Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales II |
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Cartas escritas durante una residencia de tres años en Chile, en las que se cuentan los hechos más culminantes de las luchas de la revolución en aquel país. |
Quinta Carta.
Invasión de Concepción por las tropas del Virrey del Perú.
Medidas de defensa.
Santiago de Chile, 20 de abril de 1813
Querido amigo:
La provincia de Concepción ha sido invadida de orden del Virrey del Perú por un cuerpo de mil doscientos hombres al mando del general Pareja. Esta expedición se hizo a la vela desde el Callao con rumbo a la isla de Chiloé, donde refrescaron y se les juntó la totalidad de las fuerzas de aquella plaza. Valdivia se rindió sin oposición, y habiéndose apoderado de cuanto objeto de valor encontraron, se embarcaron para Talcahuano (el puerto de Concepción) adonde llegaron el día veinte último, y la ciudad les fue entregada por la traición de su gobernador Jiménez Navia.
Don Rafael de la Sota, a la cabeza de ciento cincuenta hombres, les resistió la entrada durante tres horas, pero viendo que resultaba inútil luchar contra fuerzas tan superiores, se retiró en orden después de clavar el cañón con que contaba.
Cuando el traidor Navia ordenó a la tropa que se entregase, el capellán de dragones, Pedro José Eleyzegui, con toda audacia expresó que jamás pasaría por semejante humillación y que si alguno estaba dispuesto a servir a su patria, le siguiese. Un sargento, siete soldados y un tambor de dragones se plegaron a él, y con este pequeño grupo tuvo la buena suerte de salvar los caudales públicos y escaparse.
La noticia de estos sucesos llegó a la capital el veintinueve de marzo y en el día dos del presente la guardia nacional y los milicianos partieron de la ciudad en dirección a Concepción, bajo el mando del presidente don José Miguel Carrera.
Los puertos de Chile se hallan cerrados para Lima, por supuesto, y se ha tomado posesión de siete buques limeños, cuyas velas han sido recogidas y sus mercaderías descargadas. El gobernador de Valparaíso ha recibido órdenes de poner en práctica todas aquellas medidas de defensa de la plaza que creyese conveniente; y las guardias de los pasos de la cordillera están encargadas de impedir a todo español europeo la entrada en el país.
Al abandonar Carrera la Junta para tomar el mando del ejército, el Senado eligió en su lugar a su hermano Juan José. Considerándose por el mismo cuerpo que Portales y Prado eran ancianos y valetudinarios para poder responder a lo que exigía el crítico actual estado de los negocios, fueron suspendidos de sus cargos por tiempo ilimitado y designados en su reemplazo Francisco Antonio Pérez y José Miguel Infante.
El día diez del presente el Gobierno decretó que aquellos soldados que habían ayudado a transportar desde Concepción los caudales públicos recibirían doble sueldo durante los cuatro años, y si alguno fuese capaz, sería promovido a oficial. Los oficiales que resistieron el desembarco del invasor han sido ascendidos al grado inmediatamente superior y se les ha concedido una medalla conmemorativa de sus servicios.
Se ha recibido el parte oficial de una refriega que se verificó el ocho. El enemigo tuvo dos hombres muertos y veintiún prisioneros. Esto se realizó con fuerzas inferiores y sin pérdida de un solo hombre.
Me es imposible dar a usted idea del entusiasmo que se ha apoderado del pueblo. El palacio se ve cercado desde la mañana a la noche por gentes que ofrecen, no sólo sus servicios personales al Gobierno, sino que traen también lo que poseen.
Siete personas hay empleadas en el erario nacional para recibir las erogaciones voluntarias del pueblo, y ésas no dan abasto para contar el dinero y dar recibo inmediato de su entrega. Muchos han erogado quinientos pesos, y don José Antonio Rojas ha dado mil y obligádose a mantener de su cuenta diez soldados por todo el tiempo que dure la guerra. El entusiasmo bélico es, asimismo, indescriptible. Se organizan compañías de voluntarios, sin que el Gobierno tenga siquiera noticia de que se hallen en formación hasta que no las ve armadas y uniformadas, a sus propias expensas, ofreciendo sus servicios, y listos para ponerse en marcha a la primera señal. Los comerciantes han abandonado sus tiendas, los artesanos sus talleres, y los campesinos sus labores para reunirse a las legiones de su patria, y todos se manifiestan resueltos a exterminar al enemigo que ha tenido la osadía de invadir su suelo.
¿Querrá usted creerlo? Hasta yo mismo me he metamorfoseado en hijo de Neptuno, yendo a “buscar renombre por el tronar de los cañones”.
De usted, etc.
Sexta carta.
Pérdida del buque chileno La Perla y del bergantín de guerra potrillo por un motín.
Captura y sufrimientos de los oficiales e individuos de la tripulación que permanecieron fieles.
Callao, agosto de 1813
Prisión de casamatas
Querido amigo:
Muchos y rigurosos han sido los contratiempos y desgracias que me han cabido en suerte desde última que dirigí a usted. Las que se me aguardan, lo ignoro; pero no desespero, y aunque el horizonte se presenta obscuro, aun la fantasía se complace en mostrarme en lontananza días más felices, y a esta ilusión me aferro, aunque, quizás, resulte vana.
A la fecha de mi última, el Gobierno de Chile, halagado por los éxitos alcanzados por sus armas, quiso obtener un triunfo completo cortando al enemigo la retirada por mar.
Para lograr este intento, se apoderó de un gran buque mercante limeño, La Perla, y compró el bergantín americano Colt (el Potrillo). Se armó inmediatamente La Perla con veintidós cañones largos de a doce y con dos de a veinticuatro libras, y se confió su mando a don José Vicente Barba, chileno. El Potrillo montaba ocho cañones largos de a doce, diez cortos, de hierro, de nueve libras, y dos de a seis y dos pedreros, y estaba tripulado por noventa hombres, de ellos veintitrés americanos e ingleses. El mando de este buque se dio a Mr. Edward Barnewall, que había sido antes su segundo jefe, poniendo también a sus órdenes La Perla. Esta estaba tripulada por ciento veinte hombres.
Cuando partí de Santiago para Valparaíso, se creía que se habría podido enterar la dotación completa del bergantín con ingleses y americanos. A mi llegada, pude persuadirme del error, si bien resolví embarcarme de todos modos. Había recibido mi nombramiento de teniente de fragata, y era abordo del bergantín, fuera del capitán Barnewall, el único oficial con nombramiento en forma.
Nos hallamos listos para hacernos al mar hacia el veintiséis de abril, si bien nos vimos obligados a esperar a La Perla.
El lunes tres de mayo se señaló al fin como día de nuestra salida, pero el dos, el Warren (corsario limeño que por algún tiempo había estado cruzando en las afueras del puerto), se detuvo y disparó un cañonazo en son de desafío. Era la hora de la comida, a la que asistían los americanos que residían entonces en Valparaíso, los oficiales de La Perla y algunos amigos chilenos, que habían sido invitados por el capitán Barnewall en la inteligencia de que nuestra salida tendría lugar el siguiente día. En el acto se propuso que se enviase al Gobierno una petición firmada por todos los oficiales, pidiendo autorización para salir a presentar combate a la Warren, plenamente convencidos, en vista de la superioridad de nuestras fuerzas, que podríamos apoderarnos esa noche del buque enemigo. Se consiguió el permiso. La Perla cortó sus amarras y salió. Levantamos el ancla a fuerza de brazos, y como diez minutos más tarde quedamos también en franquía. Pusimos proa en derechura al corsario, pero nos sobresaltamos grandemente al ver que La Perla se alejaba de nosotros con todas sus velas desplegadas. Incapaces de explicarnos tan extraña maniobra, que en un principio se atribuyó al deseo del capitán de adiestrar a sus hombres para los puestos que debían ocupar y, a la vez, distraer al enemigo; largamos todas las velas con el propósito de ponernos al habla con él y conocer sus designios, en vista de que no respondía a nuestras señales para que virase y empeñase la acción. Cuando enfrentamos al corsario, comenzó a dispararnos con sus cañones de proa y lo continuó por más de una hora, hasta enterar ochenta y siete disparos, sin matar ni herir un solo hombre, con muy pocos daños en las velas o el aparejo. Enderezamos hacia La Perla a toda fuerza de velas, pero continuó alejándose de nosotros, y tan luego como la alcanzamos comenzó a dispararnos sus cañones de caza de popa, cuyos tiros caían tan lejos de nuestro buque, que todavía abrigábamos la esperanza de que hacía esa maniobra para atraer al enemigo; hasta que, habiendo llegado a tiro de fusil, nos pudimos cerciorar de que iban dirigidos contra nosotros. Luego nos hallamos al habla, y al inquirir la causa de semejante actitud, recibimos por respuesta tres descargas de mosquetería, acompañadas de grandes hurras a Fernando VII, rey de España, y al Virrey de Lima, que fueron en el acto contestadas por los españoles y portugueses de nuestra tripulación con las mismas voces. Estupefacto de horror ante tan villana conducta de parte de La Perla, y encontrándonos en un pequeño bergantín con dos grandes buques a sus costados y con nuestra propia tripulación amotinada, determinamos hacer fuerza de velas y procurar ganar otra vez el puerto de Valparaíso. Notamos entonces que las drizas de la vela mayor estaban cortadas, y que la tripulación se negaba a volver a Valparaíso, gritando a una "¡A Lima, a Lima!" El amotinamiento se había hecho general. Los soldados apuntaban sus fusiles cargados a mi pecho, gritándome que me rindiera si quería escapar con vida. Al pedir ayuda a mis paisanos, no tuve respuestas, como que ya habían sido supeditados por el número y encerrados en el castillo de proa. Noté entonces que los dos cañones de proa estaban apuntados a popa y pues no me quedaba esperanza alguna, me rendí a los amotinados, que me condujeron a la cámara, en la que hallé preso a nuestro contador don Pedro Garmendia.
Al dirigirme a la cámara, un negro me arrojó una pica de abordaje, con la cual, por fortuna, erró el tiro y fue a clavarse en la borda. Pocos minutos después, el capitán Barnewall fue asimismo encerrado en la cámara. Se colocaron tres centinelas bajo la cubierta con espadas desenvainadas, dos más en la escala con fusiles, y uno en la escotilla con un par de pistolas.
A todos los marineros americanos e ingleses (excepto dos, Dawmas, americano, y Gordon, inglés, que se habían unido a los amotinados), se les pusieron grillos.
Así fue como caí prisionero por efecto de la conspiración más villana que cabe, la que, según supe después, fue ideada y favorecida por muchas personas de Valparaíso, algunas de las cuales realizaron tan infame complot bajo la especiosa apariencia de patriotismo. Sería para mí imposible pintar la sensación que experimenté al verme prisionero de mis propios subordinados, que se habían amotinado sin causa alguna; y en cuanto al tratamiento que se me esperaba, no dudaba ni por un momento que había de ser el peor imaginable, siendo los españoles harto conocidos por su ignorancia y carácter sanguinario. Teníamos también otra causa seria de inquietud, cual era, que habiendo partido tan inopinadamente, carecíamos de los documentos que acreditasen la calidad de nuestro buque, sin tener nada que pudiera justificar que no éramos piratas, excepto nuestros nombramientos, sin que supiéramos qué crédito pudiera prestarles el Virrey del Perú. Además, teníamos motivos para temer que los amotinados concluyeran por asesinarnos, como se decía que algunos lo pensaban, aunque otros de sus camaradas lo resistían.
La tripulación del bergantín se componía de una masa heterogénea y según creo, casi todas las naciones de la cristiandad tenían en ella algún representante. Todos hablaban español o inglés, y la mayoría de los americanos e ingleses el español. El capitán Barnewall se veía obligado a impartir sus órdenes en inglés, y para salvar lo mejor posible tal embarazo, había situado al pie de cada cañón un individuo que entendiese este idioma. Desgraciadamente para nosotros, tal cosa facilitó mucho las operaciones de los amotinados, que se hallaban en la proporción de tres a uno en cada cañón.
3 de mayo, lunes
El nuevo comandante nos hizo una visita asegurándonos que lo pasaríamos bien, es decir, que se nos daría de comer de cuanto el buque cargaba, por lo cual le dimos las gracias. Ambos buques se hallan aún a la vista uno de otro. La Perla nos hizo fuego durante la noche. Los amotinados mantienen sus prisioneros continuamente borrachos, lo que, quizás, suaviza su encierro. A la noche, el capitán Barnewall, el contador y yo estábamos tranquilamente sentados alrededor de la mesa, cuando repentinamente hubimos de alarmarnos por el ruido que forma la apertura del cubichete y al ver incontinenti seis fusiles con bayonetas apuntados a nuestras cabezas. Después de desvanecidas las primeras emociones, no me sentía ya desconcertado y aun llegué a desear que me dirigieran la descarga entera. El comandante y sus oficiales corrieron escala abajo y nos dijeron que no nos alarmáramos, ya que venían solamente en busca de armas de fuego, pues un inglés que se había unido a ellos decía que teníamos algunas ocultas. Después de una busca sin resultado, se marcharon, al parecer, bien poco satisfechos.
Habíamos resuelto caer a medianoche sobre los centinelas y tratar de recuperar el bergantín. Nuestro plan se frustró por intervención de uno de los amotinados (Gordon), merced a haber oído cierta conversación de los nuestros que se hallaban encerrados en el castillo de proa. Por fortuna, no se penetró por entero de nuestros planes, pero a la mañana siguiente montaron un pedrero en el molinete, con orden de no permitir que subiesen sobre cubierta más de dos hombres a la vez.
12 de mayo
Hemos descubierto el complot. Muchos de los amotinados llevan cartas de los señores Rodríguez, Villaurrutia y Soffia, todos comerciantes respetables de Valparaíso, para sus amigos de Lima, especialmente un contramaestre, que ha sido antiguo empleado de Rodríguez, quien me dijo que el complot tenía por objeto entregar ambos buques a la Warren, si bien habrían ideado uno nuevo para llevar el bergantín a Lima, sin ayuda de la Warren, creyendo con esto adquirir más gloria, según sus, palabras, y recibir, a la vez, una gratificación mayor. Gordon, asegura que tenía conocimiento del complot desde mucho antes que partieran de Valparaíso; que el teniente primero de la Warren había estado muchas veces en tierra, disfrazado, y que en una ocasión había cenado con él en casa de Rodríguez. Añade que todos se juramentaron en casa de un portugués, que proporcionó a todos una escarapela realista y una daga. El comandante bajó y me pidió mi reloj para el servicio del bergantín, y se lo entregué. Hoy día, Dawmas fue aherrojado, ante la sospecha de mantener correspondencia secreta con nosotros; eso, sin embargo, es una falsedad, pero no hemos de desengañarlos.
13 de mayo
Me levanté temprano y por la primera vez se me permitió subir sobre cubierta. La mañana estaba muy agradable; el tiempo casi tranquilo. Después de haber permanecido tanto tiempo bajo de cubierta, el aire fresco y la vista del mar contribuyeron a levantar mucho mi ánimo. Pero, ¡ay! bien pronto decayó. Vi a dos de nuestros desgraciados compatriotas subir sobre cubierta encadenados juntos. Los infelices me dirigieron una mirada de súplica, que me traspasó el alma. En ese momento habría dado el universo en cambio de poder libertarlos.
Mr. Heacock (contramaestre) me contó que Gordon había sido nombrado primer oficial del buque y que nos trataría como se le antojase. ¡Qué canalla!
