareas podrían llegar a ser mucho más decisivas. Por ejemplo, al alertar ante la adquisición de un “parque aerostático” por parte de Brasil y Argentina, un oficial de Estado Mayor señalaba que “es nuestro deber hacer notar el progreso que significa el poseer estos medios, aunque por el momento sean solamente de reconocimientos, pues no dudamos que más tarde serán elementos de combate”.
Dentro de los medios de navegación aérea, ya en 1910 se destacaban las ventajas que estaba adquiriendo el avión por sobre globos y dirigibles, pese a que de momento estos últimos eran de mayor utilidad práctica. Así podía afirmarse en el Memorial que si “miramos a un futuro próximo, sobre la base de las leyes físicas que toman parte en ella, no vacilamos en asegurar con íntima convicción que el cuerpo pesado triunfará sobre el liviano; que el aeroplano –ya que así podrá llamarse todo aparato aéreo pesado, puesto que ninguno dejará de poseer planos– triunfará sobre el globo, y que en época muy próxima será el único medio usado. El reinado del globo toca a su fin, a pesar de los poderosos motores con que se pretende contrariar su propia naturaleza, queriendo imprimirle gran velocidad”.
Como en todos los otros ámbitos antes descritos, también en el de la guerra en el aire la experiencia de la guerra mundial fue recepcionada con avidez por el estamento militar. “En esta guerra ha quedado completamente evidenciado, se afirmaba en el Memorial el año 1919, que un Ejército organizado a la moderna, no puede prescindir de los aeroplanos para la exploración estratégica y táctica y dirección del fuego de la artillería”. En cambio se dudaba de su eficacia en el combate y para provocar grandes destrucciones de valor militar.
Pero muy pronto se descubriría también el valor que podía tener la aviación en estos aspectos de la guerra y su función estratégica. “La alta finalidad de esta nueva arma, se señalaba en el Memorial, no es la defensiva sino la ofensiva. Por su extraordinaria rapidez está en condiciones de llevar a corto plazo una acción potente hacia el corazón del territorio enemigo y no sería raro que en las guerras del porvenir la aviación trate de liquidar la campaña antes que los ejércitos hayan llegado al teatro de operaciones. Más aún, no sería raro que la verdadera declaratoria de guerra sea un bombardeo potente sobre las fuentes vitales del país enemigo, que lo dejen imposibilitado para iniciar las operaciones”. ¡Parecía un preanuncio del ataque japonés a Pearl Harbor, al comenzar la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico!
En todo caso, entre la oficialidad chilena del período de entre guerras parecía predominar la opinión de que en materia de guerra aérea a Chile le correspondería desarrollar una acción defensiva más que ofensiva, por lo que su preocupación central debía ser el desarrollar un adecuado sistema antiaéreo.
Ante una posible guerra con Argentina, por ejemplo, se pensaba que a la aviación chilena solo correspondería vigilar y bombardear algunos pasos cordilleranos; destruir las líneas férreas cercanas a la frontera y atacar posibles concentraciones de fuerzas cerca de la misma. Mientras que las características geográficas de nuestro país y el hecho de estar nuestros complejos industriales concentrados mayoritariamente en Santiago, nos dejaban fácilmente expuestos al bombardeo de la aviación enemiga. “De aquí la imperiosa necesidad de darle amplio desarrollo a la defensa antiaérea, aparte de la posesión de una numerosa aviación de caza”.
Llama la atención, en cambio, que el interés por el uso de los vehículos motorizados, incluyendo los tanques, para fines bélicos, se despertó mucho más tarde, y, en general, el juicio que se dio sobre la utilidad de los mismos, fue más bien negativo.
Todavía el año 1938, cuando quedaban solo algunos meses para que el ejército alemán empezara a demostrar de lo que eran capacez los tanques actuando en forma masiva para dar una fuerza y velocidad absolutamente revolucionaria a la guerra, en lo que daría en llamarse la Blitzkrieg, se afirmaba en el Memorial: “Mientras los carros de combate y los tanques blindados fracasan allí donde se les emplee, desvaneciendo las positivas esperanzas de buen éxito que en ellos cifraban los técnicos, la aviación sobrepasa lo que de ella se esperaba, despertando la atención del elemento militar de todo el mundo”. Luego, y en directa contradicción a lo que sería la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, se afirmaba: “El curso de la campaña española ha sentado principios que parecen llevar el sello de lo inamovible: es a la infantería a quien corresponde señalar la victoria o marcar la derrota en el empleo de estos elementos mecanizados”.
Esta opinión más bien negativa sobre la utilidad e importancia de los tanques en la guerra moderna, había ido tomando forma desde muy temprano dentro de la oficialidad del ejército chileno. Comentando el que había sido su papel durante el primer conflicto mundial, se concluía que el tanque tenía “grandes inconvenientes para su empleo en la guerra de movimiento, pues exige frentes definidos y estables. La escasa movilidad con que se mueven los tanques, aun en terrenos llanos, no permite que las tropas marchen junto a ellos durante el ataque, puesto que los infantes deben avanzar desde largas distancias a un aire vivo. Si se les adelanta demasiado para abrir las brechas a los asaltantes, puede llegar a constituir un peligro serio para ellos, viéndose aislados y fuera de la ayuda de sus propias tropas”.
En general, la tracción mecánica era mirada con cierta desconfianza por la oficialidad del ejército chileno en las primeras décadas del siglo. La verdad es que en esos años no dejaban de ser razonables los argumentos utilizados, en vista de que los vehículos motorizados disponibles eran todavía artilugios muy primitivos y que en países como el nuestro se carecía de la infraestructura adecuada para sacarles el máximo de provecho. Lo que funcionaba en Europa no tenía por qué resultar en Chile. “En nuestro país el caso es diferente y basta solo estudiar el hecho de que los automóviles blindados son esclavos de los buenos caminos, para deducir desde luego que no hay todavía oportunidad en su adopción”. A la falta de caminos adecuados se agregaba la consideración de que no solo no se estaba en condiciones de fabricar vehículos motorizados en Chile, sino que se carecía hasta del respaldo mecánico y de las piezas de recambio que estos necesitaban
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CONCLUSIÓN
No resultaba fácil adaptarse a los vertiginosos cambios que sufrió la técnica militar en torno al cambio de siglo. De hecho hubo países europeos, como por ejemplo Francia, que debieron pagar con una humillante derrota en el inicio de la Segunda Guerra Mundial, su resistencia a aceptar las reformas tácticas que imponía el uso de los nuevos armamentos; ello sin contar el estrepitoso fracaso que para la conducción militar de todos los países involucrados, significó el desarrollo de la Primera Guerra Mundial. En ese sentido el razonamiento de los militares chilenos no era muy diferente al de sus congéneres europeos, aunque algunas de sus afirmaciones puedan resultar chocantes hoy día cuando la experiencia posterior demostró que estaban errados. Al igual que en el viejo mundo, el perfeccionamiento de las armas de fuego no aminoró la preferencia que se tenía por la ofensiva como forma de lucha, ni la consideración de que lo fundamental en una cualquier guerra seguirían siendo los factores morales. La gran diferencia está en que –¡gracias a Dios!– las tropas chilenas no tuvieron que probar en la práctica lo errado o acertado de sus teorías.
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Notas
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