En la tarde se produjo un violento altercado sobre cubierta respecto al mando del buque, que se entregó por fin al ayudante del contramaestre. En la noche se promovió de nuevo otro altercado y el mando se dio entonces al contramaestre. Si siguen estas disputas, tenemos esperanzas de que se presente la oportunidad de volver a apoderarnos del bergantín. Mantienen a nuestra gente continuamente embriagada, lo que me tiene en un estado de ánimo mucho peor de lo que debiera.
14 de mayo
Estamos ahora, como antes, tranquilos. Ha cesado el bullicio y los amotinados se hallan en pacífica posesión del bergantín. Mi amigo Barnewall tiene una fiebre muy alta, originada, sin duda, de pesar. Tal cosa no puede extrañarse cuando se considera nuestra situación.
Anoche tuvimos una racha de viento mucho más fuerte de las que suelen ocurrir en estos parajes. El bergantín balanceaba mucho, a causa de su pesado armamento. El capitán Barnewall y yo nos hallábamos deseosos de que el viento tronchase los mástiles, lo que habría puesto en gran confusión a los amotinados y nos ofrecería la ocasión de recuperar el mando. Pero el viento amainó en unas cuatro horas y todas nuestras esperanzas se desvanecieron.
A tiempo que acabábamos de desayunarnos, fuimos sorprendidos con la repentina entrada de siete de los revoltosos, todos armados, que nos ordenaron subir sobre cubierta. Al capitán Barnewall se le hizo bajar y volvió a subir en unos cuantos minutos, para enviarme enseguida a llamar a fin de pedirme las llaves de mis baúles y escritorio. Registraron cosa por cosa, quitándome ciento siete pesos, que era mi único caudal. Luego escudriñaron todos los rincones del camarote, diciendo que sabían que había dinero escondido. Después de la comida, comenzaron de nuevo; se registro el almacén y se abrieron a cuchillo sacos de harina en busca de una gruesa suma de dinero, que se imaginaron que había sido enviada a bordo por el Gobierno; pero chasqueados en esto, nos robaron nuestros trajes, y tanta fue su rapacidad, que no pudimos lograr que nos dejasen una muda de ropa. A las cuatro de la tarde pasaron revista y se repartió el dinero (cuatrocientos treinta y un pesos) entre sesenta, sin que cupiera parte alguna a los enfermos. Nuestra situación es casi insoportable. Nos hallamos sujetos al capricho de una banda de desalmados, que no observan entre sí orden ni disciplina alguna, guiados por la opinión de los más, y no puede quedar duda de que si se empeñaran en asesinarnos, su comandante no lo habría de impedir.
16 de mayo, domingo
Ayer y hoy nuestro bergantín ofrece el más horrendo espectáculo que jamás haya yo presenciado. A proa y a popa yacen esparcidos odres de aguardiante y vino, cuyo acceso es permitido a todo el mundo, y tan luego como se vacía uno, se le llena otra vez. Se juega a todo con el dinero que nos han robado, y las pendencias, la borrachera y toda especie de vicios reinan a sus anchas.
17 de mayo
Por la mañana temprano nos alarmamos por el bullicio inusitado que se sentía sobre cubierta, que pronto supimos era motivado por la vista de un velero que se dirigía hacia nosotros, que los amotinados (como resultado de la sugestión que les causaba su dañado proceder) se imaginaron ser la fragata norteamericana Essex, y que era llegado para ellos el momento de pagar sus maldades. Comenzaron inmediatamente la faena de desarmarlo, imaginándose que podrían hacerlo pasar por buque mercante. Habían logrado ocultar bajo cubierta los objetos sueltos, como los atacadores, las lanadas, etc., y hasta uno de los cañones, cuando el tan temido velero se dejó ver en todo su tamaño, resultando ser sólo un pequeño bergantín, llamado el Carbonero, empleado en el acarreo de abonos, consignado a Pisco, a nueve días de Chancay. Diónos la noticia de que Chile había sido invadido en virtud de una orden reservada del Virrey, y muy en oposición a las opiniones de todas las clases sociales y de los comerciantes especialmente.
18 de mayo, martes
Arribamos al Callao. Al entrar al puerto tuvieron la audacia de enarbolar la bandera española sobre los colores del pabellón americano. Se hizo una salva al pasar el fuerte. Uno de los cañones que por olvido había quedado cargado, mató con su disparo a un indio en la playa. Luego que anclamos, fuimos abordados por el bote de la Aduana. El capitán del puerto, al saber la manera como habíamos sido apresados, parecía a la vez sorprendido y agradado, y con términos altisonantes, harto característicos de los peninsulares, no sé cansaba de ponderar cómo pudimos tener la temeridad de combatir a sus corsarios. Preguntó enseguida quién era el comandante, honra que fue disputada por no menos de tres, y después de no poca discusión, se pronunció en favor del que lo había sido primero, el ayudante del contramaestre. El capitán Barnewall y yo fuimos enseguida registrados para quitarnos los papeles que tuviéramos, como en efecto nos los tomaron. Se nos mandó entonces que bajáramos de cubierta, y allí se continuó el prolijo registro de nuestras personas para certificarse de que no habíamos ocultado algunos. Concluido esto y habiendo llegado de tierra un piquete, se nos ordenó desembarcar.
Antes de tomar el bote, el capitán Barnewall y yo denunciamos el robo de nuestras espadas y de mi reloj, hecho por el comandante, que teníamos información segura de que había escondido bajo llave en su arca. Pedimos al capitán del puerto que aceptara nuestras espadas, cosa que creyó no era propio rehusar, disponiendo que se me devolviese mi reloj. El capitán Barnewall refirióle entonces que se nos había robado también nuestro dinero y objetos de nuestro uso, y que deseaba llevase consigo los instrumentos náuticos de su propiedad, los que fueron declarados legítima presa.
En este punto, nuestro contador, un chile no, que había permanecido recluido junto con nosotros durante toda la travesía, se colocó la escarapela realista y suscribió su nombre en la nómina de los amotinados, o, como ellos la llamaban, el rol de honor.
Al poner pie en tierra, la multitud que cubría la playa, desplegó la más salvaje ferocidad, tirándonos piedras durante todo el trayecto que hubimos de recorrer hasta llegar al domicilio del gobernador, que estaba en el interior de la fortaleza; y a no haber sido por la guardia, creo que nos habrían hecho pedazos. En vez de los tristes presagios con que es de suponer entra alguien a una prisión, yo lo hice alegremente, considerándola por el momento lugar seguro. Fuimos llevados luego a presencia del gobernador, quien nos hizo una especie de interrogatorio tocante al objetivo de nuestra expedición, con muchas otras preguntas relativas al ejército de tierra que había en Chile. Concluido esto, su Excelencia nos dijo al capitán Barnewall y a mí, de manera muy atenta: “caballeros, deben ahora ustedes someterse a la necesidad de retirarse a los departamentos dispuestos para su alojamiento del momento”, y, alejándose, nos confió al cuidado de un oficial, que nos rogó le siguiésemos. Me imaginé, en vista de la atenta manera como nos había tratado el gobernador, que en lugar de un sombrío calabozo, los “departamentos dispuestos para nuestro alojamiento del momento”, significaría algunas piezas decentes dentro del fuerte y que se proponía tratarnos como prisioneros de guerra. Tal idea se robusteció ante la conducta de nuestro guía, que nos condujo al frente del departamento de los oficiales, esperando a cada momento que se detuviese, pero hubimos de seguir hasta que llegamos al cuarto de guardia. Aquí se nos separó al capitán Barnewall y a mí.
Se me encerró en un pequeño cuarto ubicado en el centro de una gran sala, en la que se hallaban alojados unos cien soldados. Parece que el cuarto había sido fabricado para que los soldados pudiesen arrimar sus armas del lado de afuera. Hallándome ya solo, comencé a considerar mi situación, pero bien pronto fui interrumpido por la curiosidad de los soldados, quienes, ansiosos de ver qué clase de animal era yo, abrieron un agujero al través de las tablas para observarme. Uno de ellos exclamó entonces, “Es un individuo de buen aspecto”; “Sí, repuso otro, para la horca”. “¡A la horca, hurra, hurra!” repitieron los demás. Era ya de noche, y sintiéndome extenuado de fatiga y de hambre (pues no había probado cosa alguna desde el día antes), me recosté sobre una banca, el único mueble que había en mi habitación. En lugar de conciliar el sueño, la imaginación me pintaba cuál era mi situación con los más tristes colores, sintiéndome tan débil, que no pude menos de derramar lágrimas. El cabo de guardia entró en esos momentos con tres velas; encendió una y dejó las restantes. Y al notar que había llorado, me expresó con toda frialdad que esperaba me hallase convencido de la enormidad del crimen que había cometido al pelear contra la religión y el Rey; añadióme que si tenía dinero, despacharía a alguno para traerme algo de cenar, lo que le rogué hiciera. Al entrar el cocinero, traté con él de que me fiase la cena, prometiéndole que le pagaría una vez que vendiese mi reloj. Consistió mi cena en dos pequeños peces, una rebanada de pan y una copa de vino, por lo que se me cobró veinticinco centavos. No pude conciliar el sueño durante toda la noche, pues cada vez que se relevaba la guardia, se corría el cerrojo de la puerta para certificarse de que me hallaba allí. Uno de los centinelas me preguntó si me incomodaban las pulgas, y ante mi respuesta afirmativa, añadióme que había muchas chinches y otros bichos, lo que era perfectamente exacto.
19 de mayo
A eso de las seis entró a mi pieza un individuo trayéndome veinticinco centavos, que me dijo era mi prest para la comida; y como a las diez llegó el Jefe de la Armada Real, y habiéndose informado de quién era yo, dispuso que se me colocara en el mismo calabozo con el capitán Barnewall y que a cada uno se nos entregara un peso diario. Sentíme regocijado ante la idea de estar en compañía de mi amigo, siendo no menos satisfactoria la expectativa de poder alimentarme bien.
20 de mayo
El peso prometido no llegó, y en vez de él recibimos cada uno veinticinco centavos. Vendí mi reloj por veintiocho pesos y me compré un colchón y una frazada. La Perla fondeó hoy: sus oficiales, en número de nueve, fueron encerrados en las casamatas. En la tarde fuimos trasladados a otro calabozo. Deseosos de informarnos de los detalles del apresamiento de esa nave y de conversar con nuestros compañeros de desgracia, ofrecimos tres pesos de propina al oficial de guardia para que nos permitiera ver a uno de ellos al anochecer; lo que no se nos admitió. Nos llegó una tarjeta de Mr. Samuel Curson, americano que residía en Lima, con la promesa de que haría cuanto estuviese a su alcance para favorecernos.
Este día se empezó a ver la causa de nuestra gente. Es costumbre de los españole1 en semejantes casos llamar primeramente los marineros, a fin de así intimidarlos y lograr que declaren algo respecto a sus superiores, que más tarde pudiera invocarse como testimonio contra ellos.
21 de mayo
Nuestro actual calabozo es más cómodo que el anterior; veinte pies cuadrados y una ventana grande. El cabo de cañón, que había prestado su declaración, merced a una propina de veinticinco centavos que dio al sargento, obtuvo que se le permitiera dormir esa noche en el mismo calabozo que nosotros, y de él tuvimos algunas informaciones. Debíamos declarar que no habíamos entrado voluntariamente al servicio de Chile, etc. Nos advirtió que el intérprete nos sería favorable y nos significaría cómo debíamos responder. Nos resultaba dificultoso aún conseguir agua, sin dar propina. ¡Ay!, nuestros recursos están casi agotados, y no sé lo que después será de nosotros.
24 de mayo
Fui llamado a prestar mi declaración. Una guardia vino a buscarme para conducirme a una pequeña casa situada a orillas del mar, en la que se reunía el tribunal. Estaba formado por un oficial de la armada, un intérprete (italiano), un abogado mulato y un escribiente de raza blanca.
Comenzó la audiencia por exigirme juramento de que diría la verdad de lo que se me preguntase; cierta especie de acusación se formuló en mi contra, basada en haber sido sorprendido en actos piráticos cometidos en alta mar, siendo yo un ciudadano de los Estados Unidos, con cuya nación se halla en paz el rey de España, esgrimiendo armas contra él, en ayuda de una provincia sublevada. No había prueba alguna para sostener semejante acusación, a no ser la dada por mí mismo.
Preguntáronme primeramente mi nombre, edad, lugar de mi nacimiento, etc., a todo lo que contesté con verdad. Vino enseguida la pregunta acerca de cuánto tiempo había residido en Chile y el motivo que me impulsó a abandonar mi patria para trasladarme a esa provincia. A esta interrogación objeté que no tocaba a mi causa, pero se me dijo terminantemente que no podía excusarme de responder a cuanto pregunta se me hiciera. Repliqué que esperaba que no se me obligase a inculparme a mí mismo. El tribunal se desentendió de mi observación y formuló de nuevo la pregunta. En este punto, el intérprete me habló en inglés, indicándome que debía contestar en términos que correspondiesen a lo dicho por los marineros. Accedí a ello gustoso, y el interrogatorio continuó adelante, y duró hasta las dos de la tarde. Concluido éste, se me mandó conducir a un calabozo allí vecino hasta que terminase el interrogatorio del capitán Barnewall. Se trajo mi cama, de lo que deduje que estaba condenado a pasar allí la noche. Después de colocada en un poyo, me quedó el suficiente espacio para dar cuatro pasos a lo largo; el ancho de la pieza era como de unos Cuatro pies, y estaba alumbrada por la luz que entraba por un agujero que había en el techo. Era el sitio más asqueroso que jamás hubiese visto en mi vida. No queriendo pasar ahí la noche, traté de gratificar al cabo de guardia para que me condujese a mi ordinario alojamiento, que parecía un palacio comparado con este mísero agujero. Contestóme que lo vería, y a eso de las diez me llevó al sitio en que había tenido lugar mi interrogatorio. Solicité permiso para volver a mi antiguo calabozo, lo que se me concedió, y gratifiqué al cabo con cincuenta centavos, aunque en un principio me había pedido cinco pesos. De nuevo en compañía del capitán Barnewall, comentamos con delicia los desinteresados servicios del señor Gambini, el intérprete, y más tranquilos nuestros ánimos con las esperanzas que nos había inspirado, nos metimos a la cama y dormimos profundamente.
28 de mayo
No hemos recibido carta ni socorro alguno de nuestros amigos de Lima. Comenzamos a dudar de la sinceridad de sus ofrecimientos y parece que hemos sido abandonados a nuestra suerte. Estamos mucho más vigilados que al principio. Se ha prohibido al cocinero que nos traiga la comida al cuarto, como antes, y la recibimos ahora por una ventanilla. No he visto rostro humano durante varios días.
2 de junio
Recibí saludos de los oficiales de La Perla, anunciando que todos seguían bien. En la tarde fuimos trasladados a otro calabozo, mucho más pequeño y, por tanto, más incómodo. A las oraciones, estuve conversando al través del agujero de la llave de la cerradura con un irlandés, quien me dijo que había sido enviado por un amigo nuestro, cuyo nombre no podía dar, para informarnos de que tan pronto como pasase el alboroto que había causado la noticia de nuestro arribo, algo se haría para tratar de aliviar nuestra situación. El capitán Barnewall y yo estamos enfermos de tercianas, que fueron tan agudas esta noche, que perdí el conocimiento.
El día cinco o el seis, todos los norteamericanos de la dotación del bergantín (excepción hecha solamente del capitán Barnewall y yo), fueron aherrojados y condenados a trabajos en las obras públicas. Fueron aherrojados en la misma forma que los malhechores, lo que resulta por extremo cruel. Esto se hace poniendo una argolla en el tobillo, cuyo cerrojo corre por entre un eslabón de la cadena, que en el otro extremo tiene un anillo de otras tantas pulgadas de ancho; durante la noche, se les asegura en el suelo por medio de una cadena larga, que corre por entre las dichas argollas, y se amarra a un poste colocado fuera del calabozo; y durante el día se les obliga a acarrear pesadas cargas de basuras a la espalda, más todo el peso de sus grillos, que es de unas cuarenta libras en una pierna. Comienzan a trabajar a las seis de la mañana, y lo continúan hasta la puesta del sol, con interrupción de media hora para el desayuno y de una hora para la comida. A los súbditos ingleses apresados en el bergantín se les deja tranquilamente en una prisión ventilada y cómoda, sin estar aherrojados. El motivo francamente confesado de semejante diferencia de tratamiento es la destrucción de un corsario limeño verificada por la fragata norteamericana Essex. ¡Qué represalia más cobarde y antojadiza!
La siguiente es la lista de estos infelices norteamericanos:
William Barnet, piloto.
Samuel Dusembury, piloto.
Samuel Dusenbury, guardiamarina.
Timothy Chase, contramaestre de La Perla.Henry Heacock, contramaestre.
John S. Waters, carpintero.
Peter N. Hanson, artillero.
John Heck, intérprete.
Henry Smith, marinero.
William M'Koy, marinero.
Severno Denton, marinero.
James Dawmas, marinero.
Moses Pierce, marinero.
Le Roy Laws, marinero.
Willis Forbes, marinero.
Jeremiah Green, marinero.
Frederick Rasmonsen, marinero.
El día nueve, el capitán Barnewall y yo, ambos enfermos de terciana, fuimos llevados al hospital de Bellavista. Ahí hallamos a todos nuestros hombres, excepto uno, y todos muy enfermos.
El veintitrés pudo el capitán Barnewall salir del hospital ya mejorado. Yo no me hallé capaz de acompañarle.
Durante este tiempo supimos que las tropas chilenas habían obtenido una victoria sobre las de Lima, y recibimos dos cartas de nuestro amigo Curson, quien nos decía que se había abstenido de escribirnos antes, estimando que nuestra situación era desesperada. Afirmábamos ahora que nuestras vidas estaban seguras, y que no dudaba que lograría obtener el que se nos dejase salir bajo nuestra palabra de honor.
También el capitán Barba y dos de sus oficiales se hallan aquí. De él supimos que tan pronto como se izó el trinquete en La Perla, logró dominar el motín. Todos los oficiales, incluso el contramaestre, permanecieron fieles. Nos dijo también que su piloto mister King, americano, al notar que el buque se hallaba en poder de los revoltosos, se arrojó al mar y que se creía difícil que hubiera logrado salir a tierra. Nuestra actual situación es de las más deplorables; y aunque en extremo debilitados por la fiebre, tanto, que ni siquiera podemos dar un paso, se nos mantiene encadenados a la cama como medida de seguridad. Pocos días ha, uno de los presos, cuyo solo crimen consistía en habérsele visto pelear por la causa de Buenos Aires, murió con grillos, los que le fueron quitados como una hora después de muerto. El hospital es custodiado por un sargento y diez soldados, y la pieza en que estamos se halla con centinelas situados al lado adentro de la puerta, que resultaban sumamente pesados para nosotros, porque durante la noche los muy bribones se empeñaban en hacer todo el ruido posible, golpeando el suelo con la culata de sus fusiles, o un barril con las bayonetas, etc. Después de puesto el sol, el mozo reza o canta el rosario, seguido por todos los que se hallan en estado de hacerlo, y los que no, tienen que aguantar el ruido que forman. Esta operación dura, ordinariamente, media hora.
El aparato y ceremonia con que el doctor practica sus visitas es realmente para la risa. Se verifican a las ocho de la mañana y a las tres de la tarde, y se anuncia por un toque de campana. Lo primero que se presenta es un viejo de aspecto enfermizo, que avanza balanceándose y gruñendo bajo el peso de sus propias carnes, apoyado en un enorme bastón; su aspecto mísero me hacía recordar a aquel sabio médico, de quien se dice en unos versos: Detúvose y olió su bastón./ Se volvió a detener, y lo volvió a oler.
Venía, en seguida, el cirujano (porque el ejercicio de la medicina y cirugía son aquí profesiones tan diversas como las del zapatero y sastre, y ni por asomos tan bien conocidas); luego, un grupo de ayudantes, compuesto de cuatro o cinco, para tomar notas de los enfermos y de lo que el doctor les recetaba ; y tras de éstos, cuatro o cinco mulatillos, aprendices de barberos o sangradores, enviados aquí para aprender la ciencia de la cirugía, mecánicamente, sin tomarse el trabajo de estudiar, y simplemente para operar en los infelices que caían bajo su férula, muchos de los cuales morían por falta de la debida asistencia. El cirujano, un jefe que ha recibido su pequeña dosis de conocimientos mediante el estudio, y es caballero, consideraría muy por bajo de su propia dignidad emporcar sus dedos curando una herida; y todavía se presenta otro individuo para poner lavativas, y otro que trae las medicinas a los enfermos; y, finalmente, los sirvientes, aguadores, cocineros, pinches de cocina, armero, etc., por todos como unos veinte.
El veintiocho abandoné el hospital y regresé al castillo, donde encontré al capitán Barnewall, quien me dio la noticia de que pocos días antes elHope, capitán Obed Chase, de Nueva York, en viaje de descubrimiento, había sido enviado para ser juzgado, en contravención a las leyes del derecho internacional, por el gobernador de la isla de Chiloé, adonde había recalado en busca de refrescos, y su tripulación encerrada en el mismo calabozo que los ingleses, que habían formado la nuestra.
29 de junio
En este día, merced a la tolerancia del oficial de guardia, se nos permitió pasearnos por el patio. En la tarde nos visitaron dos caballeros chilenos, que vinieron de Lima, y a quienes no conocíamos, que con toda generosidad nos obsequiaron al capitán Barnewall y a mí cinco pesos a cada uno. Este es el primer socorro que hemos recibido desde que estamos presos, que hubimos de aceptar sólo en fuerza de la necesidad.
5 de julio
Nos visitó un caballero chileno, llamado don Manuel García, empleado en la Real Contaduría, quien nos contó que estaba de partida para Concepción, en un buque mercante, y nos dijo que si queríamos escribir a nuestros amigos de Chile, él hallaría medios de hacerles llegar nuestras cartas. El capitán Barnewall contestó que lo haría.
10 de julio
El señor García vino a buscar nuestras cartas. Por su intermedio escribimos al Gobierno de Chile y a nuestro Cónsul allí, dándoles cuenta de los hechos que ya he referido. Nos aseguró que pronto seríamos puestos en libertad. En verdad, tan varias han sido las informaciones que han llegado hasta nosotros, que nuestros ánimos se han mantenido en un permanente estado de ansiedad ya abrigando las esperanzas más aventuradas; ya los más infundados temores. Hemos concluido por no hacer caso de lo que oigamos y mantenernos, en cuanto nos sea posible, tranquilos, en espera del momento en que se resuelva abrirnos las puertas y dejarnos salir. Es de reírse al notar el empeño con que alguno que se interesa por nuestro bienestar llega a decirnos que bien pronto saldremos en libertad; otro añade que muy luego seremos enviados a Lima, dándonos la ciudad por cárcel bajo nuestra palabra de honor; otro, que antes de veinte días ha de estallar una revolución; otro, que el general Belgrano ha entrado en Arequipa y se dirige a marchas forzadas hacia esa plaza y que el Virrey se estremece al sentarse en su sillón de mando; otros, que las panaderías de Lima se han cerrado por falta de trigo, y que, en vista de eso, van a enviar emisarios a Chile a pedir la paz; otro cuenta que el Potrillo está alistándose, y que el Virrey ha de huir en él antes de que los negocios se empeoren, y con tono solemne nos anuncian que se prepara una expedición para marchar contra Valparaíso, etc.
17 de julio
Ha llegado el Britania trayendo la feliz nueva de la recuperación de Concepción y puerto de Talcahuano por el ejército patriota, al mando del general Carrera, y la muerte del general limeño Pareja. Este buque logró escapar a duras penas, dejando en tierra la mayor parte de su tripulación, habiendo logrado salir del puerto entre los disparos de los cañones de los fuertes. A su regreso, tocó en Arica en busca de refrescos, y embarcó allí ciento veinte hombres, las reliquias del ejército de Goyeneche, que en su mayor parte fue hecho prisionero por las armas porteñas. después de la rendición de la ciudad de Salta, y de acuerdo con lo capitulado, habiendo jurado no volver a tomar las armas, fue dado por libre. Han hecho a pie un camino de más de mil millas, y muestran un aspecto tal, que involuntariamente me hacía recordar a los tertulios de Falstaff.
21 de julio
A las tres de la mañana de hoy sentí un fuerte remezón de tierra, que por poco no me arroja fuera de mi cama. Es difícil que alguien pueda darse cuenta del efecto de tan terrible fenómeno sobre el ánimo de una persona encerrada en una pieza sin salida, sin medio de escapar en caso de que el edificio se derrumbase con la sacudida. En tal evento, doscientos infelices seres encadenados y encerrados en un sala vecina a nuestro cuarto, como nosotros mismos, tendrían que perecer sin remedio. Al menor sacudón, los presos todos comienzan a entonar plegarias en tono lúgubre, muy a propósito para despertar los más tristes sentimientos.
22 de julio
Se dice que la tripulación de la Nueva Limeña, un gran barco de comercio de la matrícula de este puerto, se amotinó contra sus oficiales, los echó en tierra en Pisco e izó vela para Valparaíso. Esta es una gran noticia para nosotros, pues el Gobierno de Chile tendrá por este conducto conocimiento de nuestra situación lisonjeándose con que se verificará algún canje de prisioneros.
23 de julio
Hemos sido trasladados a esta prisión (Casamatas). Aquí hallamos al cirujano, al capellán y al contramaestre de La Perla. Aunque nuestro calabozo es más obscuro y húmedo que el que teníamos, con todo, nuestra situación es más soportable. Disponemos aquí de un cuarto para pasearnos, lo que es gran alivio para nosotros, y como la prisión es tan segura, no se nos vigila tan de cerca.
20 de agosto
Nada de particular ha ocurrido durante algún tiempo. He estado enfermo en el hospital cerca de veinte días. Hoy vino a vernos Mr. Macy, contramaestre del Hope, quien nos refirió que ese buque estaba ya despachado y debía hacerse al mar en unos cuantos días más. Cortésmente se ofreció a entregar a usted mis cartas por su propia mano. Véome obligado a detenerme en este punto. Mi situación es realmente mísera: encerrado en un calabozo a cuatro pies debajo de tierra, donde la única luz que disfrutamos nos llega por respiraderos; las paredes de cal y piedra tienen un espesor de siete pies, y las puertas tan sólidamente aseguradas, que desafían todo intento de escapar. He sido acusado como malhechor e ignoro si estoy o no condenado, sin que hasta ahora se me haya notificado sentencia alguna, a pesar de que van transcurridos más de tres meses desde que fui juzgado. Cuál sea la suerte que me aguarda, es imposible conjeturarlo, y probablemente se decidirá por lo que ocurra en Chile. Si este país triunfa, saldremos en libertad a banderas desplegadas; pero, en caso que los enemigos de la libertad prevalezcan, debemos esperar, ya la muerte en el cadalso, ya el puñal de un asesino en nuestra prisión, quizás durmiendo. En el entretanto, ojalá que usted, mi amigo, goce de salud, felicidad y libertad, de la cual me veo ahora privado. Si llega a ofrecerse otra oportunidad, cuente usted con que volverá a tener noticias de este su infeliz amigo.
Séptima Carta.
Libertad de los ciudadanos americanos apresados en el Potrillo y La Perla.
Callao, primero de setiembre de 1813 Cárcel de las Casamatas
Querido amigo:
Escribí a usted precedente en el supuesto de que el Hope se haría a la vela unos cuantos días después de aquella fecha. La orden para su despacho se revocó; pero como el capitán Chase confía en que el cabo ha de ser puesto en libertad, proseguiré mi diario hasta que se haga a la vela.
2 de septiembre
Hacia la oración oímos frente a nuestro calabozo un desusado sonar de cadenas, y al asomarnos a la ventana vimos un gran grupo del pueblo que se dirigía hacia nosotros y soldados que conducían considerable número de presos con pesadas cadenas. ¡Oh, Dios mío! ¿Cuáles fueron nuestras sensaciones al saber que éstos eran los oficiales y tripulantes de la Nueva Limeña apresados por el Potrillo en el momento de entrar al puerto de Coquimbo? Las expectativas que habíamos tan intensamente acariciado de que llegaría en salvo a Chile, de que contaría al Gobierno de aquel país la historia de nuestras desgracias, y de que pronto recibiríamos algún socorro que mitigase nuestros sufrimientos, se desvanecieron en un instante. No podíamos distinguir las vociferaciones del populacho, hasta que al aproximarse los presos a donde nos hallábamos fueron reconocidos por nuestros compañeros de La Perla. Esos presos fueron encerrados en el calabozo vecino al nuestro, habiendo sabido que habían sido capturados por causa de propia incuria, pues durante tres días estuvieron de tal modo ebrios, que no hubo hombre que pudiera manejar el timón.
5 de septiembre
Hemos sabido que los oficiales de La Perla que estaban en el hospital, de Bellavista, ya convalecientes, han obtenido permiso del Virrey para recorrer el pueblo bajo la custodia de un centinela.
10 de septiembre
Hemos redactado un memorial para ser presentado al Virrey por uno de nuestros hombres aherrojados en solicitud de que se les alivie su situación; pues hemos tenido noticias que vendrá mañana al Callao en gran pompa para asistir a un soberbio espectáculo, cual es, el de botar al agua un buque fabricado para el uso de la aduana... Supimos que tiene por costumbre visitar una o dos veces en el año las cárceles y que generalmente con tal motivo concede libertad a algunos presos.
11 de septiembre
El pueblo del Callao estuvo en pie esta mañana antes de que el sol saliese y todo el mundo den la cárcel anda atareada en los preparativos para la recepción del Virrey. La plaza situada al frente de nuestra prisión estaba atestada de gente a la salida del sol, y antes de las diez ya se hallaban todos por extremo impacientes. A eso de las once, la multitud abrió calle y pudimos disfrutar de la vista de cuerpo entero de su excelencia don Fernando de Abascal y Sousa, Virrey del Perú, marqués de la Concordia, etc., acompañado de numerosos oficiales y servidores, y de dos bellísimas jóvenes, una de las cuales se nos dijo que era su hija y la otra una protegida suya. Representaba unos setenta años, de unos seis pies de alto, de contextura fuerte y, al parecer, en perfecto estado de salud. Vestía una casaca de diario, y dos grandes charreteras, con entorchados que le caían casi hasta el codo. Deseoso, como cualquier mortal, de ser visto y admirado, su Excelencia graciosamente se sirvió pasar por dos veces muy cerca de nuestra cárcel, a intento de recibir las súplicas y homenajes de los presos. Pero en esto se equivocó, según presumo, pues ni uno solo de los de nuestro calabozo lanzó palabra alguna para desearle salud y prosperidad; nuestro confesor el capellán de La Perla murmuró por lo bajo, “Hijo de una grandísima p...”.
12 de setiembre
Nuestra tripulación presentó al Virrey una solicitud manifestándole el desigual castigo que sufrían los que se daban como culpables de un mismo delito; expresando que no sólo los marineros, pero aun oficiales que ocupaban situación expectable en sociedad, ciudadanos de los Estados Unidos, habían sido condenados a trabajos forzados en las obras públicas, con desprecio de su reputación y daño de su salud; al paso que simples marineros, súbditos de su Majestad Británica, andaban sueltos, sin exigírseles trabajo alguno, ni tampoco al contramaestre de La Perla,aunque de rango inferior a algunos de los peticionarios, solicitando la intervención de su Excelencia para que se les hiciese justicia.
En respuesta, dispuso el Virrey que un oficial de ingenieros se acercase a los peticionarios, autorizándole para concederles el alivio que estimase conveniente. Ese caballero vino al siguiente día a la cárcel, y ordenó que se quitase los grillos a nuestra gente y se la colocase en el mismo calabozo con los ingleses. En este punto, el ayudante, que es nuestro más inveterado enemigo, intervino para decir que si se les quitaban los grillos, no habría en el Callao cárcel suficientemente fuerte para tenerlos en seguridad, y que, en tal caso, no se hacía responsable de su custodia. Fue inútil que hiciesen presente la miserable situación en que se veían, en país extraño, sin amigos ni recursos, y que, así, aunque se les ofreciera ocasión, no podrían disponer de medios para escaparse, etc. El oficial hubo de revocar su orden, pero expresó que daría cuenta al Virrey y que en seis u ocho días volvería.
13 de septiembre
Esperamos que nuestros sinsabores han de terminar pronto. Hoy día recibimos una carta de nuestro amigo Mr. Curson, en la que incluía el siguiente decreto
Después de oído el parecer de nuestra Real Audiencia de este virreinato por lo relativo al expediente de los prisioneros tomados en el buque La Perla y en el bergantín Potrillo, cuyas naves salieron de Valparaíso con el propósito de atacar el corsario Real llamado el Warren, y teniendo presente que el actual estado de las cosas no permite se siga un juicio en forma conforme a lo dispuesto por las leyes, en vista de no constar hasta dónde llegan los delitos que han cometido, y considerando que con la remisión de los oficiales y tripulaciones de los dichos buques La Perla y el Potrillo al puerto de donde se hicieron a la vela, este virreinato se excusará de los gastos y molestias que su más dilatada permanencia aquí ha de ocasionar; hemos resuelto y en consecuencia decretamos, que deben ser remitidos al lugar de donde partieron, en los buques que al presente se alistan para dirigirse a la costa de Chile, y desembarcados en ese país a efecto de que sean devueltos a sus hogares; previo juramento que cada uno de ellos prestará de no tomar otra vez armas, ni enrolarse en expedición, ni ejecutar hostilidad alguna en contra de este virreinato. El corregidor de la ciudad se encargará de que se embarquen en corto número en cada nave, y hasta entonces permanecerán en su prisión.
Concordia.
Hemos sabido que este decreto se dictó a consecuencia de la pérdida del buque Thomas, que salió de este puerto con cerca de treinta oficiales y algunos soldados y llevando una fuerte suma de dinero, con dirección a Concepción, antes que la noticia de la rendición de aquella plaza a los patriotas llegase aquí. Sin saber el cambio que se había verificado, y engañado por haber visto flamear en el puerto la bandera española, echó anclas, y cayó así por entero en poder de los patriotas. Se rindió sin hacer resistencia alguna.
El primero se dejaron ver varias naves del lado afuera del puerto Callao, que se creyó serían de alguna expedición chilena. Se trató de armar cuatro o cinco buques mercantes, para que saliesen a atacarlas en unión con la corbeta de guerra el Mercurio; pero tan luego como la gente que había sido reclutada para el objeto llegó a bordo, se desertó, y esto a la luz del día, en los botes de los mismos buques.
21 de septiembre
He vuelto a estar enfermo atacado de calenturas intermitentes durante algún tiempo. Solicité varias veces permiso para que se me permitiera trasladarme al hospital, lo que sólo se me concedió hoy.
23 de septiembre
La escuadrilla bloqueadora ha desaparecido. Mientras permaneció a la vista, fuimos tratados con mucho vigor, y se nos registró para descubrir los papeles que guardásemos por si resultase que estábamos en comunicación con ella. Yo tenía mi diario, y el capitán Barnewall la carta que había escrito al Gobierno de Chile, escondidos dentro de un cántaro, que así logramos escapar afortunadamente. Los buques en los que esperábamos embarcarnos para Chile han salido. Nuestra esperanza todas se han desvanecido. Me siento ahora muy deprimido, y como nuevo motivo de pesar he encontrado aquí a nuestro amigo García, quien me contó que durante la travesía habían hallado un buque, que les dio la noticia de la toma de Concepción, y que al punto destruyó las cartas de que era portador, temiendo que pudiera pasar por sospechoso, y que al desembarcar le metieron a la cárcel. Agrega que cuenta en Lima con tan influyentes amigos, que espera que en un día o dos más será puesto en libertad.
6 de octubre
Nuestro amigo García ha sido puesto en libertad, mejorado ya de su enfermedad. Hoy estuvo en el Callao para ver al capitán Barnewall, de quien me trajo una carta, en la que me informaba que le había ido a visitar Mr. Curson, llevándole una orden del Virrey autorizándonos para poder pasearnos por el patio del castillo desde la salida hasta la puesta del sol. Este permiso fue otorgado en vista de una petición hecha por Mr. Curson en nuestro favor. Y como este documento dará a usted una idea de las benévolas y desinteresadas gestiones de este caballero, lo copio aquí, pues nuestra gratitud pide que se haga público.
A su Excelencia don Fernando de Abascal, Virrey del Perú, etc.Mr. Samuel Curson, con el más profundo respeto ruega se le permita dirigirse a Vuestra Excelencia, y dice:Que ayer ha visitado en la cárcel llamada de Casamatas, ante sus reiteradas instancias, a Mr. E. Barnewall, ciudadano de los Estados Unidos, que me ha dicho hallarse allí preso y gravemente enfermo, como también a Mr. S. B. Johnston, de la misma nacionalidad, a intento de prestarles alguna asistencia médica, y cooperar, a medida de mis fuerzas, a los benignos propósitos de V. E. para procurar el restablecimiento de la salud de ambos.Encontré en las Casamatas únicamente al primero, quien me pidió hiciese saber en su nombre a Vuestra Excelencia la deplorable situación en que se veían, tanto él como muchos compatriotas suyos presos en aquella fortaleza; que al presente se sentía muy enfermo, después de haber sufrido varios ataques de fiebre, como también su compañero Johnston, que se hallaba por entonces en el hospital de Bellavista, y que, a no permitírsele un cambio de aires y de clima, perderían por completo su salud y probablemente sus vidas. Por tanto, ruega a V. E. que a ambos se les permita ser trasladados a la ciudad de Lima para cambiar de temperamento, con condición de quedar sujetos a la vigilancia del corregidor y de no presentarse en público, ni mantener comunicación política o correspondencia con persona alguna, bajo apercibimiento de ser otra vez devueltos a la prisión en que se hallan.Pidióme, asimismo, que pusiese en conocimiento de V. E. que todos sus compatriotas apresados junto con él, fueron aherrojados el nueve de junio último y condenados a trabajar en las obras públicas en compañía de reos penados, sin que se les hubiese notificado orden o decreto alguno de V. E., para ello rogando a V. E. que tenga a bien relevarlos de semejante degradante castigo, considerando, además, que lo sufren desde hace ya ciento dieciocho días y la pena que ha de causar a sus familias y amigos, algunos de los cuales son personas de las más respetables de los Estados Unidos.Por mi parte, puedo asegurar a V. E. que esta exposición es perfectamente exacta; que ambos, Barnewall y Johnston, se hallan gravemente enfermos, y que sus compatriotas están con grillos, como se asegura; y es igualmente cierto que el comandante del fuerte, a quien interrogué sobre el particular, me declaró que no había recibido orden alguna de V. E. a este efecto.Por tanto, en nombre del dicho Barnewall, suplico con todo rendimiento a V. E. que se sirva ordenar su traslado y el de su compañero y disponer que se alivien los sufrimientos de sus demás compatriotas, ofreciendo responder con su persona y bienes respecto al aislamiento y conducta que deben observar los dichos Barnewall y Johnston mientras permanezcan en el país y hacer cuanto estuviere de mi parte para procurarles a ellos y al resto de sus demás compatriotas pasajes para Estados Unidos. Espero confiadamente una decisión favorable a esta súplica de la bien conocida justicia y generosidad de Vuestra Excelencia.
Samuel Curson
13 de octubre
Vino un oficial al hospital a decirme que me preparara para embarcarme inmediatamente para los Estados Unidos.
¿Cómo podré hallar palabras con que pintar el placer que experimenté al oír que volvía de nuevo a la libertad y a la vida? Mi corazón, que comenzaba a enfermarse con calamidades que se iban aumentando día por día, recobró de nuevo su energía y sensibilidad perdidas ya de tiempo atrás, y me erguí como si hubiese salido del sepulcro. La idea de volver a ver a mi patria y de abrazar a mis parientes y amigos, cosa de que a menudo había desesperado durante mi prisión, fue como la irrupción de un torrente en mi ánimo y me hizo derramar lágrimas de alegría. Al principio dudé de la realidad de lo que oía, atribuyéndolo a espejismo de la fantasía, que de antes tan a menudo me otorgaba la libertad en sueños, y creía que al despertar iba a hallarme otra vez prisionero; para oír el estridente chillido y terrorífico sonar de las cadenas; para ver los pálidos destellos de un mísero candil, que parecía apagarse con el aire viciado y fétido del calabozo tan débilmente alumbrado, y oír de nuevo la voz del “ceñudo centinela”, que tantas veces turbó el sueño que apenas podía conciliar. Pero no ¡eso era verdad!
Nos pusimos en marcha inmediatamente para el Callao hasta llegar al puesto de la guardia, donde hallé al capitán Barnewall con mis demás compatriotas, y una vez todos reunidos, se nos tomó juramento de que no volveríamos a empuñar armas contra el Virrey del Perú, y enseguida continuamos nuestro camino para el muelle. En diez minutos, el Hope estaba en marcha, dando por nuestra parte repetidos adioses a nuestros calabozos y cadenas. Tal fue como, después de un encierro de cinco meses y trece días, fuimos libertados de manera tan inesperada y extraordinaria. Cierto es que se nos despachaba para los Estados Unidos, pero tenían de sobra motivos para creer que debíamos tocar en Valparaíso (pues el Hope partió del Callao con más de cincuenta personas a bordo y con provisiones que no alcanzarían ni para dos meses), en cuya eventualidad, sus enemigos habrían de obtener, sin duda alguna, abundantes informaciones acerca del estado de los negocios públicos en Lima.
Estamos por extremo obligados a Mr. Samuel Curson, comerciante establecido en Lima, por los muchos servicios que nos prestó durante nuestra prisión, y por haber sido el autor de nuestra libertad. No tenía amistad con ninguno de nosotros antes de nuestra llegada; supo entonces que algunos norteamericanos estaban en apuros y, al punto, su alma generosa se apresuró a tendernos una mano compasiva; se valió de letrados para abogar por nosotros y abrió su bolsa para socorrer nuestras necesidades, sin cuyo auxilio habríamos visto aumentarse nuestro sufrimiento con el hambre, y esto, en circunstancias que se estimaba que sólo con nuestras vidas podríamos pagar lo aborrecible de nuestros delitos ; pero supo que estábamos en peligro, que sufríamos por una buena causa, y esto bastó.
A Mr. Gambini, que actuó como intérprete en nuestro proceso, somos deudores de servicios que la prudencia me obliga a silenciar, salvo que algún imprevisto accidente los lleve a conocimientos del Virrey para su daño. Empero, deben siempre ser recordados con gratitud.
A don Manuel García y a otros chilenos somos también deudores de los servicios ya indicados, y a algunos señores militares de los que solían montar la guardia del castillo les quedamos reconocidos por los pequeñas concesiones que solían otorgarnos, que por no haber sido solicitadas, deben estimarse en más.
14 de octubre
Levantéme temprano; el tiempo casi en calma, el cielo sereno y los suaves céfiros jugueteando a nuestro alrededor, todo se juntaba a mi silenciosa gratitud al Todopoderoso, que dispone de las cosas, para hacerme comparar esta consoladora escena con aquellos de miseria y degradación de las que acababa de salir; la comparación era por extremo grata, mas, ¿quién ha disfrutado jamás una felicidad tan entera para no sentir algún desagrado? Acordábame de mis compañeros que dejaba atrás, sintiendo en el alma que no se hallaran con nosotros; que, de haber sido así, mi felicidad habría sido completa.
De usted, etc.
Octava Carta.Llegada a Valparaíso.
Ojeada sobre el Callao y aspecto de los negocios públicos.
Valparaíso, 8 de noviembre de 1813.
Querido amigo:
Llegamos aquí el 8 del presente, después de una favorable navegación de veintitrés días, y al cabo de una ausencia de más de seis meses.
Durante mi permanencia en el Callao, la dominación española parecía hallarse vacilante. El ejército de Buenos Aires, mandado por el General Belgrano, avanzaba rápidamente en dirección a la misma capital del Perú; el ejército realista estaba casi totalmente destruido, y dondequiera que trataba de detener a Belgrano podía contar seguramente con un fracaso, a tal punto, que el Virrey se vio derrotado en todas partes y con sus recursos agotados por completo, a cuya causa le era imposible incrementar sus fuerzas en el Alto Perú o en Chile. Añadíase a esto, que un marcado espíritu de oposición se hacía sentir en la capital, producido por las muchas privaciones que se experimentaban a causa de la guerra con Chile, una de las cuales era la escasez de artículos alimenticios, y el descontento que asomaba sin rebozo entre sus míseras tropas, a las que se veía en la imposibilidad de vestir y de pagar. Bajo tales desventajosas circunstancias, no era difícil suponer que había de tratar de llegar a un avenimiento por lo menos con Chile. Pero desplegando una firmeza digna de mejor causa, parecía resuelto a subyugar a las alteradas provincias de Buenos Aires y Chile, o que caería del mando, sepultado entre sus ruinas.
El hecho siguiente deja ver con claridad el estado de agotamiento a que había llegado el antes opulento reino del Perú.
En el mes de septiembre último, cierto militar presentó un memorial al Virrey, ofreciendo apoderarse del puerto de Valparaíso, si su Excelencia le confiaba el buque Warren con quinientos soldados y doscientos marineros, fuerza que consideraba suficiente para realizar la empresa. Se estudió la propuesta en consejo, en el que, sin duda alguna, se estimó realizable y, sin embargo, hubo de abandonársela por ser imposible reunir los fondos necesarios.
La ciudad del Callao ofrece un pobre aspecto, habitada como se halla especialmente por pescadores y gente de mar, y puede que cuente con tres mil almas. El fuerte, o castillo, como se le llama, es el único sitio que pretendo describir. El castillo Real de San Felipe es un macizo fuerte semicircular, y ocupa cerca de veinte acres de terreno. En el centro tiene una amplia plaza de cerca de cuatro acres, que constituye un hermoso campo de maniobras. A la derecha se hallan los cuarteles, lo suficientemente extensos para alojar cinco mil hombres; y a la izquierda (que a no ser así, habría constituido un punto débil) están situadas las Casamatas, edificios fuertes, defendidos en la parte alta por cañones y morteros y por dos ciudadelas al frente. Esta construcción encierra tres salas principales o cárceles, cada una de noventa pies de largo y treinta de ancho, y de quince a dieciséis de alto, con un pasillo estrecho por el frente de las tres. La cárcel del centro no tiene puerta frontera, sino una ventana con barrotes muy fuertes, que nacen desde el suelo y llegan hasta el techo; el piso se halla a cuatro o cinco pies debajo de tierra, pavimentado con enormes losas de piedra. La cárcel de la derecha y la de la izquierda están provistas de una puerta de rejas, pero carecen de ventanas. Para llegar a la prisión del centro, que era en la que yo estaba encerrado, es preciso pasar por la de la derecha y enseguida entrar a ella por una puertecilla. El muro interior está hermosamente estucado y descansa sobre cuatro arcadas de aspecto imponente. Esta ha sido desde muchos años atrás cárcel de contrabandistas, y sus murallas se ven cubiertas con nombres de americanos e ingleses que han sido en ella encerrados. Cuando entré por primera vez a este sitio, me pareció tan obscuro, que no pude leerlos, pero al cabo de cuatro días ya los distinguí perfectamente.
A la izquierda de las Casamatas se halla la residencia del Gobernador, y a la derecha el departamento de oficiales, ambos de un solo piso. Están montadas en las murallas, según se me dijo, como unas ochenta piezas de artillería. Encierra dos torres circulares de piedra, como de unos sesenta pies de altura, que sirven de almacenes, y en lo más elevado se hallan los masteleros de señales. Los subterráneos de estos edificios han sido usados como celdas solitarias, pero sólo en casos de alta traición o de grandes crímenes perpetrados por individuos empleados en el Real servicio. Una de ellas se llama la torre del Rey y la otra de la Reina. La entrada de la fortaleza está defendida por un puente levadizo, y toda ella circundada por un foso de dieciséis pies de ancho.
Durante nuestra permanencia en el Callao, el capitán Barnewall y yo sufrimos mucho por causa de la insalubridad del clima. En un principio se nos envió al hospital para ser curados allí. Está situado en una pequeña y deleitosa aldea, a cerca de una milla del Callao, llamada con verdad Bellavista, y si no hubiese sido por la crueldad de amarrar con cadenas a los enfermos en sus lechos, diría que era un establecimiento bien dirigido. Cuando ya mejorado, hube de abandonar ese sitio para volver de nuevo a mi antigua prisión, la humedad y su triste aspecto me producían pronto tan considerable abatimiento, que tenía que ser llevado de nuevo al hospital. Mi regreso a las Casamatas era seguido pronto de otra recaída, habiéndoseme negado durante largo tiempo el privilegio de retirarme a Bellavista, y vístome así obligado a soportar el doble sufrimiento de la enfermedad y de la desesperación, en un calabozo calculado para quebrantar la constitución del hombre más fuerte y robusto. En esos días, los prisioneros tomados en La Limeña fueron encerrados en el departamento vecino al nuestro, encadenados de a dos en dos, de tal modo que cuando hacían el menor movimiento, el sonido repercutía (a causa de la peculiar construcción del edificio) y producía un ruido tremendo. Considere, amigo mío, cuáles serían mis impresiones, trabajado por el delirio de la fiebre y un terrible dolor de cabeza, a la triste hora de la medianoche, cuando hasta la voz de un amigo resultaría molesta, cómo tendría que soportar el estruendo de las cadenas y el oír las palabras más soeces y obscenas salidas de boca de aquellos míseros e infelices tripulantes de La Limeña, que sabían hallarse allí a un paso de la eternidad.
A nuestra llegada a Valparaíso, el capitán Barnewall indujo al capitán Chase a que se dirigiera a tierra en un bote antes de que el buque fondeara, para que llevara una carta al Gobernador en la que se apuntaban los nombres de todos los que habían tomado parte principal en el complot, antes de que tuvieran noticias de nuestro arribo y lograran escaparse. En la tarde, el capitán Barnewall y yo fuimos a ver al Gobernador, que nos recibió de la manera más cordial. Nos contó que Rodríguez había sido preso y que el portugués en cuya casa se fraguó la conspiración, había sido ya desterrado a Mendoza, ciudad del lado oriental de las cordilleras, por virtud de los denuncios que hizo Mr. King, el maestre de La Perla,quien, como se dijo, se arrojó al mar al ver estallar el motín. Su Excelencia nos contó también que ese señor llegó a la orilla tan extenuado, que no pudo articular palabra antes de pasadas varias horas; que, a no haber sido por eso, en su concepto, el bote de la aduana nos habría alcanzado y dádonos la noticia en tiempo oportuno para evitar la pérdida del bergantín. Contónos, asimismo, que el Gobierno de la nación había trasladado su sede a Talca y encargado el mando de Santiago a don Joaquín de Echevarría, de quien él dependía, significándonos el deseo de que uno de nosotros se dirigiera a la capital tan pronto como fuera posible. El capitán Barnewall, deseando con ansias denunciar a la indignación pública a los autores de aquella vil conspiración y, a la vez, suministrar al Gobierno cuanta información tenía relativa a los sucesos políticos del Perú, partió de Valparaíso para Santiago en la misma noche, y yo le seguiré mañana.
Ha habido varias revueltas civiles desde la fecha de mi última, de todas las cuales he de dar a usted información detallada en la primera oportunidad que se ofrezca
Novena Carta.
Curso de la revolución.
Santiago de Chile, 31 de diciembre de 1813.
Querido amigo:
Llegué a esta ciudad el día ocho último y encontré al país en un estado lamentable. Los Carrera, después de haberse apoderado de Concepción, permitieron que el enemigo se retirara al interior y se fortificara de tal modo en la ciudad de Chillán que bien pudiera resistir a las fuerzas de todo el país. Los Carrera y la Junta riñeron de manera bastante acre; aquéllos habían permanecido inactivos en Concepción, y la otra se traslado a Talca, resolviendo levantar un nuevo ejército para impedir al enemigo que llegase a la capital, y así, dividiendo sus fuerzas, habían conquistado ellos mismos casi por entero el país. Los antiguos miembros de la Junta habían sido separados, o, disgustados, presentaron sus renuncias, y en su lugar fueron nombrados ardorosos partidarios de los Larraín. La Junta ha aumentado su ejército a tal punto, que puede contrarrestar al de los Carrera, y en estos últimos días se les ha exigido que se retiren. El general Mackenna se ha recibido del mando del ejército de Concepción, que le fue entregado sin oposición por Carrera, y se espera hoy en día confiadamente que serán capaces de arrojar al enemigo del territorio nacional.
Ignorantes a nuestra llegada de las disensiones intestinas que reinaban en Talca, el capitán Barnewall, después de haber dado cuenta de la pérdida de La Perla y del Potrillo, presentó un memorial a la Junta en solicitud de que se concediese a él y a la tripulación alguna indemnización por las pérdidas que habían sufrido en esta expedición. Esta petición se puso en manos de nuestro Cónsul, que interpuso sus influencias en nuestro favor, sin que aun por este medio, obtuviésemos algo. La expedición había sido ideada por los Carrera, y se nos consideraba, así, como sus partidarios, a cuya causa no se nos estimaba dignos de la menor consideración. En respuesta a su comunicación oficial, el capitán Barnewall tuvo, sin embargo, la satisfacción de que le llegase el siguiente de la Junta:
Hemos recibido el oficio de usted relativo a la pérdida del buque La Perla y del bergantín Potrillo. Estamos plenamente convencidos de que ese hecho se produjo a causa de una pérfida traición, y quedamos también informados de las penalidades que usted ha experimentado durante su cautiverio. La nación se halla satisfecha del mérito de usted, y sus representantes deliberan actualmente la manera de premiar y distinguir a los que se han conducido como fieles en este incidente.Dios guarde a usted muchos años.
José Miguel Infante.Agustín de Eyzaguirre.José Ignacio Cienfuegos.Talca, 3 de diciembre de 1813.A Mr. Edward Barnewall, Santiago.
Este documento, aunque por extremo grato para nosotros, no nos era de provecho para atender a las necesidades de la vida. La tripulación se hallaba pereciendo de hambre, y ni el capitán Barnewall ni yo podíamos prestarles el menor socorro. Quizás, hubiéramos tenido que soportar en Chile el pasar muchas noches sin cenar, como nos había acontecido en Lima, hallándonos al servicio de este país, a no haber encontrado un amigo generoso en el capitán M. Monson, el antiguo propietario del Potrillo, quien, no sólo suplió nuestras necesidades, sino que hasta nos trató con esplendidez.
Luego de recibir el capitán Barnewall la carta dicha, dirigió a la Junta otra representación, pintando la verdadera situación en que se hallaban él y todos los que habían estado a sus órdenes, solicitando que, por lo menos, se les mandase pagar sus sueldos devengados, con lo que podríamos contratar pasaje para regresar a Estados Unidos. Hasta ahora, a pesar de haber transcurrido más que sobrado tiempo, no hemos recibido contestación. Presumo que la Junta estará deliberando acerca del modo con que “ha de premiar y distinguir” a los que han trabajado con fidelidad para servir la causa del país.
Antes de cerrar esta carta, no puedo menos de recordar una anécdota que pinta la generosidad americana y la tacañería chilena. Cuando el capitán Chase reclamó del Gobernador de Valparaíso alguna indemnización por habernos traído desde el Callao, su Excelencia contestó que no podía tomar sobre sí la responsabilidad de esta medida y expresó al capitán Chase que esperase hasta que llegase contestación de la Junta, la cual no dudaba había de gratificarle de la manera más liberal. La Junta autorizó a dicha Excelencia don Francisco de la Lastra, gobernador de Valparaíso, para que otorgase al capitán Chase la razonable remuneración que estimase le era debida en justicia.
Este sabio Gobernador, después de madurar la cosa durante tres o cuatro días, señaló la suma enorme de doscientos pesos, con la cual le aseguró el capitán Chase que escasamente había podido sufragar los gastos de nuestra manutención y que esperaba se le diesen por lo menos mil. No pudo su Excelencia ser reducido a que cambiase de parecer, y el capitán Chase hubo de abandonar Valparaíso sin recibir otra compensación. Tal resolución implicaba una manifiesta violación de los principios más elementales de vulgar justicia y honradez. El capitán Chase tenía prestados servicios de primera importancia al país, en cuyo desempeño había arriesgado su libertad personal y su fortuna. Libró de la cárcel y de los grillos a varios individuos apresados en su servicio, a quienes estaban obligados bajo todo concepto a proteger y considerar como a sus propios connacionales, tanto más, cuanto que habían sido portadores de valiosas informaciones referentes al estado presente de las fuerzas enemigas : servicios que en algunas naciones le habrían hecho merecer a él una fortuna de príncipe y ser acreedor a la gratitud y estima de la nación entera. Al desembarcarnos en Valparaíso, el capitán Chase se expuso a ser capturado y a una condena segura en caso de hacer caído en poder de algún corsario limeño.
Varios marineros de la dotación del Potrillo se embarcaron en el Hope, encontrando para ellos imposible poder mantenerse hasta que se recibiese contestación de la Junta; y su Excelencia el Gobernador no quiso tomar sobre sí la pesada responsabilidad de pagar a tres o cuatro marineros sus sueldos de seis meses, y con falta de generosidad y justicia consintió en dejarlos partir sin abonarles un solo centavo.
Adiós.
Décima Carta.
Intervención de los ingleses.Disolución de la Junta y nombramiento de un Director Supremo.
Partida hacia Estados Unidos.
Valparaíso, 27 de abril de 1814
Querido amigo:
Allá por el cinco de febrero último arribó a Valparaíso la fragata de S.M.B. Phoebe, al mando del comodoro James Hillyar, en conserva con las embarcaciones de guerra Cherub y Racoon, desde el Callao. En estas naves vinieron como pasajeros los oficiales de La Perla.
El comodoro Hillyar informó al gobernador de Valparaíso, don Francisco de la Lastra, que venía autorizado por el Virrey del Perú para ofrecer ciertas condiciones de paz; y se corrió que Hillyar emplearía sus fuerzas en favor del Virrey en caso que se desechasen sus proposiciones.
Dedújose esto último en vista de la sumisión absoluta que el Gobernador manifestó a las insinuaciones del emisario inglés, de tal modo que pudo decirse que empezó a gobernar el país desde el punto mismo en que echó el ancla en Valparaíso.
Al llegar a Valparaíso, el comodoro Hillyar encontró fondeada en el puerto a la fragata Essex, de los Estados Unidos, comandante Porter, y un buque apresado, que había sido armado en guerra, nombrado Essex Junior. Inmediatamente procuró ganarse la voluntad del Gobernador para apoderarse de los dos buques allí fondeados, pero aquél lo remitió a la Junta, entre la cual e Hillyar es indudable que medió alguna correspondencia sobre el particular.
Yo vi una carta del comodoro Hillyar a la Junta, rotulada como “privada y confidencial”, quejándose de no haber recibido oportunamente respuesta a una anterior comunicación suya, y en demanda de una contestación a otra referente a los buques americanos “que están aún en el puerto de Valparaíso”.
Según lo que se desprende de esta carta, es seguro que, o había solicitado permiso para apoderarse de ellos en la bahía, o exigido que se les hiciese salir; y no es menos indudable que el pusilánime Gobierno de Chile prestó oídos a estas proposiciones y se manifestó dudoso respecto a la línea de conducta que seguiría.
Las condiciones ofrecidas a Chile por el Virrey por intermedio de Hillyar fueron:
Primera: Que Chile debería reconocer la soberanía de Fernando y disolver la actual Junta, restableciendo el antiguo gobierno en la forma que antes tenía.
Segunda: Que las tropas de Lima evacuarían el territorio de Chile, llevándose consigo sus armas y elementos de toda especie.
Tercera: Que se autorizaría a Chile para abrir sus puertos al comercio de Inglaterra.
Todo lo cual significaba, con poca diferencia, la absoluta sumisión al Virrey del Perú y, en cambio, los chilenos podrían disfrutar de la ventaja de comerciar con los ingleses.
Ante una proposición tan humillante, cualquier pueblo que hubiese poseído la menor noción de patriotismo, no habría podido dudar ni un instante. Por esos días, el ejército enemigo se hallaba encerrado en una ciudad del interior, reducido a un mero esqueleto comparado con el de la nación, y si bien se les había dejado atrincherarse fuertemente, podían al cabo ser compelidos por hambre a aceptar la capitulación que se les ofreciese. A pesar de estas ventajas que obraban en su favor, la Junta se sintió poseída de pánico y hubo de dar una respuesta evasiva a estas proposiciones.
Ambos ejércitos permanecieron inactivos hasta el primero de marzo, más o menos; no se efectuó movimiento alguno por ninguno de los bandos y uno y otro manifestaban procurar colocarse en situación de obrar a la defensiva más que a la ofensiva. El ejército de Concepción, después que Carrera quedó separado de su mando, fue disminuyéndose por la deserción, hasta verse reducido a un mero esqueleto, y muchos de sus desertores se fueron a reunir a los realistas en Chillán.
El enemigo ha recibido ahora refuerzos y audazmente tomó el camino de la capital. La Junta, en vez de permanecer en Talca para defender la plaza, se hizo acompañar de una fuerte escolta y se dirigió a la capital, dejando en Talca un puñado de hombres, que fueron sacrificados al enemigo.
Cuando estas noticias llegaron a la capital el seis u ocho de marzo, el terror, el abatimiento y la confusión se apoderaron de todas las clases sociales.
Se acusa abiertamente a la Junta de haber procedido con el más palpable descuido y hubo fuertes sospechas de que había vendido al país. Al día siguiente de su arribo, ciudadanos, empleados públicos y magistrados celebraron una reunión a fin de acordar las medidas más convenientes que pudieran adoptarse por el momento para organizar la defensa. En esta reunión, el jefe que mandaba la artillería, el cuerpo más fuerte que había en la capital, pronunció un largo discurso, en el que reconoció que allí estaba bien representada la voluntad del pueblo, y que, tanto él como las tropas que mandaba, acatarían cuanto se resolviese.
Acordóse entonces por la Asamblea que una Junta de tres individuos no podía ejercer el mando con aquel vigor y decisión que la presente crítica situación del país exigía. Se designó inmediatamente una comisión de tres personas para que informase de las medidas que pudieran tomarse a fin de atender a la seguridad de la capital, y se envió una guardia al Palacio para evitar que la Junta se dispersara antes do que la asamblea hubiese tomado resolución acerca de ella.
La comisión informó que era de todo punto necesario nombrar una persona que tuviese a su cargo el mando con poderes ilimitados, hasta que los negocios de la nación se asentasen, dejando la elección a la voluntad del pueblo reunido.
Don Francisco de la Lastra, gobernador de Valparaíso, y don Antonio José de Irrisarri fueron los únicos dos propuestos. Se tomó votación y en virtud de ella Lastra fue nombrado supremo director de Chile e Irisarri designado para reemplazarle hasta que aquél llegase de Valparaíso.
Estos acuerdos fueron seguidos de las medidas más enérgicas. Se obligó a la Junta a firmar un decreto autorizando las resoluciones de esa asamblea y declarándose ella misma disuelta. Se mandó enrolarse al pueblo de la capital sin excepción alguna, y todos los realistas fueron tomados y enviados presos a bordo de los buques surtos en Valparaíso.
Estas medidas fueron dictadas por Irisarri y sancionadas por el pueblo; pero, a la llegada de Lastra, se tomó otro camino, que manifestaba claramente el deseo de llevar las cosas a término con la menos efusión de sangre que fuese posible.
Lastra, que es actualmente supremo director, o en buen inglés, el rey de Chile, había llegado a Valparaíso hacía unos dieciocho años, como guardiamarina de un buque de guerra español. Aquí abandonó el servicio, y habiéndose casado con una dama acaudalada, se estuvo disfrutando de completa ociosidad, que tanto agrada al temperamento del alma española. Permaneció alejado de los negocios públicos hasta la subida de Carrera a la presidencia, cuando, a causa de ciertas relaciones de parentesco que les ligaban, fue nombrado mayor de ejército y muy poco después designado para gobernador de Valparaíso.
Cuando el poder de los Carrera estuvo camino de desvanecerse, bien pronto olvidó que formaba parte de esa familia y que a ella le debía la situación de que gozaba, y ante la esperanza de retener su cargo, se convirtió en ardiente partidario de la de Larraín.
José Miguel Carrera se había manifestado siempre por extremo afecto a las ideas norteamericanas y tratado a los ciudadanos de Estados Unidos que residían en el país con toda clase de consideraciones, al paso que hacía poco caso de las excelentes cualidades de muchos súbditos feudatarios de su Majestad Británica, conjeturando que a pesar de la profesión de patriotismo que hacían, debían todavía conservar su apego a esos preciosos principios de la realeza, ciega sumisión a los reyes, y a la infalibilidad de éstos, que habían aprendido desde niños y, por tal causa, se abstenía de depositar en ellos una confianza ilimitada.
Cuando el partido de los Larraín subió al poder, comenzaron los ingleses a gozar del favor del Gobierno y a ser considerados como oráculos de sabiduría; dieron a conocer al buen pueblo de Chile el sorprendente grado de libertad de que gozaba el de Inglaterra, recomendando su forma de gobierno como la más adecuada para el modo de ser de los chilenos. Aún más, tanta era la ilimitada generosidad del Príncipe Regente, que llegaron a insinuar que no les sería imposible, por su intercesión a favor de Chile, que les tomase bajo la dulce protección de la vieja Inglaterra, que muchos filósofos chilenos sabiamente estimaban que los pondría a cubierto de ser conquistados por cualquiera otra nación.
Deseoso de conseguir mi pasaje de vuelta a mi patria, ofrecí mis servicios al capitán Porter, y merced a las influencias de nuestro cónsul general Mr. Poinsett y del capitán Monson, fui nombrado teniente de infantería de marina, embarcándome en la fragata Essex pocos días antes de que fuera apresada.
Usted ha de ver el parte oficial de esta brillante acción y es así innecesario que intente describirla. Debo solamente hacer notar que esta carnicería de héroes americanos, llevada a cabo bajo el alcance de los cañones de una batería que debió sostener su neutralidad castigando a los que violaban, se verificó a causa de la imbecilidad de Lastra, y por obra del que servía el gobierno de Valparaíso en esos días, cierto capitán Formas, que había caído en desgracia de Carrera por cobarde. Si un atentado de esta naturaleza se hubiese intentado cuando los Carrera estaban en el mando, no trepido en afirmar que la neutralidad del puerto habría sido mantenida inviolablemente.
Poco después de la captura de la Essex, el comodoro Hillyar se dirigió desde Valparaíso a Santiago, a intento de arreglar los negocios públicos de Chile. Desde Santiago se encaminó a Chillán para celebrar allí una entrevista con el general limeño. Nada ha trascendido aún acerca de esto.
Mucha gente sensata, hasta de la familia de los Larraín, comienza a darse cuenta de los resultados de la mala política al no haber prestado protección a la Essex. Han abierto ahora los ojos y comienzan a comprender que una fuerza inglesa poderosa se ha de volver en su contra en tiempo cercano; al paso que si hubieran prestado a la causa americana la protección que, tanto la justicia como su menguada situación aconsejaban, el comodoro Hillyar habría tenido bastante que hacer con ocuparse de sus naves, y hubieran podido proseguir en la guerra, en la forma que lo hubiesen estimado conveniente, sin ser molestados por la intervención inglesa.
Según escriben de Santiago, resulta que se ha recibido allí noticia que las Cortes de España han sido disueltas y confiádose el mando en jefe del ejército de aquel país a Lord Wellington. Tales nuevas han incrementado grandemente la influencia que ya tenían los ingleses sobre el débil Gobierno de Chile y no me queda ya duda de que cualquier plan que proponga Hillyar será implícitamente aceptado.
Vése así a uno de los países más hermosos del globo, cuya lejanía del viejo mundo le garantiza el que no sea conquistado, invadido y hasta exento de la funesta influencia de los Poderes de Europa, y cuya situación, con la cadena de montañas, llamadas cordilleras, al oriente, y por el poniente el Océano Pacífico, el infranqueable desierto de Atacama por el norte, y las heladas regiones de la Patagonia por sus límites australes, que habrían podido constituirle en el terror de las provincias americanas sus limítrofes, se ve sujeta, por sus propias disensiones internas y por una insignificante fuerza británica, al capricho del Virrey del Perú.
Hubiera Chile permanecido unido y constante en el mantenimiento de su Gobierno -tal es su situación geográfica- habría podido desafiar todo el poder de la madre patria conjurado contra él. Pero apenas si se ha modificado su antiguo régimen y seguídose una política más liberal, cuando se ve surgir de entre ellos la monstruosa figura de la hidra, apartarlos de sus resoluciones y paralizar todo impulso. Cuando los Carrera subieron al poder, encontraron el país dividido en tantos partidos cuantas eran las familias de nota, estimando cada una que su jefe era el llamado a desempeñar la primera magistratura. La usurpación de este cargo por don José Miguel Carrera zanjó la cuestión durante cierto tiempo, el país avanzaba rápidamente en la senda del progreso y en la ciencia del gobierno, y lo continuó durante las sucesivas administraciones de Portales y Prado. Poseía Carrera un sentido cabal de los derechos del pueblo, manifestando tales talentos en el ejercicio de su cargo, que se impuso el respeto de todos los partidos.
En esa época, tal alianza de la virtud y del talento era necesaria en el supremo mandatario de este país, cual en tan contadas ocasiones suele presentarse para felicidad de la humanidad. El pueblo acababa de surgir de un estado de la más abyecta esclavitud, que él y sus antepasados habían sufrido durante siglos. La férrea mano del despotismo había pesado sobre este país por espacio de más de tres centurias, y la ignorancia, la superstición y el más ciego fanatismo reinaban sin contrapeso. Para empuñar las riendas del gobierno de un pueblo que acababa de salir de tal estado de sujeción y elevádose de la noche a la mañana al rango de los hombres libres, antes que el despertar de su criterio político hubiese aprendido a discernir la libertad y la licencia, era una empresa por extremo difícil y exigía talentos no comunes para desempeñarla. Un Washington habría encontrado amplio campo a sus talentos de estadista y de soldado, y tan ardua empresa no se habría podido estimar como un objeto indigno de preocupar a tan grande hombre.
Usted ha podido observar el incremento del espíritu de partido desde el principio de la revolución hasta el momento actual, que había concluido a la postre por elevar a semejante cargo al débil y perverso Lastra.
Las intrigas de este hombre con los ingleses han reducido al país hasta colocarlo bajo su entera dependencia y por completo a merced del magnánimo soberano de “las apartadas y bien cimentadas islas”, cuyo emisario (Hillyar) está en situación de resolver sobre si colocarlos bajo los paternales brazos de la madre patria, o tomar posesión del país en nombre de su Majestad Británica, lo que, en vista del confuso estado de las cosas y de lo agotado que está Chile, considera tarea que no es imposible de realizar por las fuerzas británicas que hay al presente aquí.
Cartas recibidas hoy de la capital, anuncian que José Miguel y Luis Carrera han caído en manos de los realistas, a causa de habérseles obligado a salir de Concepción sin la escolta indispensable para protegerlos hasta hallarse fuera del alcance del enemigo. Dícese que ambos son tratados con el mayor rigor, y que están presos con grillos, y que serán despachados a Lima o a España para ser juzgados allí corno reos de alta traición.
Don Juan José Carrera, que logró escaparse a la capital, ha sido desterrado del país, como premio a sus meritorios servicios de estadista y militar, y cuyos brillantes talentos temía su amado deudo Lastra pudieran eclipsar los suyos propios. En todo caso el Supremo Director ha llegado a la conclusión de que el país ha de sentirse recargado de talentos y virtudes, mientras vivan en su suelo dos hombres tan grandes como los Carrera y él.
Se ha largado ya la vela de trinquete de la Essex Junior y un bote se halla esperando a fin de llevar esta carta a tierra. Ni el capitán Bairnewall, ni yo, ni persona alguna de la dotación del Potrillo han recibido un solo centavo del Gobierno en pago de nuestros servicios y sufrimientos prestados y padecidos por su causa.
Adiós.
El autor no se hace responsable de la exactitud de las fechas apuntadas en esta carta, a causa de haber perdido parte de su Diario al tiempo de apresamiento de la fragata Essex, y, por tal causa, se ha visto obligado a suplirlas de memoria.
Undécima Carta
Población de Chile.
Clima.
Producciones.
Usos y costumbres del país.
Comercio y manufacturas.
Chile
Querido amigo:
La población total de Chile alcanza, según se cree, a un millón de almas, excepción hecha de los indios no domesticados. La mitad de esta cifra la componen los indios civilizados, que hablan castellano y se hallan completamente sometidos. Forman una muchedumbre sencilla e inofensiva, y han sido reducidos a la última escala de los seres humanos por su pasiva obediencia a la voluntad de los blancos, a quienes se les ha enseñado a estimar como sus naturales superiores. Esos forman el cuerpo de los trabajadores de la última clase. Ninguno de ellos sabe leer o escribir, y muy pocos son los que se ha considerado dignos de que se les instruya en los trabajos mecánicos más toscos. Un cuarto de la población se compone de los nacidos en España o de sus descendientes puros, y lo restante es producto de una mezcla. El número de negros es muy escaso, habiendo cesado de tiempo atrás el comercio de esclavos africanos. De la clase mezclada salen los artesanos, y los blancos son los nobles, los hidalgos, comerciantes y tenderos.
Las diversas clases sociales se mantienen religiosamente en su ser, a fuerza de antiguos prejuicios, venerados todavía y profundamente acariciados.
Los nobles españoles, que de ellos se cuentan unos pocos en Chile, se consideran obligados en fuerza de su abolengo a mantener el brillo de su posición social. Se les ve raras veces tratarse con los comerciantes aun los más acaudalados, a quienes estiman que se hallan colocados un grado más abajo. Juzgan que sólo ellos y sus descendientes son los llamados a gobernar y ejercer los cargos militares de importancia. Se creen sobre las leyes humanas y divinas, y aun algunos sostienen la máxima de que es cosa impropia de la dignidad de un noble español aprender a leer o escribir, puesto que siempre sus criados podrán hacer sus veces en esto.
El comerciante trata al tendero, al abogado o al médico casi con el mismo desprecio en que él a su vez lo es por el noble ; tal como los de la tercera clase miran con el más profundo desprecio al artesano; quienes, a su turno, estiman por muy bajo de su dignidad asociarse con sus primitivos progenitores los indios; y hasta tan increíble exageración se lleva estos prejuicios, que un sastre o zapatero con un cuarto de sangre blanca sentiría sus mejillas amarillentas llenarse de rubor, como si le ocurriese una verdadera desgracia, si se le sorprendiese en un téte a tétecon una muchacha cocinera de color cobrizo: que tales son las ideas de dignidad y natural distinción imbuidas en el ánimo de las gentes de todas clases sociales, y que en gran manera han contribuido a robustecer el sistema de opresión con que han sido gobernados e influido mucho para retardar el avance de la revolución, como que este nuevo orden de cosas privará probablemente a muchos de ellos de su situación privilegiada. Podrá usted formarse una idea de hasta dónde se extienden estos prejuicios y de la ignorancia del pueblo, del hecho siguiente: una de las objeciones que se hacían para que Carrera no pudiera desempeñar la suprema magistratura, y que era sostenida abiertamente por muchos que se apellidaban a sí mismos republicanos, se fundaba en que su madre era hija de un juez, a cuya causa no podía ser considerado como de la primera clase y, por supuesto, inadecuado para el mando.
El clima de Chile es, tal vez, el más agradable del mundo, si se exceptúa al de Italia, al cual se le parece mucho. Puede decirse que aquí se goza de perpetua primavera. Jamás nieva en los valles, y en la estación más fría del año, el agua expuesta al aire libre no se hiela más del espesor de un peso fuerte. Sólo se cuentan dos estaciones, que se denominan generalmente la de las aguas y la seca. El tiempo lluvioso empieza en los últimos de mayo o principios de junio, y a contar desde esos días llueve a intervalos durante tres o cuatro meses. En el resto del año se goza de un tiempo sereno y parejo. Durante la época de más calor, el mercurio raras veces sube de los noventa grados del termómetro de Fahrenheit, y muy frecuentemente, bajo de los ochenta y cinco. La salud y la longevidad son, así, el patrimonio de los que habitan esta deliciosa tierra. Durante la estación lluviosa, la nieve cae en abundancia en las cordilleras, y al ser derretida por el sol, corre hacia los valles por innumerables arroyos, que proveen a los habitantes de tan indispensable elemento, y sin el cual, muchos lugares del país serían enteramente inhabitables por la falta de agua.
De Chile puede decirse con verdad que es un país que "mana leche y miel". Aquí la naturaleza esparce sus tesoros con mano más que pródiga, y el que cultiva la tierra puede estar cierto de que alcanzará con creces el fruto de su trabajo. El trigo, que es el principal artículo de comercio, se produce en gran abundancia; en los terrenos más pobres, nunca rinde menos de cincuenta por uno, y en las vecindades de los ríos, donde los terrenos se pueden regar bien, se sabe que ha producido hasta ciento por uno, y esto con bien poco cuidado de parte del labrador. Y pues los que se dedican al cultivo de la tierra no son los propietarios del suelo, es de suponer sin esfuerzo que no son por extremo cumplidores de sus obligaciones; y tal es la infancia en que se halla en este país el estado de las artes, que ni siquiera conocen ese inapreciable instrumento del labrador que se llama el arado, en cuyo reemplazo usan una rama grande de árbol de muchos ganchos aguzados, que arrastran por el terreno en que se proponen sembrar el trigo.
El país produce casi todos los frutos tropicales y vegetales, como asimismo los de climas más fríos, y se dan sin excepción más grandes y de mejor sabor que en Estados Unidos. El cultivo de la viña ha alcanzado gran perfeccionamiento y rinde de la manera más prolífera. La provincia de Copiapó es afamada por sus vinos, pero tal ramo de comercio se halla pospuesto al laboreo de las minas. Concepción le sigue en producir el mejor vino, y obtiene buenas ganancias con este artículo.
Los caballos chilenos proceden de la famosa raza andaluza, a los que se asegura que sobrepujan en hermosura y rapidez. Son generalmente de baja alzada, con miembros bien contorneados y yo he viajado cien millas en un mismo caballo, en trece horas. Sólo se usan para la montura. Los carruajes de paseo son tirados por parejas de mulas. Las yeguas se usan poco para la montura, a no ser por la gente más pobre, destinándoselas para cría y para trillar el trigo. Un caballo de paso, cuya cola arrastra por el suelo, se considera hermoso, estimándose siempre como ordinario al ver a un caballero montado en una yegua o en un caballo de trote. En la ciudad, uno puede estar cierto de que le harán notar esta falta de decoro los muchachos que le vean pasar, que creen de su deber hacer saber a uno, con voces que se pueden oír a considerable distancia, "que es una vergüenza para un caballero cabalgar en una yegua". Aquí se puede comprar un caballo de los corrientes por seis u ocho pesos, y uno de primera calidad, por veinte. Los caballos abundan tanto, que con mucha frecuencia se les mata para aprovecharse de sus pieles y sebo.
El ganado vacuno abunda también en el país y en manadas numerosas se les ve pastar alzados por las montañas. Algunos señores que poseen grandes haciendas de engorda, matan unas mil cabezas anualmente; se sala la carne, se seca al sol y en esta forma se exporta. Un buey rendirá diez pesos, después de sufragar los gastos de la matanza, y de salar y secar la carne, etc.
Las ovejas y las cabras abundan lo bastante y estimo que podrían la lana y cordobanes ser materia de un comercio activo, hasta con los Estados Unidos.
El cáñamo se da aquí de calidad excelente y ya los ingleses han iniciado el tráfico de este artículo.
Chile abunda en minas de oro, plata, hierro, cobre, plomo y estaño. Las minas de hierro y las de estaño no se trabajan por la falta de operarios competentes en estos ramos. Las minas de cobre se hallan principalmente en la provincia de Coquimbo, y el término medio del valor del quintal es de ocho pesos.
Los chilenos, esto es, los que descienden de los españoles, son un pueblo vigoroso y alegre, del todo exento de la tiesura y formalismo que caracteriza a los peninsulares. Son por extremo hospitalarios, especialmente con los extranjeros, y un aspecto decente y un comportamiento cortés bastan a asegurar siempre una franca acogida. Posadas no se conocen, a no ser en las ciudades, y cuando se viaja hay que ocurrir a las casas particulares, donde uno puede estar cierto de hallar en sus moradores cuanto está a su alcance que ofrecer, y raras veces será posible conseguir que reciban alguna retribución.
Los hogares de los chilenos de la buena sociedad son templos consagrados a inocentes pasatiempos, y dondequiera que se junten algunos es inevitable que concurran el buen humor y la alegría. Cada familia posee su guitarra, y casi todos los que la forman saben tocar y cantar. Algunas familias, aunque contadas, poseen arpas; los pianos son en extremo escasos y de valor casi incalculable; uno de estos instrumentos se lleva por completo las preferencias del beau monde, y la hermosa que sabe tocarlo, está asegurada de arrastrar tras sí una corte de admiradores, en desmedro de su menos opulenta vecina que no cuenta con más atractivos que la guitarra.
Los chilenos se levantan entre ocho y nueve de la mañana, a cuya hora se sirven un ligero desayuno. La mañana se dedica a los negocios, y después de comer duermen invariablemente la siesta durante dos o tres horas. En esta parte del día las tiendas se cierran y podrá uno pasearse por toda la ciudad y probablemente no verá cinco personas. Es dicho corriente que a esa hora sólo se hallan despiertos los ingleses y los perros, lo que, en verdad, es perfectamente exacto, y pretender hacer negocio alguno con los chilenos durante el tiempo de la siesta, sería lo mismo que si en Estados Unidos alguien tratara de negociar con un presbiteriano en día domingo. Aun en los contratos de alquiler de los criados se establece que se les permitirá dormir su siesta después de comer. Hacia las cinco de la tarde la ciudad se anima de nuevo, se abren las tiendas y la gente desocupada y con ánimo de divertirse comienza a pasear por las calles. Al ponerse el sol, toman un mate, y la noche la dedican a visitar, bailar y cantar, hasta las once o doce, en que cenan y se retiran a descansar.
Las mujeres chilenas poseen, por regla general, grandes atractivos personales. Su aspecto es elegante, de ojos negros y cabellos largos, del mismo color, facciones regulares, y de un cutis hermosísimo y transparente. La belleza externa es la suprema aspiración de la mujer chilena, pero el entendimiento se descuida por completo. Algunas, es cierto, se toman el trabajo de aprender a leer y escribir, pero tales prendas se consideran secundarias, y su tiempo lo dedican generalmente al adorno de sus personas. No contentas con los encantos que la naturaleza les ha otorgado, se esfuerzan por embellecerse mediante el empleo de una enorme dosis de rouge y bermellón y con polvos extraídos de una hierba que se dice posee la virtud de blanquear el cutis. Tan universal es esta costumbre de pintarse, que en una reunión muy concurrida rara vez podrá verse una señora que se presente sin estar del todo desfigurada.
En Chile el domingo (como en los más de los países católico romanos) es día de regocijo y de diversión, estando permitido por la Iglesia que después de oír misa se dedique al placer. Las principales diversiones del domingo consisten en carreras de caballos, peleas de gallos y juego del billar. El paseo público está atestado ese día con gentes de todas clases sociales, algunos en carruajes, otros a caballo y otros a pie. El río Mapocho corre por la parte norte de la ciudad y por el lado del sur se extiende una muralla de piedra, de seis pies de espesor y ocho pies de alto, para impedir que el desborde de las aguas inunde la ciudad. Este muro se prolonga por unas dos millas y está en su parte superior pavimentado de ladrillos, y forma un paseo hermoso y fresco, sombreado por árboles. Hacia la parte media de esta muralla existe una fuente, a cuyos costados, en las tardes de los domingos, se ve a las señoras en sus carruajes, formados en líneas, frente a frente, dejando un espacio suficiente para que los elegantes pasen y vuelvan a pasar a caballo. La hora de reunión en este sitio es desde las cinco de la tarde hasta la puesta del sol, mirándose unos a otros y saludando con inclinaciones de cabeza a sus amistades al pasar.
Los carruajes de paseo se llaman en Chile calesas y son, en realidad, vehículos de pobre aspecto. Su fábrica es como la de un birlocho, pero las ruedas se hallan detrás de la caja, que es cerrada. Son tirados por una mula, en la cual va montado el cochero, vestido, de ordinario, con librea chillona; calzones rojos, casaca verde, sombrero de picos con forro amarillo y frecuentemente con un haz de plumas. Sólo las señoras suben en estos carruajes. Sería considerado indecoroso por extremo ver juntos en uno de ellos a un caballero y una señora, aunque fuesen marido y mujer.
Al marido chileno se le ve muy pocas veces en público en compañía de su mujer. Tienen sus diversiones aparte mientras la señora y sus hijas pasean o visitan, el marido generalmente está jugando a los naipes o al billar, y probablemente dando lecciones a sus hijos en estas materias, que se consideran complemento indispensable de la educación de un caballero.
Jamás se permite a las jóvenes pasear con sus pretendientes sin ir acompañadas con una mujer de respeto, y aun así, no se autoriza al galán que ofrezca el brazo a su dama. La señora de edad abre la marcha, siguen las hijas, en fila de a una, los jóvenes ocupan la retaguardia, y debe tenerse por feliz el que puede lograr una mirada furtiva, y algún signo de aprobación con el abanico de parte de su enamorada, sin ser notados por la mamá. En esta forma se dirigen al Tajamar, como se llama el paseo a que me he referido, y después de revistar y ser revistados por toda la concurrencia, emprenden el regreso en la misma forma.
La noche del domingo se gasta, comúnmente, en el teatro, que está siempre rebosante de gente en tal día, para ver la representación de algún drama religioso. Del arte escénico se entiende muy poco en este país, y los actores son casi siempre mulatos o de casta mezclada. Representan al aire libre, de ordinario en el patio de una posada, y mientras más truhanesco sea lo que representan, tanto más agrada la pieza. Un saltimbanqui o un titiritero siempre gusta más que un buen actor.
Las carreras de caballos es una de las diversiones principales de los chilenos, y a ellas concurren hombres y mujeres de todas edades y condiciones, clases y colores. Las grandes carreras se verifican generalmente en un llano que dista como cinco millas de la ciudad y a ellas asisten con frecuencia hasta diez mil almas. Las señoras van en grandes carretas entoldadas, tiradas por bueyes, y parten por la mañana temprano llevando consigo provisiones para todo el día. Llegadas al lugar de las carreras, forman una especie de calle con las carretas, muchas de las cuales están pintadas por afuera a semejanza de casas, y en el interior adornadas con cortinas, etc. A la hora de la comida, cada familia saca sus provisiones y todas se sientan en el pasto y comen juntas. Bien poco interés se presta a las carreras, a las que se va, más que por otra cosa, por cultivar el trato social.
Las corridas de toros son aquí una diversión permanente y frecuentadas por gente de más posición de la que concurre al teatro. La plaza edificada para ese objeto es muy cómoda y puede contener cerca de tres mil espectadores. En las corridas de las tardes, los toros son lidiados por hombres de a caballo, armados de lanzas largas; a menudo mueren los caballos en estas lidias, pero es tal la destreza de sus jinetes, que rara vez reciben algún daño. Cuando un toro ha sido herido, entra un hombre a pie al redondel, armado de una espada corta, y al desplegar una banderola o un pañuelo encarnado, el animal arremete hacia él inmediatamente con gran furia; le deja que se aproxime bastante y saltando ágilmente a un lado, logra la oportunidad de matarlo metiéndole la espada por el cuello. En una misma tarde se matan de este modo tres o cuatro. Al anochecer se traen a la plaza toros de refresco, a los que se aplica banderillas de fuego y se les suelta para que bramen y se retuerzan del dolor para diversión del público.
El carnaval se celebra aquí sólo por tres días, durante los cuales se dejan ver los disfraces más extravagantes, y en el hecho es una mascarada continua. Todo el mundo anda disfrazado, siendo casi imposible para hombres y mujeres distinguir a sus propios hermanos o hermanas. Se reúnen en grupos de veinte o treinta, van visitando casa por casa, tratando a todo el mundo sin ceremonia alguna y quedándose o marchándose al tiempo que se les ocurre. Tienen por costumbre arrojar agua desde las ventanas a los que pasan, cosa que hay que tomarla a bien o, en caso contrario, prepararse a recibir una nueva descarga adicional. Agua de olor o flores tiradas sobre alguien, tienen grato significado para el enamorado, que al momento comprende que debe estar a la mira de la actitud de la hermosa que de tal modo le ha distinguido para seguirla; es entendido, asimismo, que no puede quedar sin ser retribuido favor de tal naturaleza. La dama que de este modo arroja el guante, está obligada, según la costumbre, a recogerlo, bajo pena de que se le quite la máscara, cosa que puede resultar muy desagradable si apareciera ser una solterona o una mujer casada.
Después del carnaval se siguen los cuarenta días de cuaresma, que se guardan con la mayor estrictez. No se permite diversión alguna durante este tiempo y se asegura que jóvenes y viejos hacen penitencia. En este mismo tiempo se predican sermones; en el resto del año se dice misa solamente.
La semana de Pasión se consagra a prácticas devotas, que se verifican con la mayor pompa y magnificencia. Se organizan procesiones, que recorren la ciudad en las noches, y todos los acompañantes van con su vela encendida. Se conmemora con ellas alguno de los sucesos más culminantes de la vida de nuestro Salvador, y también se representa su muerte. En estas procesiones se sacan andas, en las que se representan pasos de la Cena de Nuestro Señor, con los apóstoles sentados alrededor de la mesa, en figuras de madera de tamaño del natural; Simón cargando la cruz; nuestro Salvador llevado al tribunal, azotado por los esbirros y, por fin, un simulacro de la crucifixión.
En acompañamiento de la imagen que representa al Señor azotado, marcha cierto número de devotos, que, a su vez se van azotando de la manera más recia con disciplinas de varios ramales, en cuyas puntas hay unos a manera de clavos de plata, que a cada golpe les hace brotar la sangre de sus cuerpos. Cuando vi por vez primera a estos infelices, me imaginé que cumplían penitencias que les hubiesen sido dadas por sus confesores como castigo de culpas graves; pero supe después que se imponían ellos mismos de su voluntad semejante azotaína, con lo que dejaban puesto muy en alto su devoción, juzgándose de su santidad por la decisión y energía con que se aplicaban semejante tortura. Cada uno de estos penitentes va acompañado por un sacerdote, que le exhorta a continuar la disciplina, poniéndole por delante como ejemplo a nuestro Salvador, que soportó con mansedumbre los azotes que le dieron los soldados.
Lo absurdo de la propia flagelación llega a tanto extremo, que se ha fundado una casa con ese objeto, llamada de Ejercicios, donde la gente se encierra por tiempo de diez días, consagrados al ayuno, a la oración y a darse de azotes. Durante esos días no se permite a nadie salir de la casa, que atienden algunos sacerdotes y se encargan de proporcionar a sus huéspedes el alimento indispensable. Hay épocas señaladas para los ejercicios por separado de hombres y mujeres, y también para las diferentes clases sociales.
Los sermones que aquí se predican son de lo más impresionante que haya oído. Asistí a uno en la noche, en la plaza del mercado, que escuchaba una inmensa muchedumbre. El orador se había subido a una plataforma que estaba más alta que las cabezas de sus oyentes y en la que se hallaba colocada una imagen de Cristo en la cruz. El sermón versaba sobre la Crucifixión, y el predicador hablaba con tanta unción, que casi no había nadie de los circunstantes que no llorase. Cuando llegó a la parte de su tema en que nuestro Salvador es descendido de la cruz, quitó los clavos a la imagen y fue bajada por medio de una maquinaria dispuesta al efecto. La hora, que era la de medianoche, el elocuente lenguaje del predicador y la manifiesta devoción de los oyentes, estaban calculados para inspirar las más puras sensaciones y los sentimientos más devotos. En medio de aquella multitud, que no bajaría de cinco mil almas, no se oía ni un murmullo; reinaba un silencio general, excepto en aquellos pasajes del sermón en que el pueblo, mientras rezaba, se golpeaba el pecho, lo que producía un ruido semejante al lejano galopar de los caballos. Enseguida, se cubrió la imagen con un manto y se la condujo a la iglesia, en donde estaba colocada.
Muchas otras ceremonias religiosas se celebran, que sólo tienen interés para los católicos; baste decir, que todos parecen observantes de sus prácticas y prestan reverencia ilimitada a las enseñanzas de los sacerdotes.
La influencia que poseen los eclesiásticos sobre el ánimo del pueblo ha contribuido por mucho a retardar la marcha de la revolución.
Esta clase social es muy afecta a la causa realista, por efecto del poderoso lazo que se llama el interés. Bajo el antiguo régimen, el poder de la Iglesia y el del Estado se hallaban tan estrechamente unidos, que el uno apenas si podía mantenerse sin el concurso del otro. Los sacerdotes veían en el progreso de la revolución y en la consecuente ilustración del pueblo un golpe mortal asestado a su futura grandeza, perfectamente sabedores que la libertad de discusión en materias políticas, debía forzosamente conducir a ciertas dudas en las creencias religiosas. En un principio, como era de esperarlo, le pusieron la proa y trabajaron sin descanso para segarla en flor. Viendo que sus esfuerzos no producían el efecto deseado, se hicieron más audaces y sin rebozo comenzaron a amenazar con las penas del infierno a los partidarios de la causa de la libertad, negándose a absolverlos si no abjuraban de sus principios políticos. Hubieron de detenerse en este camino por la muerte del Obispo, pero el que le sucedió abrazó abiertamente la causa patriota, conminando a los confesores con una suspensión de diez años, caso de que inculcasen o fomentasen en el ánimo del pueblo ideas contrarias a los intereses del país. Escribió pastoral tras pastoral, dirigidas al pueblo en general, para persuadirle de que justamente podía abrazar el nuevo orden de cosas; pero sus esfuerzos dieron poco resultado. La silla del confesionario es tan sagrada, que no pudo saberse nunca lo que en ella ocurría, y sería hacer muy poco honor a la inteligencia de esos buenos padre el suponer que dejasen perder tan favorable oportunidad, cuando con toda seguridad podían robustecer los principios realistas o contrarrestar los de opuesta naturaleza en el ánimo de sus poco instruidos feligreses. Muchos que manifestaban semblante de patriotas, eran realistas de corazón y no dejaban nunca de defender la causa del Rey, siempre que podían hacerlo sin peligro.
No deseo incluir en esta censura a todos los eclesiásticos. Existen algunos cuyo firme apego a la causa de la humanidad oprimida, en oposición a sus intereses particulares, puede sólo compararse a su piedad, a su amor a la religión, a su mansedumbre y a sus virtudes cristianas. Tales hombres, puedo afirmarlo, se hallan hasta entre los sacerdotes católico-romanos.
El estado de las letras en Chile es muy mísero, estando casi todo el saber relegado en el país a los eclesiásticos. Es un hecho, sin embargo, por más extraño que a usted le parezca, que en una ciudad fundada hace tres siglos y capital de una provincia rica y floreciente, no se ha establecido jamás una escuela para mujeres sino después de la revolución.
Hacia los fines del año 1812, el gobierno decretó la fundación de escuelas para niños pobres a costa del erario nacional. Resulta de un documento auténtico, que en esa época el número total de escuelas que había en la ciudad de Santiago (que contiene, según los cálculos más bajos, más de cincuenta mil habitantes) alcanzaba a ocho, en las cuales recibían su aprendizaje como unos seiscientos cincuenta niños. Es evidente, por tanto, que no más de uno por cada cincuenta de los de la generación que crecía lograba la ventaja de adquirir educación, siempre que se le proporcionaban los medios.
Bajo el antiguo régimen estaba prohibida la introducción en el país de toda clase de libros que no fuesen religiosos, y sólo se podía importar cierta cantidad de papel. Eran desconocidos los instrumentos de física y matemáticas, a no ser en las casas de algunos españoles europeos, que, dándose perfectamente cuenta de las miras del Gobierno, tenían buen cuidado de instruir en el uso de ellos a los chilenos.
Vive actualmente en Santiago un caballero llamado don Antonio Rojas, oriundo de esta ciudad, que recibió su educación en Francia y España y que tuvo estrechas relaciones de amistad con el doctor Franklin mientras residió en París. De este gran filósofo bebió el amor a la libertad y a las ciencias, y al regresar a su país nativo se trajo una copiosa librería y muchísimos aparatos de física. Estando alguna gente reunida en su casa cierto día, después de la comida se propuso entretenerles mostrándoles el poder de la electricidad. Algunos de sus huéspedes, incapaces de formarse una idea de cómo se producía la chispa eléctrica, atribuyeron la cosa a intervención sobrenatural, yendo en el acto a denunciarlo a los ministros de la Santa Inquisición,[1] que tuvieron inmediato conocimiento de este atroz pecado, como le llamaron, y su venerable perpetrador, merced a la ignorancia, fue enviado a Lima para ser enjuiciado y castigado. Por fortuna para él, los inquisidores no estaban tan destituidos de saber como sus delegados, y después de haber permanecido encerrado durante varios meses, fue dado por libre. Al regresar a su casa, se halló con que los ministros de la Inquisición habían hecho pedazos sus aparatos y entregado a las llamas la mayor parte de sus libros, reservando sólo aquellos que su capacidad les permitía entender.
El antiguo Gobierno podía esperar continuar en el poder mientras el pueblo se mantuviese sumido en la más profunda ignorancia.
El nuevo comprendió que su mayor fuerza estaba en procurar la ilustración general. Adoptóse en el acto un camino diametralmente opuesto, fomentando la educación y declarando libres de derechos la importación de libros y de instrumentos científicos. Se estableció una imprenta, y un periódico, hasta entonces desconocido en Chile, se publicó con licencia del Gobierno. Se hizo una tentativa digna de aplauso para fundar una universidad en la que pudieran enseñarse las ciencias y los idiomas extranjeros, que no surgió por falta de profesores.
Los benéficos resultados de estas medidas fueron casi inconcebibles. Los que de antes no habían dedicado un solo momento a las tareas literarias, llegaron a enamorarse del saber y consagraron mucho tiempo y empeño al estudio. La prensa les daba ocasión para comunicar el fruto de sus trabajos a la masa del pueblo, y en breve la opinión pública estuvo tan bien dirigida, que aun los menos instruidos llegaron a alcanzar un mediocre conocimiento de las diversas formas de gobierno, y de ésas, cuál era la más adecuada para conservar incólumes los derechos del pueblo.
Se establecieron escuelas en todos los barrios de la ciudad, donde los hijos de los más pobres eran enseñados gratis, y a las cuales estaban sus padres obligados a enviarlos. En ellas se les enseñaba, además de las nociones elementales, un catecismo de religión y también uno político. Medida de gobierno era ésta bien calculada para propagar la forma republicana de gobierno, y que demostraba en su autor un profundo conocimiento de la naturaleza humana. El catecismo político comenzaba de este modo: "¿De qué nación es usted?"; "Soy americano". "¿Cuáles son sus deberes como tal?"; "Amar a Dios y a mi patria, consagrar mi vida a su servicio, obedecer las órdenes del Gobierno y combatir por la defensa y sostén de los principios republicanos". "¿Cuáles son las máximas republicanas?"; "Ciertos sabios dogmas encaminados a hacer la felicidad de los hombres, que establecen que todos hemos nacido iguales y que por ley natural poseemos ciertos derechos, de los cuales no podemos ser legítimamente privados". Se consigna enseguida una larga enumeración de privilegios de que se goza bajo el imperio de la forma republicana de gobierno, en contraste con lo que el pueblo padecía bajo el antiguo régimen colonial de España. Una vez por semana se celebra un certamen escolar público, en el que se ejercita a los niños en el referido catecismo y se otorgan premios a los que se manifiestan saberlo mejor. Se señalan también dos de los muchachos más despiertos para que declamen discursos redactados en forma de diálogo entre un español europeo y un americano, en los cuales aquél sostiene el derecho de conquista como suficiente título del rey a su poder absoluto. El que lleva la representación de América, va armado de fuertes argumentos para sostener su causa, basados en los derechos del hombre, y concluye por derrotar a su contradictor, que acaba por convertirse al nuevo régimen. Toda esta argumentación aparece redactada en términos claros y sencillos, calculados para que los entiendan aún los de pocos alcances, estando enderezada sólo para instrucción de los que no saben leer o no tienen medios para adquirir libros.
A pesar del general progreso ya alcanzado en la instrucción, todavía tiene grandísima influencia la superstición sobre la mente de los chilenos y difícilmente podrá esperarse algún cambio en sus ideas religiosas mientras viva la presente generación. Los de opiniones más avanzadas en otras materias, guardan el más profundo silencio tocante a éstas, y la manifestación de una duda cualquiera sobre el origen divino de la más insignificante ceremonia religiosa, expondría al punto a quien lo sostuviera a la abominación de sus más íntimos amigos y aun de sus parientes. Puede un hombre ser culpable de robo o asesinato y encontrar indulgencia, pero aquel que se muestra vacilante en su credo religioso, se le considera culpable de un pecado imperdonable.
Un caballero americano, inadvertidamente manifestó una vez en cierto banquete a que asistía, que Chile jamás gozaría de completa libertad política mientras no existiese la de la conciencia. Consideró el anfitrión tal aserto como un gran insulto, significándole en el acto que podía excusar su presencia allí. De hecho, bastó esto sólo para levantar tan gran escándalo, que consideró conveniente ausentarse de la ciudad por algún tiempo hasta que el incidente se olvidase.
Por el estado de trastorno en que Chile se hallaba a la fecha de mi última carta, es imposible adelantar una hipótesis acerca de cuál haya de ser el resultado de las contiendas de la revolución; es posible que sea sofocada por los astutos manejos de Hillyar, por algún tratado que someta al país al poder del Virrey del Perú; pero es igualmente factible que la gran masa del pueblo derribe al necio de Lastra del encumbrado puesto en que se halla y libre de su cautiverio a los dos Carreras o, por lo menos, entregue las riendas del gobierno a un patriota convencido, dotado de los talentos necesarios para poner en juego todos los recursos del país y merced a un gran esfuerzo arrojar a sus invasores.
Es razonable suponer que aunque la tiranía predomine por algún tiempo todavía, el espíritu de libertad que ha empezado a brotar, arraigue lo bastante para que no pueda ser del todo apagado con un soplido. Gobernantes débiles e intrigantes podrán envolver al país en desastres y en la deshonra, pero el espíritu de un pueblo que ha gozado de los derechos a que le hacen acreedor "las leyes de la naturaleza y del Dios de la naturaleza", no podrá resignarse jamás a soportar el degradante yugo de un poder extraño. En una calamidad nacional, el espíritu de partido debe desaparecer ante las exigencias de los sufrimientos de todos, y la unión logrará lo que la disensión ha mantenido hasta entonces relegado a segundo término. Han de escarmentar por sus reveses del momento, porque les enseñarán el valor de aquella gran máxima, que ";en la unión está la fuerza"; y los miembros todos de la gran familia nacional sabrán estimar los servicios de un hermano. Entonces, sólo el mérito pasará a ser la única recomendación para aquel que aspire a sobresalir, y vanas e imaginarias preocupaciones habrán de desvanecerse delante de este templo, que la razón natural, despertada y puesta en acción por la necesidad, habrá erigido en el alma de todo ciudadano.
Cualquiera que sea lo que ocurra, la generación que se levanta, que comienza ahora a iniciarse en los misterios del gobierno y ha aprendido desde la cuna a entonar los himnos de libertad, no se resignará jamás a ser gobernada con el grado de rigor que hasta ahora ha sido la máxima favorita de España. Llegarán a los días de la madurez con sentimientos e impresiones diversos y bajo auspicios más favorables que los que tuvieron sus padres, y en vez de seres a quienes los despiadados manejos de la tiranía ha tenido privados de los atributos todos de criaturas racionales, excepción hecha de la apariencia exterior, saldrán en la majestad de la naturaleza, hombres sin mancha, dotados de razón y de las virtudes que le son anexas, y los opresores del padre, quizás, se verán forzados a inclinarse reverentes ante su progenie regenerada.
Chile, bajo un gobierno independiente, aventaja en mucho a las otras colonias españolas, y está llamado a que se le considere con preferencia por el comerciante emprendedor o manufacturero de los Estados Unidos.
Un cargamento de géneros de lana o lino, armas, utensilios de agricultura, artículos de menaje, libros o papel, rendirá seguramente una utilidad de ciento cincuenta a doscientos por ciento, y el comerciante recibirá en cambio metales preciosos, o barras de cobre, cueros y sebo, que, a su vez, dejarán considerable ganancia en Estados Unidos ; o bien fletar un cargamento de cobre y vender el sobrante en China, para regresar a Chile con sederías o artículos de fantasía de manufactura de aquel país, que, en tal caso, sus ganancias serían inmensas.
Los chilenos dependen del comercio extranjero casi de todo artículo manufacturado. Los únicos que produce el país son ciertos géneros de los más ordinarios y mantas y frazadas. Se hallan deseosos de introducir las manufacturas, y fabricantes y artesanos de cualquiera especie pueden estar seguros de hallar allí todo género de utilidades.
Son numerosas las ventajas que se ofrecen en Chile a los fabricantes u operarios que a él emigren. El trabajo manual es muy barato y la materia prima abundantísima. Puede contratarse a un hombre para el trabajo más duro, por veinticinco centavos al día, y si por meses o al año, mucho más barato todavía; mercado siempre abierto en todo tiempo y para toda clase de mercaderías, y casi al precio que se les señala. Además, el trabajador chileno, aunque carece de inventiva, es buen imitador, y operarios en casi todos los ramos de la mecánica es seguro que se han de formar en muy breve tiempo. Añádase a esto el agrado de vivir en uno de los países más hermosos, "que el sol en su diaria visita se digna de mirar", habitado por un pueblo cortés y generoso, y donde cuanto es necesario para la vida, y aun las cosas de mero regalo, son tan baratas, que se hallan al alcance de las personas más modestas.
De usted, etc.
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No hay un tribunal de Inquisición en Chile, ni jamás lo ha habido. Existe uno establecido en Lima, que nombra sus delegados en Chile, para que vigilen sobre la conducta de todo el mundo, y si se perpetra algún delito, que en su' concepto merezca la atención de sus superiores, son inmediatamente enviados a Lima los reos, de quienes muy pocas veces se ha sabido después.
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